– Veo que por aquí abundan los naranjos. Hay algunos delante del hotel.
– ¿Sí? -dijo el barman.
– Sin embargo sirven zumo de naranja de bote con el desayuno.
Subió a su habitación e intentó llamar a Buck Torres, sin recordar que en Miami Beach era domingo por la tarde. Torres le había dado el número de su casa, así que lo intentó y acabó dejando un mensaje en el contestador automático, incómodo por hablar con una voz incorpórea. Bajó a cenar y regresó a la habitación antes de que Torres volviera a su casa y le llamara, porque quería evitar que éste le acosara a preguntas para saber desde dónde le telefoneaba.
– Llame a este número y me encontrará -le dijo Raylan, pero luego le explicó que estaba en Rapallo, lo mismo que el Zip, el tipo que le acompañaba y al parecer algunos amigos locales, pero que todavía no había señal de Harry.
– ¿Cómo sabe que Harry está ahí?
– Le doy mi palabra -dijo Raylan-. La razón para que le cuente todo esto es que quiero pedirle que llame a la poli italiana, a la guardia urbana, no a los carabinieri, y les comunique que matarán a un tipo si no hacen algo con el Zip y sus amigos. Si se lo digo yo -añadió-, cuando terminen de interrogarme es probable que Harry esté muerto. Otra cosa, mientras habla con la poli, pregunte si Harry tiene alguna propiedad aquí. A su nombre verdadero. A mí no se me da bien averiguar esas cosas, ¿vale? Y avíseme en cuanto sepa algo. Hablé con el Zip. Le dije que lo de Harry fue un montaje, que nunca les había robado. Al Zip le da lo mismo, todavía quiere atraparlo. ¿Puede decirme por qué?
– A esos tipos no hay quien los entienda -respondió Torres-. Oiga, ¿recuerda que le dije que encontramos una escopeta recortada? Estaba en un tugurio. Pillamos al tipo que la trajo y la vendió por veinte dólares de crack, dos botellas; dijo que la recogió en un aparcamiento en South Beach, detrás de Della Robbia y que allí vio a alguien vestido con un mono, un individuo que estaba tumbado en el suelo; pensó que dormía.
– ¿Pueden identificar el arma como perteneciente a la víctima? ¿Cómo se llamaba, Earl Crowe?
– Estamos casi seguros de que era suya. Tiene sus huellas. Pienso que bastará para que el fiscal se olvide de Harry. Sé que lo desea.
– No veo la hora de decírselo -comentó Raylan-. Si lo encuentro. -Ya no sabían de qué hablar. Dijo-: Por si le interesa saberlo, aquí el número para una llamada de urgencia es el ciento trece en lugar del novecientos once.
– ¿Qué está haciendo Harry en Rapallo? -preguntó Torres-. ¿Por qué está ahí?
– Un amigo suyo vivió aquí -contestó Raylan-. ¿Ha leído usted a Ezra Pound?
– ¿A quién? -replicó Torres.
A Nicky le dieron un Fiat rojo, conducido por un tal Fabrizio: la panza de éste rozaba el volante, pero después de todo, no era mal tipo. Nicky pensó que era discreto para ser un italiano. Le contó a Nicky que había vivido en Nueva York, Brooklyn para ser precisos, durante un par de años, pero no le había gustado mucho y regresó a Milán. Mientras charlaba con Fabrizio, Nicky le preguntó el significado de diversas palabras, y descubrió que el Zip le había tratado de nene de mamá, gilipollas, mamón, maricón… sin duda al Zip le parecía gracioso. Fabrizio dijo:
– ¿Y ahora ya qué más da? Olvídalo.
Descubrieron que Raylan Givens se alojaba en el Liguria y se presentaron en el hotel el lunes por la mañana, a las ocho. Nicky entró esperando encontrar al agente desayunando en el comedor. Pensaba acercarse a él y decirle: «Ahora me toca a mí», de la misma manera que el tipo se lo dijo cuando le metió el revólver en la entrepierna. En cuanto le mirara le metería tres balazos, uno en la cabeza, y se largaría. Sólo que Raylan no estaba en el comedor ni en la habitación. Mierda. El recepcionista le dijo que había preguntado dónde estaba la agencia Avis antes de salir del hotel.
Fabrizio sabía dónde quedaba la agencia, en Vía della Libertà, no muy lejos. Así que vale, si no había podido cargárselo en la mesa mientras desayunaba, lo haría en la calle, al pasar. Sólo tenía que asegurarse de que el tipo le viera.
– ¿Lo has hecho antes? -preguntó Fabrizio.
– No te preocupes -contestó Nicky.
Fabrizio dijo que si Nicky no estaba seguro, lo haría él. Comentó que había matado a cinco hombres cuando estaba en Nueva York, a tres con una bomba. Si Nicky quería usar una bomba, no costaba nada fabricar una, tirarla dentro del coche del tipo. Nicky dijo que este trabajo lo haría él solo, sin ayuda. Miró a Fabrizio, tío, qué mugriento, llevaba la misma camisa dorada desde hacía tres días. A Nicky, vestido con la chaqueta de cuero negro, camisa blanca y vaqueros planchados, le costaba creer que a algunos tipos no les importara la pinta que tenían. Fabrizio fue el primero en ver a Raylan.
– Allá, ¿lo ves? El del sombrero. Un vaquero.
Raylan caminaba por la acera izquierda, delante de ellos. Hoy vestía un traje oscuro y llevaba sombrero, siempre aquel sombrero.
– Es él -exclamó Nicky, excitado-. Da la vuelta a la manzana, así lo pillaremos de frente.
– ¿La vuelta a la manzana? -preguntó Fabrizio, sorprendido.
– Así le tendré en mi lado del coche. No quiero que tú estés en medio cuando dispare.
– Pues pásate al asiento trasero.
– Así también tendría que disparar a través de la calle. Lo quiero tener cerca. -Nicky echó una mirada al federal cuando le adelantaron. Joder, vaya pinta con aquel sombrero y las botas vaqueras. Se acercaban a la esquina.
– Vía della Libertà -dijo Fabrizio-. La calle donde está Avis, a la izquierda.
– Cruza, da un giro de ciento ochenta grados, y vuelve. Así lo cazaremos antes de que llegue a la esquina.
Se inclinó hacia adelante para coger la Beretta que llevaba en la cintura, y la deslizó contra su espalda mientras Fabrizio aceleraba el Fiat para cruzar la esquina y llegar a la manzana siguiente antes de frenar; tuvo que esperar a que pasaran los coches antes de hacer la maniobra. Nicky acarició la pistola. Estaba preparado. Pero cuando volvieron a cruzar la esquina, Fabrizio preguntó:
– ¿Dónde está el vaquero?
– Allí está -respondió Nicky.
Raylan caminaba por Vía della Libertà. Le vieron sólo un segundo. Fabrizio dio la vuelta en la esquina siguiente y después en la otra, para rodear la manzana y llegar a Vía della Libertà. Raylan había desaparecido.
– ¿Dónde está Avis? -preguntó Nicky-. Habrá ido a la agencia.
– Está un poco más arriba, detrás de nosotros -dijo Fabrizio, conduciendo el coche a paso de tortuga junto a la acera y buscando con la mirada a un lado y al otro de la calle. Detuvo el coche-. Tendrás que bajarte y buscarlo. Encuéntralo. Esta vez rodearé dos manzanas y volveré a buscarte.
– Me lo quiero cargar -afirmó Nicky.
– Sí, vale -asintió Fabrizio, impaciente-. Ya me lo has dicho. ¿Ahora quieres bajarte?
Nicky se apeó en la acera y el Fiat se alejó; todavía no había encaminado la situación ni decidido qué haría cuando encontrara a Raylan. Seguía empuñando la pistola y se apresuró a metérsela en el pantalón y a abrocharse la chaqueta. Echó a andar. Pasó ante varios escaparates, restaurantes, una heladería y llegó a una calle llamada Vía Boccoleri, que más parecía un callejón: era angosta y oscura y sus portales albergaban unas tiendecitas. Nicky se desabrochó la chaqueta mientras avanzaba. Un poco más adelante había una calle transversal, otro callejón. Se volvió cuando una moto apareció por detrás y le adelantó con un rugido agudo. Ayer, mientras iban en el Mercedes, Benno se dedicaba a seguir a las motos para arrinconarlas; las empujaba contra los coches aparcados, las cunetas, las obligaba a subirse a las aceras. No a todas las motos, sólo a las que le cabreaban. A las conducidas por listillos que se acercaban demasiado al coche, o le hacían un corte de manga al pasar junto al Mercedes que avanzaba a paso de tortuga buscando el Lancia gris. Habían traído más gente de Milán y los tenían vigilando el aeropuerto, la estación de trenes, y las carreteras que llevaban a la autopista; habían sobornado a los empleados de las gasolineras para que les avisaran si veían el Lancia. Benno dijo que con un día más lo encontrarían. El jodido Benno, se aburría de dar vueltas con el coche, así que se divertía con las motos: Nicky sonrió al recordar cómo las empujaba y se reía al ver que los motoristas perdían el control. Nicky se volvió otra vez al oír que una moto se acercaba por la Vía della Libertà. Esperó. La moto pasó de largo ante la boca del callejón y Nicky se dispuso a reanudar la marcha, pero se detuvo en seco y dio un respingo. El federal estaba a unos tres metros delante de él, llevaba ese traje oscuro que dejaba entrever un chaleco, los pulgares metidos en el cinturón y el sombrero ladeado.