– Nicky, ¿me buscabas?
Raylan vio que Nicky se palpaba con una mano la americana a la altura de la cintura, pero éste, después de vacilar, mudó de propósito y empezó a toquetearse la uña del pulgar de la otra mano.
– ¿Y bien? -dijo Raylan.
Nicky siguió sin responder. Entrecerró los párpados, quizá consciente de lo que se jugaba, pero Raylan no se fiaba: entrecerrar los ojos tampoco era tan difícil. Dijo:
– Ayer tampoco quisiste hablar conmigo. Dijiste que no me metiera en esto. Así que ahora me pregunto por qué me buscas. Te vi pasar en el coche y regresar. Te vi bajar del coche con la pistola en la mano… Por lo tanto supongo que ahora te preguntas si podrás volver a sacarla antes de que saque la mía. ¿Me equivoco? -Era esa clase de pregunta que nadie contesta, de modo que Raylan añadió-: Nos encontramos en ese tipo de situaciones que se dan en la vida real. Como en un concurso, a ver quién desenfunda primero. -Raylan meneó la cabeza-. Si quieres matarme, Nicky, por la razón que sea, ¿te molestaría acercarte y decírmela? ¿O esperas a pillarme desprevenido? -Raylan hizo una pausa-. No dices nada. ¿Qué pasa?
– Intento descifrar de qué coño habla.
– Lo sabes perfectamente pero no quieres soltar prenda -dijo Raylan, viendo que las manos de Nicky no se habían movido de su cintura y que el muchacho no había abandonado su propósito-, estás esperando una oportunidad. Te diré una cosa. Disparar contra una persona no es lo mismo que disparar en el campo de tiro. Incluso si tienes una puntería infalible, no significa que puedas mirar a un hombre a los ojos y ser capaz de apretar el gatillo. Lo sé de primera mano, compañero, porque soy maestro de armas en la academia de entrenamiento.
La forma en que Nicky le miraba despertaba en Raylan una gran curiosidad. Suponía que Nicky estaba confuso y que no sabía qué hacer. Este se rascó la barbilla y metió las manos en los bolsillos de los vaqueros. Raylan vio la culata azul acero de la pistola que sobresalía de sus pantalones: al parecer esta vez no la iba a sacar. Raylan alzó la barbilla y movió la cabeza para indicarle la calle.
– Tu coche está allí. -Esperó a que Nicky le volviera la espalda y se alejara antes de decirle-: Ha sido un placer hablar contigo.
El Fiat estaba aparcado ahora en Vía della Libertà, al otro lado de la calle, delante del local de Avis.
– Intento entenderlo -dijo Fabrizio-. ¿No le dijiste nada?
– ¿Qué debía decirle?
– ¿Sabías que llevaba un arma?
– Claro que sí.
– ¿Se la viste?
– Se la vi ayer.
– Pero no sabes si hoy la llevaba.
– La llevaba porque es un agente federal y todos van armados. El hijo de puta sabe que me lo cargaré si tengo la oportunidad.
– ¿No la tuviste antes?
– ¿Qué quieres decir?
– Cuando hablabas con él. ¿No fue ésa la oportunidad que querías?
– Me estaba esperando.
– ¿Tú crees?
– Él sabía que yo tenía un arma, la vio y me lo dijo. Así que supe que él también tenía una. No me hubiera detenido de no haberla tenido. Me esperaba, confiando en que yo sacaría la pistola.
– ¿Sí? -dijo Fabrizio. Iba a preguntarle por qué no la había sacado pero vio el cambio de expresión de Nicky y ya fue demasiado tarde.
– Allí está -dijo Nicky, y se recostó en el asiento, menos nervioso que antes.
Fabrizio miró a través de la Vía della Libertà y vio que el vaquero hablaba con el empleado de Avis, que le entregó las llaves y una carpeta, y después se subía a un Fiat azul aparcado en la esquina. Fabrizio esperó a que Nicky le ordenara seguir al federal.
– Vale, síguele.
Fabrizio hizo girar el coche en redondo y se mantuvo detrás del Fiat azul hasta casi el paseo marítimo, pasando por Vía della Libertà hasta la Vía Gramsci. El Fiat se desvió dos veces a la derecha y se dirigió al patio del hotel Astoria, donde se detuvo frente a la entrada. Desde la calle vieron a Raylan salir del coche y entrar en el edificio. Fabrizio esperó que Nicky lo dijera.
– Éste no es su hotel.
– Es el de la mujer.
– ¿Qué está haciendo él aquí?
– No lo sé -contestó Fabrizio-. Pero quizás ha sido una suerte que no le mataras.
Raylan tenía la llave de la habitación de Joyce, pues la había cogido de su bolso, que ella se había dejado en la mesa del café y que ahora estaba en su habitación del hotel.
Abrió la puerta y entró sabiendo que quizá ya habían registrado la habitación; no se equivocó: las ropas estaban esparcidas, las maletas abiertas sobre la cama, vacías. Sin duda buscaban algo que llevara una dirección o un número de teléfono de Rapallo, tal vez el nombre de un hotel, porque nadie creía que Joyce ignoraba el paradero de Harry.
Raylan dio por hecho que no habían encontrado nada importante, porque si no aquel muchacho, puro músculo y sin cerebro, no estaría fuera esperándole. Abrió las persianas y observó desde el segundo piso, por encima del magnolio, el Fiat rojo estacionado en la calle. El magnolio le sorprendió. Más allá del coche rojo estaban las palmeras, y el paseo a lo largo de la playa: una vista mucho mejor que la que se divisaba desde su habitación en el Liguria. Guardaría las cosas de la mujer junto con las suyas hasta que arreglara este asunto. Lo que significaba que tendría que hacerle las maletas.
Esa actividad le produjo una sensación extraña: tocar sus ropas, la ropa interior, los sostenes. Lo dobló y lo colocó todo lo mejor posible en las maletas de náilon; ninguna de esas prendas le recordaban a las de Winona, todas eran de una talla más pequeña. Descubrió que era imposible tocar las cosas de una mujer, incluso los pantalones, jerseys y vaqueros sin pensar en ella y preguntarse cómo sería en realidad. También había camisetas estampadas con escenas de Florida. Estaba seguro de que ella, dondequiera que estuviese, echaba de menos sus prendas. Recordó a Joyce sentada en el café, con los hombros encorvados en el chaquetón marinero. Había demostrado coraje al venir aquí para unirse al tipo que se había saltado la fianza. Se preguntó si ella amaba a Harry o si simplemente estaba acostumbrada a él. En el cuarto de baño recogió unos rulos para el pelo y todo tipo de potingues de belleza que metió en una pequeña bolsa de plástico. Después lo guardó todo dentro del neceser. Deseaba poder decirle a Joyce, una vez que encontrara a Harry (esto era lo primero): «¡Ah!, le he traído sus cosas», así Joyce sabría que había pensado en ella mientras ocurría todo esto. ¿Le parecería bien?
Raylan dejó la llave en recepción. No le importó pagar la cuenta de Joyce con su propia tarjeta de crédito. Ella insistiría en devolverle el dinero y él le diría que no se preocupara. O alguna cosa parecida. Otra escena que podía repetir en su imaginación esperando que ocurriera.
Le vieron salir del Astoria con las maletas en las manos y una bolsa colgada del hombro.
– Ahora mismo sería un buen momento, ¿no te parece? -comentó Fabrizio.
En Bay Ridge, Brooklyn, recordaban a Fabrizio como el «asesino de señoras». De las cinco personas que había matado durante su gira por Estados Unidos, cuatro eran mujeres. A una la mató sentada en el coche con su marido, que era el objetivo, y a las otras tres en una tintorería cuando la bomba atravesó el escaparate y explotó.