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Supongo que su práctica del sueño lúcido habrá pasado por distintas fases…

Comencé dirigiendo un juego. Me decía: «Quiero ver pasar elefantes en África». Y a los pocos segundos estaba en África, viendo pasar una manada de elefantes. Podía cambiar de decorado, desear ir al Polo Sur y luego ver miles de pingüinos… Esto me producía tanta felicidad que acababa por despertarme. Después he experimentado todo tipo de vivencias sobre mí mismo. Una vez quise saber qué era morir: me arrojé desde lo alto de un edificio y me estrellé contra el suelo. Inmediatamente, me encontré vivo en otro cuerpo, entre la multitud que miraba el cadáver del suicida. Así descubrí que el cerebro desconoce la muerte. Otra vez decidí dejarme poseer por un dios mítico.

¿Tuvo un orgasmo femenino?

La experiencia de esta penetración fue más completa que la de una relación sexual corriente. No olvides que yo trabajaba con imágenes oníricas que sobrepasan los límites de la realidad. Para que entiendas mejor mi práctica te puedo leer el sueño tal como lo anoté detalladamente en mi cuaderno, con fecha 9 de abril de 1978: «Estoy en un dormitorio, tendido en el suelo entre dos camas gemelas. Tengo la espalda apoyada en la pared. Delante de mis pies aparece un imbunche…».

¿Un imbunche?

Sí, te lo explico: la tarde anterior al sueño yo había estado en un café con un exiliado chileno al que pregunté sobre el folklore mapuche. Él me contó que, según la leyenda, los brujos de Chiloé robaban niños y los mutilaban para que, convertidos en monstruos, les sirvieran de ayudantes con el nombre de «imbunches». Continúo: «… un enano ciego, desnudo, con piel de pollo desplumado, pico de pájaro, muñones que hacen las veces de brazos, el torso contrahecho y las piernas arqueadas: una especie de feto grande, tan horrible como inquietante. Y entonces pienso: "Es un dios con el que tengo que entrar en relación. Su fealdad debe engendrar algo en mi espíritu". Ahora sé que estoy soñando y que tengo el poder de orientar mi sueño. Decido trabajar en ese monstruo con el objeto de transformarlo en divinidad positiva. Y lo consigo. El imbunche adquiere buena estatura, facciones regulares y se convierte en un ser bellísimo, indescriptible, como una estatua viva. Salgo de entre las camas y me tiendo boca arriba en el centro de la habitación. Sé que debo ser inseminado por el dios. Busco mi feminidad y por eso levanto mis piernas. Un tubo transparente, de unos cuarenta centímetros de largo, sale de entre las piernas del dios. Decido entregarme sin resistencia para que él me introduzca el tubo entre el sexo y el ano, ese lugar del perineo que el tantra llama chakra muladhara. Sé que no tengo vagina, y no pretendo experimentar una penetración anal. El dios se arrodilla entre mis piernas abiertas y empieza a penetrarme. Su órgano sube por mi columna vertebral hasta que lo siento entrar en mi cerebro. Mi conciencia estalla».

Impresionante…

Si llamas «orgasmo -femenino» a esta explosión cataclísmica, entonces sí, Gilles, lo he experimentado, y fue una sensación maravillosa. Me sentí muy emocionado dejándome poseer por este dios creado a partir de mi propia monstruosidad. Después me dediqué a realizar deseos no alcanzados en el estado de vigilia, especialmente deseos sexuales, por supuesto. En sueños me entregué a orgías fantásticas con mujeres semihumanas, semipanteras. Permíteme leerte otra de las anotaciones que hice después de uno de estos sueños. Aunque quisiera insistir en un punto: antes de lograr el sueño lúcido, en el que yo controlaba las imágenes, tenía que vencer una serie de obstáculos que aparecían como otras tantas pruebas de iniciación. Sólo una vez superados merecería el derecho de ser dueño y señor de mis sueños. Este pasaje, extraído de mi cuaderno, muestra bien este aspecto del proceso: «Estoy en un mundo industrial, sin naturaleza, únicamente compuesto por inmuebles. Es una frontera. No tengo documentos de identidad. Tres soldados me impiden el paso. Salto la barrera y echo a correr, perseguido por los militares. Tras abrir las puertas de un garaje, me encuentro frente a un pozo de miles de kilómetros de profundidad. Al borde de este abismo, me doy cuenta de que estoy soñando. Los perseguidores han dejado de existir. Decido arrojarme al fondo, sabiendo ya que nada puede ocurrirme. Salto y caigo a gran velocidad. No siento miedo. Siento el deseo de detener la caída. La caída cesa. En la pared aparece una puerta. Entro, y ahora estoy en el pórtico de una catedral. Comprendo que tengo el poder mágico de hacer surgir ante mis ojos lo que yo quiera. Entonces siento el deseo de realizar una experiencia erótica. Creo tres mujeres-bestia, mitad panteras mitad hembras humanas, que están en cuclillas o a cuatro patas. Beso a una en la boca, y sus labios largos parecen ninfas de vulva. Pruebo a introducirles mi dedo índice en el sexo, bajo la cola. Poseo a una mientras las otras me arañan de modo agradable y trato de llegar al orgasmo. Pero inevitablemente dejo de estar lúcido, y el sueño me absorbe y, finalmente, se transforma en pesadilla. Despierto con palpitaciones…».

¿Dónde reside en estas experiencias la dimensión iniciática?

En la particularidad de que, en el momento en que empezaba a hacer el amor con esas mujeres animales, el deseo se apoderaba de mí, haciendo que perdiera la lucidez y el sueño escapara a mi control. Olvidaba que estaba soñando. Me pasaba lo mismo con la riqueza. Cuando me dejaba fascinar por el dinero, mi sueño dejaba de ser lúcido. Cada vez que trataba de satisfacer mis pasiones humanas, el guión me absorbía y perdía la lucidez. Fue un gran aprendizaje: comprendí finalmente que, en la vida como en el sueño, para permanecer lúcido es necesario distanciarse, no identificarse con la acción. Es un viejo principio espiritual que el sueño lúcido me hizo recordar. El deseo y el miedo son las dos caras de nuestra identificación, así lo afirman todas las tradiciones.

El sueño me enseñó también a actuar frente a mis temores. Hubo un tiempo en el que frecuentemente tenía la misma pesadilla: estaba en un desierto y desde el horizonte surgía, como una nube inmensa de negatividad, un ente psíquico decidido a destruirme. Me despertaba gritando y empapado en sudor… Un día me cansé y decidí ofrecerme en sacrificio al ente. En el apogeo del sueño, en un estado de terror lúcido, me dije: «De acuerdo, voy a dejar de querer despertarme. No tienes más que venir a destruirme». El ente se acercó y, de repente, desapareció. Desperté unos segundos y volví a dormirme plácidamente. Entonces comprendí que somos nosotros mismos quienes alimentamos nuestros terrores. Aquello que nos atemoriza pierde toda su fuerza en el momento en que dejamos de combatirlo. Es una de las enseñanzas clásicas del sueño lúcido. Varias veces he logrado controlar el miedo al tránsito final atravesando mi propia muerte.