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Ella deseaba quedarse, no tener que soportar a Harry, discutir con él. Había tantas cosas que quería decirle a Raylan. Joyce vaciló un momento y dijo lo primero que le pasó por la cabeza:

– Creo que Gloria se olvidó el bolso.

– Puedes estar segura de que sí -confirmó Raylan.

El Zip mantenía el bolso sujeto entre las piernas. Todo lo que tenía que hacer era inclinarse un poco, meter la mano en el bolso de paja, y sacar el arma envuelta en la toalla para disparar por debajo de la mesa. Gloria lo había hecho de maravilla: había empujado el bolso mientras se sentaba y él lo había atrapado de inmediato. Cargarse a Harry hubiese resultado facilísimo. Ya estaría hecho.

El vaquero era otra cosa. Te seguía el juego. Recordó que Nicky le había contado cómo el tipo había matado a Fabrizio en la montaña, y recordó el rostro de Fabrizio apoyado contra la ventanilla del coche con los ojos abiertos.

Sin embargo, esta vez parecía como si el tipo intentara echarse un farol al decirle a la mujer que los dejara solos durante siete minutos. Eso era pura palabrería. El tipo era un poli, ¿no? Un federal. Necesitaban autorizaciones y papeles legales antes de hacer algo. Toda esa mierda legal. Quería decirle: «Tengo una noticia para ti: no me voy a ninguna parte.» O mejor no le diría nada. Esperaría a ver sus cartas.

– Tienes cinco minutos.

– ¿De qué coño hablas?

– Cinco minutos -dijo Raylan.

Producía una sensación extraña ver a Jimmy Cap desnudo de espaldas, tenía el culo de tamaño normal a pesar de ser tan grande y gordo. Jimmy se cepillaba los dientes, inmerso en el resplandor rosa del baño. Nicky seguía en la puerta del dormitorio.

– No sé para qué me necesitas si lo único que harás es ir a ver mariposas.

– Tienen una polilla, un monstruo enorme que no tiene boca.

– Ya lo sé.

– No puede comer.

– Me refiero a que si Jack conduce el coche te puede acompañar.

– Conducirás tú. Jack tiene el día libre.

Nicky cruzó el dormitorio hacia el resplandor rosa repitiendo las palabras de Jimmy: le había dado a Jack el día libre. En su voz había un tono de asombro.

– Me lo pidió la semana pasada -añadió Jimmy.

– Puedes cambiar de idea. -Nicky llegó a la puerta del baño-. ¿Lo que quiero hacer no te parece más importante? Caray, matar a un tipo por ti. Tengo el arma (la Targa, todavía en su mano), el momento perfecto para hacerlo, ¿y tú le das el día libre a él y no a mí?

Jimmy comenzó a afeitarse.

– Tienen un insectario lleno de bichos increíbles. Saltamontes grandes como pájaros. Insectos palo de treinta centímetros de largo. Tienen esa mierda de escarabajos con cuernos…

Nicky le disparó en la nuca. No se dijo a sí mismo: «Mataré a este hijo de puta.» No tuvo que pensar. Apuntó la Targa a la cabeza de Jimmy, vio a Jimmy con la maquinilla de afeitar, mirándole por el espejo, y después, con el ruido, dejó de verle. El espejo se tiñó de rojo y voló hecho añicos, todo al mismo tiempo.

Ahora se miraban a los ojos, separados por el ancho de la mesa. Se acercó un camarero que le preguntó al Zip si quería otro té helado. El Zip negó con la cabeza. El camarero le preguntó a Raylan si quería algo.

– Espere tres minutos y vuelva -contestó Raylan, sin desviar la mirada.

– No has mirado el reloj -dijo el Zip-. ¿Cómo sabes que faltan tres minutos?

– Lo calculo a ojo. Ahora quedan dos minutos.

– ¡No lo sabes!

– ¿Por qué te molesta?

– No tienes permiso para lo que haces, necesitas una autorización.

– Un agente de la ley le dice a un indeseable como tú que salga de la ciudad. Se hace continuamente. Si no te quieres ir, entonces jugamos según tus reglas.

– No tengo reglas.

– A eso me refiero. Tienes un minuto.

– Acabas de decir dos.

– El tiempo vuela, ¿no? Decídete.

– Estás loco, ¿lo sabías?

– Levántate y vete, se acabó. Le diré a Jimmy Cap que abandonas el negocio.

– No voy a ninguna parte.

– Todavía te quedan treinta segundos.

– O insistes con el farol o estás majara. Ningún poli, que yo sepa, hace estas cosas.

– Veinte segundos.

– Harry te lo dijo. No voy armado.

– Busca en el bolso.

– Venga, corta el rollo. ¿Quieres que deje a Harry en paz? Vale, no me importa. No significa nada para mí.

– Tampoco para mí -replicó Raylan-. Diez segundos.

El Zip no dijo nada. Asintió, tomándose su tiempo. Cuando habló, su tono era diferente, más suave.

– Vale -dijo, cara a cara con Raylan al otro lado de la mesa-. Vas a tener lo que quieres.

Joyce lo vio.

Ella estaba unos pasos detrás de Harry, que salía del bar hacia el vestíbulo; se iba porque el barman llevaba horas ocupado con unos cócteles para las señoras. ¿Acaso no tenía tiempo para abrir una cerveza? ¿Ni para un cliente habitual? Harry, achispado, dijo:

– A tomar por el culo -y se dirigió a aquella mesa donde nadie había invitado a Raylan y en la que había una cerveza-. No le necesito. ¿De qué me sirve un paleto? -y salió del bar.

Joyce le siguió dispuesta a cogerle del brazo para evitar que se acercara a la mesa.

Vio al Zip de frente, y a Raylan más de perfil, su lado izquierdo.

En el momento en que alcanzaba a Harry vio al Zip sacar algo rojo de debajo de la mesa. ¿Una toalla? Eso parecía. Ahora él levantó la otra mano y Harry se paró en seco. Gritó:

– ¡Tiene un arma! -Joyce chilló con fuerza, pero no como un aviso sino como una expresión de sorpresa.

Joyce vio el metal oscuro, una automática. Y vio un arma idéntica en la mano de Raylan que ya apuntaba al Zip, la culata apoyada en la mesa. Joyce alcanzó a preguntarse a quién se refería Harry al decir: «¡Tiene un arma!» Lo siguiente transcurrió en sólo tres segundos.

Raylan disparó.

Trozos de cristal y porcelana volaron por los aires y el Zip se encorvó con el estampido, lanzado contra la silla. Tuvo que levantar el arma para apoyar el cañón sobre el borde de la mesa.

Raylan disparó otra vez.

El impacto hizo que el Zip disparara contra la mesa, y otra nube de cristales y porcelana voló por los aires.

Raylan volvió a disparar y esta vez esperó, la culata de la pistola apoyada en la mesa.

El Zip le miró, le observó con los ojos desorbitados antes de encorvar los hombros y apoyar la cabeza en la mesa.

Joyce fue consciente de que se apagaban los sonidos y se hacía un silencio. Luego sonaron voces en el exterior, en la galería del hotel. Raylan había vuelto la cabeza y la observaba con una expresión solemne por debajo del ala del sombrero. Le vio dejar el arma sobre la mesa antes de levantarse y venir hacia ella.

28

– No lo entiendo -le dijo Harry a Torres-. Hablamos de una mujer joven que no tiene un pelo de tonta, que sabe cómo son las cosas. De lo contrario, yo no hubiera salido con ella todos estos años.

– Es inteligente. Sabe lo que hace -señaló Torres y mordió su bocadillo de pastrami.

Estaban en Wolfie’s. Harry tenía delante un bol de gelatina de fresa.

– Entonces, ¿por qué se fue con el Llanero Solitario, un tipo con el que no tiene absolutamente nada en común?

– Tienen más o menos la misma edad -comentó Torres.

– ¿Y qué? No van a criar una familia. Ella solía hablar de su reloj biológico. Me parece que le dejó de funcionar hace tiempo. Raylan tiene dos chicos, irán a verlos cuando pasen por Brunswick, Georgia: Ricky y Randy, los nombres de dos estrellas de música country. Le dije a Joyce: «¿Qué significa para ti toda esa mierda? Si a ti no te va, lo que te gusta es Frank Sinatra, Count Basie.» Ella me contestó: «Sí, pero nací en Nashville, no lo olvides.» Dijo que ahora comenzaba a descubrir esa otra faceta suya, como si fuese una paleta en potencia, y que él la llevará a su casa por Navidad. Yo pensé: «Condado de Harlan, Kentucky, ¡caray, pasarán la Navidad en una mina de carbón!» No, es Detroit, donde se mudaron todos desde Kentucky. Le salvo la vida a ese tipo y él se lleva a mi novia a Detroit para que conozca a su madre.