Las mujeres nos amarran el uno al otro con vendas. Estoy ligado a ella por la cintura, los brazos, las piernas y el cuello. Este cadáver huesudo está incrustado en mí y yo estoy incrustado en ella. Parecemos dos siameses: como si fuéramos una sola persona. Lentamente, improvisamos una danza. Nos dejamos caer al suelo. Los movimientos no son ni los suyos ni los míos, sino los de ambos al mismo tiempo. Podemos controlarlos.
Las mujeres blancas y rosadas nos salpican con jarabes de menta, de casis y limón. El líquido viscoso, verde, rojo y amarillo nos recubre; mezclado con el polvo, forma una especie de barro.
Magma.
El telón comienza a bajar lentamente. Nuestros dos cuerpos se agarran el uno del otro, como dos columnas. Queremos levantarnos, caemos.
Se baja el telón.
(Todos los ingredientes empleados en el melodrama sacramental fueron lanzados al público: trajes, hachas, recipientes, animales, pan, piezas de automóvil, etc. Los asistentes se pelean como aves de rapiña las reliquias. No quedó nada.)
Me pregunto si lamento haberme perdido ese happening o si me felicito de haberme librado de él…
¡Espera, ahí no acaba la cosa! Mientras el público se disputaba las tortugas vivas, las vísceras, los bistecs, los cabellos, etcétera, volví a subir al escenario y me dirigí al público en los siguientes términos: «Generalmente uno paga caro su butaca en el teatro para recibir poco a cambio. Hoy la entrada fue gratuita, ustedes no pagaron nada pero recibieron mucho. Es medianoche. Para presentarles la última parte del poema, necesito un par de horas de preparación. Vayan a tomarse un café y vuelvan a las dos de la mañana».
Todo el mundo aplaudió y abandonó la sala. Dos horas más tarde, el teatro estaba nuevamente lleno. Entonces comencé el ceremonial que me había propuesto Alain-Yves Leyaouanc. Vestido con un traje de los años veinte, rasuré el pubis de su joven esposa al son de una música sagrada. Sobre su cuerpo, ella había pegado unos dominós. Era un acto muy emocionante, y el espíritu con que era realizado generaba inmediatamente una atmósfera religiosa. Había también una réplica del Pensador de Rodin en la cual hacíamos agujeros con un martillo. Chorros de tinta china salían de la cabeza del pensador, luego soltamos en la sala dos mil pajaritos. Al final del happening estaba tan limpio de mí mismo que los pájaros venían a posarse sobre mi cabeza sin que yo me percatara de ello.
¿Cuál era el sentido de esa manifestación pública?
Era como una ordenación, el sacrificio ritual de lo que durante tanto tiempo había conformado mi vida. Este happening, a la vez que pasó a la historia, cerró toda una etapa de mi vida. Salí agotado de él, exangüe, y pensé mucho en él. Veía siempre merodear a mi alrededor el espectro de la destrucción tenebrosa y sentía, más que nunca, que el teatro tenía que ir en el sentido de la luz. Sin embargo, me decía a mí mismo: «No olvides nunca que la flor de loto surge del cieno». Hay que explorar el fango, tocar la muerte y el barro para subir hacia los cielos límpidos. Desde ese momento, mi preocupación consistió en promover un teatro positivo, iluminador y liberador. Me di cuenta de que tenía que cambiar hacia una forma totalmente distinta y comencé a practicar el teatro-consejo: si alguien -cualquier persona- deseaba hacer teatro, yo le comunicaba la siguiente teoría: el teatro es una fuerza mágica, una experiencia personal e intransmisible. No pertenece a los actores, sino a todo el mundo. Basta con una decisión, un atisbo de resolución para que esa fuerza transforme la vida. Ya es hora de que el ser humano rompa con los reflejos condicionados, los círculos hipnóticos, las autoconcepciones erróneas. La literatura universal concede un lugar importante al tema del «doble» que, poco a poco, expulsa a un hombre de su propia vida, se apropia de sus lugares favoritos, de sus amistades, de su familia, de su trabajo, hasta transformarlo en un paria e incluso a veces asesinarlo, según algunas versiones de ese mito universal. En lo que a mí respecta, creo que somos el «doble» y no el original.
¿Quiere decir que nos identificamos con un personaje que no es sino una caricatura de nuestra identidad profunda?
Exactamente. Nuestra autoconcepción…
En otras palabras: la idea que nos hacemos de nosotros mismos…
Sí, nuestro ego -poco importa el nombre que le demos a ese factor de alienación- no es más que una copia pálida, una aproximación de nuestro ser esencial. Nos identificamos con ese doble tan irrisorio como ilusorio. Y de pronto aparece «el Original». El amo del lugar vuelve a tomar el sitio que le corresponde. En ese momento, el yo limitado se siente perseguido, en peligro de muerte, lo que es totalmente cierto. Porque el Original acabará por disolver el doble. En cuanto humanos identificados con nuestro doble, tenemos que comprender que el invasor no es sino uno mismo, nuestra naturaleza profunda. Nada nos pertenece, todo es del Original. Nuestra única posibilidad es que aparezca el Otro y nos elimine. No sufriremos de ese crimen, pero participaremos en él. Se trata de un sacrificio sagrado en el cual uno se entrega entero al amo, sin angustia…
¿En qué medida el teatro puede ayudar a una persona a volver al «Original»?, por usar la expresión que usted utiliza.
Puesto que vivimos encerrados en lo que yo llamo «nuestra autoconcepción», la idea que tenemos de nosotros mismos, ¿por qué no adoptar un punto de vista totalmente distinto? Por ejemplo, mañana tú serás Rimbaud. Te levantarás siendo Rimbaud, te cepillarás los dientes, te vestirás como él, pensarás como él, recorrerás la ciudad como él… Durante una semana, veinticuatro horas al día, y para ningún espectador salvo tú mismo, serás el poeta, actuando como otra persona con tus amigos y conocidos sin darles ninguna explicación. Lograrás ser un autor-actor-espectador, produciéndote, no en un teatro, sino en la vida.
Si entiendo bien, le explicaba esa teoría a sus consultantes y luego les fijaba un programa…
¡Efectivamente! Establecía un programa, un acto o una serie de actos para realizar en la vida en un tiempo dado: cinco horas, doce horas, veinticuatro horas… Un programa elaborado en función de su dificultad, destinado a romper el personaje con el cual se habían identificado para ayudarlos a restablecer los lazos con su naturaleza profunda. A un ateo, le hice adoptar durante semanas la personalidad de un santo. A una madre indiferente, le asigné el deber de imitar durante un siglo el amor maternal. A un juez, le di la tarea de disfrazarse de vagabundo para ir a mendigar frente a la terraza de un restaurante. De sus bolsillos, tenía que extraer puñados de ojos de cristal sacados de muñecas. Creaba de este modo un personaje destinado a implantarse en la vida cotidiana y a mejorarla. Es en ese estadio donde mi búsqueda teatral fue adquiriendo poco a poco una dimensión terapéutica. De director me transformé en consejero teatral, dándole instrucciones a las personas para tomar su lugar en cuanto personaje en la comedia de la existencia.
Confieso cierto escepticismo en cuanto a los efectos de esa terapia teatral, aunque la idea en sí sea muy interesante. ¿Cómo una madre indiferente podría decidir adoptar el personaje de una madre amante y, sobre todo, conseguirlo a lo largo de toda su existencia?
En primer lugar, no olvides que todos los consultantes sufrían de estar sometidos a su doble. Si se me acercaban, era precisamente porque se sentían mal en su función y presentían la naturaleza radicalmente distinta del Original en ellos. El proceso se fundaba, pues, en un deseo real de cambiar. La madre indiferente, por ejemplo, sufría de no poder transmitir mucho amor a su hijo. Por lo demás, creo en las virtudes de la imitación, en el buen sentido de la palabra. Un santo avanzará por la vía de la «imitación de Jesucristo». ¿Por qué un ateo harto de su incredulidad no podría comenzar a imitar a un santo?
¿Por qué no?, efectivamente. Ahora bien, toda imitación de ese tipo -que equivale a lo que se denomina una ascesis o práctica espiritual- realmente no es tan fácil de llevar a cabo día a día…
De acuerdo. Pero si la madre fuera un poco menos indiferente gracias a este proceso y el ateo diera un paso hacia la santidad, ¿acaso no sería algo de por sí maravilloso?
El acto onírico
La interpretación de los sueños ocupa un lugar preponderante en el quehacer del artista-chamán-director teatral-clown místico en la búsqueda de esa otra forma de locura que es la sabiduría.
Sí, aunque la interpretación de los sueños es una práctica tan vieja como el mundo. Con el tiempo, sólo han cambiado las formas de interpretación, desde el sistema simplista que consiste en atribuir sistemáticamente un significado simbólico concreto a tal o cual imagen hasta el concepto de Jung, según el cual no se trata de explicar el sueño, sino de seguir viviéndolo, mediante el análisis, en estado de vigilia, a fin de ver adonde nos conduce. La etapa siguiente, situada más allá de toda interpretación, consiste en entrar en el sueño lúcido, en el que sabes que estás soñando, conocimiento que te da la posibilidad de trabajar sobre el contenido del sueño.
Es la práctica que se ha dado a conocer gracias a Carlos Castaneda…
Él la popularizó, pero no la inventó. En realidad, el primer libro consagrado al sueño lúcido, que yo sepa, se publicó en Francia: Les rêves et les moyens de les diriger, de Hervey de Saint-Denis. Ya en 1867, este autor acertaba en lo esencial de la cuestión, como podrás apreciar en este fragmento que quiero leerte:
Ya que un sueño es como un reflejo de la vida real, los hechos que parecen ocurrir en él siguen generalmente, incluso en su incoherencia, ciertas leyes cronológicas coherentes con la secuencia normal de todo hecho verdadero. Quiero decir que si, por ejemplo, sueño que me he roto el brazo, me parecerá que lo llevo en cabestrillo o haré uso de él con precaución, o si sueño que se cierran los postigos de una habitación, me parecerá que se ha interceptado la luz y que alrededor de mí se hace la oscuridad. Por lo tanto, imaginé que, si en sueños hacía el ademán de ponerme la mano sobre los ojos, obtendría, en primer lugar, una ilusión semejante a lo que me ocurriría verdaderamente estando despierto si hacía el mismo ademán, es decir, que haría desaparecer las imágenes de los objetos que me parecía ver delante de mí. Luego me pregunté si, después de producir esta interrupción de la visión, no podría mi imaginación evocar más fácilmente los nuevos objetos en los que yo tratara de fijar el pensamiento. La experiencia demostró que el razonamiento era correcto. La colocación, en el sueño, de una mano delante de mis ojos borró en ese momento la visión de un campo que antes había tratado inútilmente de cambiar sólo mediante la fuerza de la imaginación. Estuve sin ver nada durante un instante, exactamente como me habría ocurrido en la vida real. Hice entonces un nuevo llamamiento enérgico al recuerdo de la famosa irrupción de los monstruos y, como por arte de magia, este recuerdo, nítidamente colocado ahora en el foco de mi pensamiento, se dibujó de pronto claro, brillante, tumultuoso, sin que, antes de despertarme, tuviera yo percepción de la manera en que se había operado la transición… Si conseguimos establecer de modo terminante que la voluntad puede conservar, durante el sueño, la fuerza suficiente para dirigir la trayectoria de la mente a través del mundo de las ilusiones y las reminiscencias (como durante el día dirige al cuerpo a través de los acontecimientos del mundo real), podremos deducir que cierto hábito de ejercer esta facultad, unido al de tomar conocimiento, en sueños, de su verdadero estado, llevarán poco a poco, al que persista en el esfuerzo, a resultados concluyentes. No sólo reconocerá, en primer lugar, la acción de su voluntad consciente en la dirección de los sueños lúcidos y tranquilos, sino que pronto descubrirá la influencia de esta misma voluntad en los sueños incoherentes y apasionados. Los sueños incoherentes se coordinarán notablemente bajo esta influencia; y en los sueños apasionados, llenos de deseos tumultuosos o pensamientos dolorosos, el resultado de este conocimiento y esta libertad de espíritu adquiridos será la facultad de ahuyentar las imágenes desagradables y favorecer las ilusiones felices. El temor a las visiones desagradables disminuirá en la medida en que se aprecie su iniquidad, y el deseo de ver aparecer imágenes gratas será más activo al reconocer la capacidad de evocarlas; el deseo será pronto más fuerte que el temor y, puesto que la idea dominante es la que hace aparecer las imágenes, el sueño agradable será el que prevalezca. Tal es, al menos, la manera en que me explico, teóricamente, un fenómeno experimentado por mí de forma constante.