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Robert Gee estaba sentado en el suelo con las piernas extendidas y la espalda apoyada contra la pared de cemento.

– ¿Te han tocado?

– Ni siquiera me han mirado.

– ¿Te preguntaron alguna cosa?

– Nada.

– ¿Dónde te cogieron, en la carretera?

– No conseguí subir al coche.

– Te trajeron aquí… ¿Te han dado de comer?

– Un plato de pasta. No estaba mal.

– ¿Te han dejado salir para ir al baño?

– Tengo el mío propio. Es aquella puerta.

– ¿No hay nadie más por aquí? ¿Otras personas?

– No he visto a nadie más.

– ¿Cuál es su juego?

– Tío, eso es lo que quisiera saber.

– Pensaba que te habían preguntado y les habías contestado.

– Lo hubiera hecho.

– Lo sé, y no te hubiera culpado.

– Pero ni siquiera me dieron la oportunidad. ¿Lo entiendes? Incluso se lo pregunté al tipo. «Eh, ¿no quiere preguntarme nada?» Por si acaso querían pegarme primero y después preguntar. Le dije: «Oiga, no necesita ponerse duro conmigo, no me arranque las uñas, le diré cualquier cosa que quiera saber.» Intentaba explicarle que esto no es asunto mío. El tipo se fue. Esto pasó cuando me tenían arriba. Sólo le vi unos momentos, y después se fue. Tenía pinta de fanfarrón, un traje elegante, pero anticuado.

– Ése es el Zip. Tommy Bucks. El otro con la chaqueta de cuero es Nicky, hablé con él por teléfono. Dijo que sabía que yo iba a llamar o a ponerme en contacto con ellos. Pero pienso que fue el Zip el que lo sabía, o tenía una corazonada. Verás, Nicky es de esos tipos a los que les gusta presumir, o decir lo que dijo otra persona y hacer ver que fue idea suya. Sé que no pinta nada en este asunto. El Zip es el que decide.

– Y sabía que tú vendrías.

– O se lo imaginaba.

– El tipo lo sabía.

– Caray, si tú no regresabas…

– Tú me habrías buscado.

– Iba a decir que habría buscado la manera de ponerme en contacto contigo.

– Y él lo sabía, eso es lo que estoy diciendo. ¿Y todo esto, qué te hace pensar?

– Si es verdad, pienso que me hará a mí la pregunta -contestó Raylan-, y no a ti. Quiere que sea yo quien le diga dónde está Harry. Es como algo personal entre nosotros.

– ¿Y se lo dirás? -preguntó Robert Gee.

Raylan se levantó cuando ellos entraron, no como una deferencia, sino para que el Zip y Nicky no estuvieran por encima de él. Alguien cerró la puerta desde fuera en cuanto entraron. Robert Gee permaneció sentado hasta que el Zip le miró y dijo:

– Levántate.

Robert se tomó su tiempo; Raylan le oyó gemir mientras se levantaba, entumecido por haber estado sentado en el suelo.

– Vigílalo -le ordenó el Zip a Nicky antes de mirar a Raylan-. Te esperaba. Sabía que en cuanto dedujeras que tenía a este tipo, aparecerías para hacer un trato, devolverme a Benno y a Marco. ¿Dónde están?

– Encerrados en un garaje.

– ¿Sí? ¿En el mismo lugar que Harry?

– Sí, en su casa.

– ¿Y Harry sigue allí?

– Se marchó.

– ¿De veras? ¿A dónde fue?

– A su tierra.

El Zip continuó mirándole.

Raylan oyó que Nicky decía, «Déjamelo a mí». Le miró y vio que Nicky sostenía un arma, una automática.

– Venga -añadió Nicky-, sólo él y yo aquí dentro.

El Zip levantó una mano para acallar a Nicky sin mirarle. Le preguntó a Raylan:

– ¿Cuándo se marchó Harry a su país?

– Mientras tú hacías el imbécil esperando a Raylan -intervino Robert Gee-. Podías habérmelo preguntado a mí. Tío, te lo hubiera dicho en el acto. Pero tú querías esperar y preguntárselo a él. Bueno, pues lo conseguiste, ya te lo está diciendo.

Robert Gee se divertía.

El rostro del Zip, mientras le escuchaba, parecía de piedra. No apartó la mirada de Raylan. Cuando se produjo un silencio dijo:

– Harry salió contigo.

Raylan no abrió la boca.

– De eso no hace mucho. Has venido aquí en el coche del tipo que pusimos en la autopista. Pero nadie ha visto el coche de Harry ni el tuyo. Así que has bajado en el coche de Benno, ¿no? Ése es el que conduce Harry. Sí, eso les da ventaja, pero no mucha. ¿A dónde va?

Raylan no contestó.

– ¿Va a Génova con aquella mujer?

Se miraron el uno al otro.

– O a Milán. O al sur, ¿a Roma?

– ¿Qué te parece Turín? -dijo Raylan-. ¿O quizá Boloña?

La cara de piedra le miró.

– Vale, dímelo -insistió el Zip.

– No lo sé -contestó Raylan.

– Apunta al negro -ordenó el Zip a Nicky.

– Ya le apunto -replicó Nicky.

– ¿A dónde ha ido? -preguntó el Zip-. Dímelo, o en tres segundos este tipo está muerto.

– Eh, para el carro. Yo no estoy metido en esto -exclamó Robert.

– Se marchó a Génova -respondió Raylan-. Ya no le pillarás.

– No te creo. ¿A dónde ha ido?

– A Génova, lo quieras creer o no.

– Mátale -le dijo el Zip a Nicky.

– ¿Qué? -preguntó Nicky, frunciendo el entrecejo.

– ¡Es verdad! -afirmó Raylan.

El Zip se metió una mano en el interior de la chaqueta.

– Te he dicho que lo mates. Hazlo.

Sacó la mano empuñando una Beretta, una automática idéntica a la que Raylan tenía en su casa. Le apuntó a la cara y no la apartó. Raylan oyó que Robert decía:

– No tengo nada que ver con esto, tío. No es asunto mío.

El Zip miró a Raylan mientras le decía a Nicky:

– ¿Vas a matarle o no?

– ¡Joder! ¿Aquí mismo?

– Aquí mismo, ahora mismo -dijo el Zip. Movió la Beretta de Raylan hacia Robert Gee y disparó y volvió a disparar, para después apuntar otra vez a la cara de Raylan antes de que éste pudiera moverse; el eco de los disparos resonaba en la habitación de cemento.

La cara de piedra le miró desde detrás del arma.

– ¿A dónde ha ido? -preguntó el Zip.

– A Génova -contestó Raylan.

23

Buck Torres escuchaba a Harry contarle cómo de un día para otro el Zip tenía más gente trabajando para él en Rapallo de las que nunca tuvo aquí, mafiosos auténticos.

– Como si el Zip y esos tipos fueran los artistas principales, y los monos de Jimmy Cap los comparsas. Me refiero a que no hay comparación.

Harry intentaba volver a ser él mismo otra vez, la autoridad, en sus habitaciones del tercer piso de Della Robbia, pero sin dejar de acercarse a la ventana para mirar hacia la calle mientras hacía sus observaciones.

– Comprendí que era el momento de largarse, así que nos fuimos. ¿Quieres saber la verdad? Pensaba irme de todos modos.

– ¿Qué me dices de Raylan Givens? -preguntó Torres.

– Sí, él estaba allí.

– Quiero decir, ¿no te ayudó?

– ¿A mí personalmente? Estaba emperrado en ayudar a Robert. Yo le dije: «¿Está loco? Robert no necesita que le ayuden. A estas horas ya les habrá dicho todo lo que sabe de mí, hasta lo que tomé de desayuno, y estará libre.» Raylan y Joyce querían saber dónde estaba, como si fuera a volver a la villa después de haberme vendido.

– ¿Esperabas que mantuviera la boca cerrada? -comentó Torres-. ¿Que muriera por ti?

– Él sabía cómo estaban las cosas, quiénes eran esos tipos. Si pago, lo menos que espero es un poco de lealtad.

Torres hizo como que no oía ese comentario.

– Así que Raylan te llevó hasta la… ¿cómo has dicho, autostrada?

– Sí, la autopista, y nos largamos. Pensé que nos seguiría, a más tardar al día siguiente.

– ¿No quedaste de acuerdo con él para poneros en contacto?