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Harry masticó un bocado. No parecía preocupado.

– Si le telefonea al hotel y él entra para atender la llamada -añadió Raylan, imaginando la escena desde el otro lado de la calle-, puede llamar a cualquiera desde ahí dentro y decirle a sus hombres, o al pistolero, a dónde debe ir. Así que no puede llamarle. Hay que hacerlo de otro modo.

– Enviar a alguien -sugirió Joyce.

– Sí, con un mensaje para el Zip. -Raylan pensó por un momento. Joyce le miraba a él y a Harry que continuaba con su cena, distraído.

– Utilice a uno de los botones de Cardozo. Déle cinco pavos para que cruce la calle. No tardará más de dos minutos. En cuanto entregue el recado -dijo Raylan, imaginando otra vez la escena-, si el Zip entra en el hotel, desde donde puede hacer una llamada, entonces se cancela la cita. Usted regresa a casa en el acto.

– ¿Yo estoy en Cardozo? -preguntó Harry.

– Así es.

– Caray, si él está en el Esther, ¿cómo voy a saber si entra en el hotel?

– Yo se lo diré.

– ¿Sí? ¿Y a usted quién le invitó? Yo no.

– Le dije al Zip que nos veríamos. Alrededor de las dos y cuarto.

Harry les dejó para ir al baño. Raylan dijo:

– Sigue tan agrio como siempre, ¿no?

– Es tu culpa -respondió Joyce-. O la mía por hablarle bien de ti esta tarde. Noté cómo se cerraba.

– ¿Le hablaste de Robert?

– Dijo que fue una lástima.

– ¿Qué le pasa?

– No le gusta equivocarse. Escucha, ¿por qué no te marchas en seguida? Él espera que me quede a pasar la noche, así que debo explicarle qué pasa. Tú y yo… ¿qué?, ¿salimos juntos?

– Lo que tú quieras. Supongo que eso le destrozará, ¿no?

– Primero se negará a creerlo. Después se mostrará herido, lo utilizará como una excusa para beber. Lo utilizará para lo que sea. Es capaz de volver a fumar. Espérame abajo, ¿vale? ¿En el parque?

Eso fue lo que él hizo; se sentó en el muro de piedra que separaba Lummus Park de la playa y contempló el tráfico del sábado por la noche en Ocean Drive: los coches casi se tocaban en los dos carriles. Había leído que las estrellas de cine tenían apartamentos aquí, pero no había visto a ninguna. En cambio había muchos homosexuales, todos chicos bien vestidos con el pelo corto. Raylan no tenía nada en contra de los homosexuales: ni siquiera recordaba haber conocido alguno. Tanto ellos como otras personas que había por aquí vestían prendas que Raylan nunca había visto en las tiendas. ¿Dónde compraban la ropa? Alguien vestido normal, como aquel que venía por el paseo con un traje corriente, era como de otro planeta… caray, o de la delegación del FBI en Miami. El hombre que se acercaba con ese traje, la camisa deportiva con el cuello abierto, las manos en los bolsillos y con aspecto de despistado, era el agente especial McCormick. Éste miró en su dirección. Raylan no se movió. McCormick volvió a mirarle, sin dar muestras de reconocerle. Ya casi le había dejado atrás, cuando se detuvo.

– Me pareció que era usted. Creo que hace tiempo que no le veía.

– Me tomé unas vacaciones.

– ¿Cómo dijo que se llama?

Raylan se levantó mientras se lo decía.

– Exacto, el tipo del sombrero vaquero.

– Del oeste, sí.

– Quizá no esté enterado, pero hemos archivado la investigación de Capotorto. Resultó ser que Jimmy no es nadie importante. Se le puede llevar ante un gran jurado, pero, ¿para qué? Bueno -dijo despidiéndose-, voy a tomar una copa con uno de mis soplones favoritos. Pía sido un placer, Raymond.

Joyce apareció cuando McCormick se marchaba.

– ¿Quién es ése?

– Un tipo.

– Parece solitario.

– No me extrañaría.

– Tienes que ir con ojo por aquí -dijo Joyce-, nunca se sabe con quién estás hablando. -Ella le cogió del brazo y le dio un apretón-. No te preocupes. Cuidaré de ti.

27

Nicky dijo después que si Jimmy no hubiese estado en mitad del desayuno, se hubiera levantado y le hubiera dado de hostias a Gloria por hablarle de esa manera.

Eran las once y media, Jimmy consumía su desayuno dominical consistente en huevos fritos poco hechos con tortitas, beicon, y bollos con jalea de manzana. Gloria tomaba una Coca Cola con la tostada. Nicky les servía, porque el cubano que se encargaba de hacerlo descansaba los domingos. El cocinero también se había marchado después de preparar el desayuno. Esto fue lo que ocurrió:

– Hoy iremos al Butterfly World -le dijo Jimmy.

– Caray, me chifla pero no puedo -contestó Gloria.

– ¿No? ¿Tienes que ir otra vez a ver a tu madre? -preguntó Jimmy.

Gloria, por el tono, adivinó por dónde iban los tiros.

– Ayer fui a ver a mi madre -afirmó, anticipándose a él-. En el camino de vuelta pasé por South Beach, a ver si había algo nuevo. Ahí siempre hay muchos cambios. Tommy me vio. Yo estaba metida en un atasco y me preguntó si quería acompañarle a tomar un té helado. Eso es todo.

– Coge la cafetera y échale el café caliente en la cabeza por mentirme -le ordenó Jimmy a Nicky.

– No te miento.

– Antes de irte le dijiste a Nicky que ibas a ver a Tommy.

– Le tomaba el pelo. ¿Por qué iba a ir a ver a Tommy?

– Es lo que te pregunto.

– Le vi por casualidad. O él me vio a mí. ¿Es culpa mía?

– Dices que le viste cuando regresabas de la casa de tu madre.

– Así es.

– Pero la casa de tu madre no queda por allí, ¿no es así, Nicky?

– Queda por allí si vuelves por MacArthur, South Beach está allí mismo, pasas por el medio. Como tú no conduces, no te orientas bien.

– No conduzco -replicó Jimmy con la boca llena-, pero tengo muy claro cuando alguien me quiere liar. Iremos al Butterfly World.

– ¿Me llevarás a ver las mariposas cuando mi madre agoniza de cáncer y quizás ésta sea la última vez que la vea?

– O estás en el coche cuando salgamos, o te vas a la puta calle. Ya buscaré quien te reemplace.

– No lo dirás en serio, ¿verdad?

– Ponme a prueba -dijo Jimmy, con la barbilla sucia de jalea.

Acabó el desayuno y salió del comedor. Gloria permaneció sentada hojeando el Tropic, la revista dominical del Herald, mientras Nicky quitaba la mesa. Él le preguntó qué pensaba hacer y la muchacha le respondió sin levantar la cabeza:

– ¿Dónde estabas? ¿No escuchaste lo que le dije?

– Sí, pero te echará a la calle.

– ¿Piensas que dejaré plantado al Zip para ir a ver un montón de mariposas de mierda?

– Se lo hubieras podido decir a Jimmy.

– El Zip no quiere que Jimmy lo sepa hasta después: así que no se lo digas. Mira las mariposas y mantén la boca cerrada.

– Nunca he estado allí.

– Pasas entre lo que parecen selvas en cajas de cristal, escenarios naturales, llenos de toda clase de mariposas. La favorita de Jimmy es una polilla gigante de unos quince centímetros de ancho que no tiene boca. Jimmy se queda embobado y pregunta: «¿Cómo coño es tan grande si no come?» Ves que está pensando: «Caray, no tiene boca.»

– ¿Y cómo se mantiene viva? -le preguntó Nicky.

– No lo hace. Sólo vive unos días.

– Mierda -exclamó Nicky-. No quiero ir a ver mariposas. Quiero ver lo que hace el Zip.

– Entonces dile a Jimmy que no puedes ir -contestó Gloria-. Invéntate una excusa. -Se encogió de hombros-. Dile que tienes un plan, que vas a cargarte al Zip.

Hoy llevaría el sombrero, así que se puso su traje azul oscuro -hacía juego con el marrón claro del Stetson-, sacó la Beretta de la funda, se metió la pistola en la cintura, bien apretada contra la barriga, y se abrochó la chaqueta. Funcionaría.

A las nueve menos cuarto, hora en que aún quedaban lugares para aparcar en Ocean Drive, detuvo el Jaguar enfrente del Esther y caminó hasta el apartamento de Joyce en Meridian. Hacía dos horas que se había marchado de allí para ir a su casa y vestirse para la ocasión. Joyce preparó gachas y bollos calientes para el desayuno, deseosa de complacerlo, y se sonrieron el uno al otro. Él había pensado en darle un papel a Joyce en este asunto, pero no quería decirle la hora límite, las dos y cuarto. Sin embargo, anoche, mientras se abrazaban en la cama, había cambiado de opinión.