– Pero si Nicky hubiese matado a Robert cuando él se lo dijo… -opinó Joyce.
– Entonces hubiese sido otra cosa.
– ¿Y te dejaron marchar sin más?
– Pienso que el Zip quería demostrarme que tenía poder sobre mí, que podía matar a un hombre delante de mis narices y dejarme ir, y yo no podía hacer nada al respecto. Salieron del cuarto. Yo no sabía qué iba a pasar. Examiné a Robert, no tenía pulso. Recorrí el vestíbulo llamando a todas las puertas, pero nadie abrió. Hasta que salí a la calle no estuve seguro de que me habían dejado ir.
Fui a una comisaría, me identifiqué, y les dije que habían matado a un hombre. Tardaron una hora en decidir que quizá no mentía, pero entonces llamaron a Washington, D.C., para pedir una confirmación. Así que cuando volvimos al edificio, los tipos del Zip seguían por allí, pero el cadáver de Robert, tal como yo suponía, ya no estaba. Le dije a la policía que no se preocuparan, que arreglaríamos el asunto cuando regresáramos a casa.
– Pero no puedes acusarle aquí de ello -señaló Joyce, sorprendida.
– No, no puedo.
Ella le miró por unos momentos.
– No te conozco, ¿verdad?
¿Qué le podía contar? Se pusieron cómodos, prepararon unas copas, encendieron una lámpara.
– Crecí en los campos de carbón -dijo Raylan-, mascaba tabaco cuando tenía doce años. Fui al instituto Evarts, jugaba a fútbol, nuestro gran rival era el Harlan Green Dragons. ¿Qué más quieres saber? Trabajé en las galerías, en las minas salvajes, las abandonadas, donde te metes a rascar el carbón que pueda quedar, y en las de cielo abierto. En las explotaciones a cielo abierto -le explicó Raylan-, se corta la cumbre de una colina para extraer el carbón, de modo que todo el terreno queda arrasado. Mi madre se puso firme, no me dejó trabajar más con esa gente. Veamos, formé parte de los piquetes durante un año cuando hicimos la huelga en Duke Power. Aprendí lo que eran los matones de la compañía. Durante aquella época, mi padre murió de silicosis e hipertensión. Mi madre dijo: «Se acabó.» A su hermano le mataron durante una huelga. Cogimos las cosas y nos fuimos a Detroit, Michigan. Entré en la universidad de Wayne, me gradué e ingresé en la oficina del sheriff. ¿Qué más quieres saber?
– Dos chicos. Al primero le quería poner Hank y al segundo George, por Hank Williams y George Jones, mis cantantes favoritos. Estuvimos de acuerdo en que si nacía niño, yo elegiría el nombre, y si era niña, entonces le tocaba a Winona. Pero cuando nacieron los niños, Winona se salió con la suya, como siempre, y les llamó Ricky y Randy. En casa, yo iba a la misma iglesia en la que George Jones aprendió a cantar. La Asamblea de Dios. Me refiero a que era la misma congregación. Su iglesia estaba en el este de Tejas, y la mía en el este de Kentucky. Winona, si nacía niña, iba a llamarla Piper, Tammy, o Loretta. Su canción favorita era una que cantaba Loretta Lynn: Don’t Come Home From Drinkin’ With Lovin’ On Your Mind. (No vengas a casa después de beber pensando en hacer el amor.) No sé por qué, fue algo que nunca hice.
– ¿Sabes qué pasa cuando escuchas una canción country al revés? Recuperas la novia y el camión, no vuelves a estar borracho y el perro resucita -dijo Joyce-. Nací en Nashville.
Él quiso saber por qué no se lo había dicho y le preguntó si alguna vez había estado en el Ryman Auditorium o en el Tootsie’s Orchid Lounge. Era importante para él. Joyce lamentó decirle que se habían mudado cuando ella tenía dos años: primero a Dallas, después a Oklahoma City, posteriormente a Little Rock y por último aquí. Dijo que su padre vendía coches, de toda clase, y bebía; su madre fumaba y jugaba a las cartas. Los dos habían muerto.
Raylan le preguntó si era religiosa. Joyce contestó que hasta el momento le iba bien y no había sentido la necesidad.
– ¿Vamos a contárnoslo todo la primera vez que nos sentamos sin tener que mirar por la ventana esperando a que ocurra algo terrible? -preguntó Joyce-. Supongo que en el fondo seguimos esperando, pero nos tomamos un respiro para decirnos cosas ¿no es así? Intentamos recuperar el tiempo perdido. ¿Quieres saber cuál es mi color favorito? ¿Las verduras que odio? No como tomates estofados. Me gusta la música rock que no sea heavy metal. El momento culminante de mi vida ocurrió hace casi veinticinco años: fui a Woodstock. Estuve allí con toda aquella gente bajo la lluvia, el barro, sin nada que comer, y en aquel momento no me pareció muy divertido. Me casé una vez, ya lo sabes. Patton es mi apellido de soltera, nunca renuncié a él. Fui tres años a la universidad de Miami, me licencié en psicología, y trabajé tres años de stripteaser en locales de Miami, pero en ningún tugurio. Nunca me quité el tanga, ni actué en fiestas privadas, ni consumí drogas o me quedé preñada o tuve un aborto. ¿Qué más quieres saber?
Reinó el silencio hasta que Raylan preguntó:
– ¿Por qué estás enfadada? -Le tocó el rostro, apoyando la palma de la mano con mucha suavidad sobre su mejilla.
– ¿Has oído eso? -preguntó Harry.
– Desde luego -contestó Joyce-. Me has roto el tímpano.
– Se me cayó el maldito teléfono.
– ¿Estás bien?
– ¿Si estoy bien?
– No es una pregunta difícil de contestar, Harry.
– ¿Te refieres aparte de estar encerrado aquí, sin saber lo que puede pasarme o cuándo? Sí, fenomenal. ¿Cómo te va a ti?
– Estoy preocupada por ti.
– No me digas. Torres dijo que estabas preocupada por Raylan, pero no sabía si estabas preocupada por mí o no.
– Ya tratamos ese tema la última vez que hablamos.
– ¿Lo hicimos? Ven a casa y hazme compañía, disipa mis aprensiones.
– Harry, has vuelto a la bebida. Eso es lo que me preocupa. Estás otra vez como al principio.
– Ven a verme y no beberé más.
– Actúas como un niño.
– Ven y creceré, lo verás con tus propios ojos. Comienzo a sentirme cachondo.
– No iré, Harry.
– ¿Por qué no?
– Estoy en la cama.
– Son sólo… ni siquiera son las diez.
– Estoy cansada. ¿Por qué no hablamos mañana?
– Raylan ha vuelto -dijo Harry. Hizo una pausa y Joyce permaneció en silencio-. Pensé que te interesaría saberlo. Me llamó Torres, preguntó en Inmigración en el aeropuerto. Así se enteró del regreso del Zip. Le dijeron que Raylan Givens llegó a las seis en un vuelo de British Airways. Así que lo consiguió. Lo sabía; me buscan a mí, no a él. -Harry hizo otra pausa-. Me dio su número cuando me custodiaba. Dijo que si tenía la más mínima sospecha de que algo iba mal, le llamara. Incluso si había otro federal en el vestíbulo. Me pareció extraño.
– Harry, hablaremos mañana, ¿vale?
– Tú no sabes nada de él, ¿verdad?
– ¿De Raylan? -replicó Joyce, acostada de espaldas mirando al techo.
– Le hice caso, regresé a casa y ¿cómo estoy? Peor que antes -protestó Harry-. No tendría que haber dejado que me convenciera.
– No lo hizo. No tenías elección.
– Podría haber ido a otra parte. A África, a la Riviera francesa, a París.
– Harry, te llamaré mañana.
– ¿Lo prometes? ¿A qué hora?
– No lo sé, por la mañana. Buenas noches, Harry. -Joyce colgó el auricular y se volvió para mirar a Raylan que la observaba con la cabeza apoyada en la almohada.
– ¿Por qué no le dije que estabas aquí?