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Cierto, pero el hombre que es movido por sus automatismos nunca deja de identificarse consigo mismo. Yo no pretendo haber alcanzado la sabiduría, porque no estoy «desidentificado» las veinticuatro horas del día; pero cuando prescribo un acto, cuando desempeño mi papel de psicomago y me encuentro en trance o en autohipnosis, o como quieras llamarlo, el que habla no es mi pequeño yo. Siento que lo que hay que decir brota de las profundidades. Considero que he trabajado en mí mismo lo suficiente como para ser capaz de conseguir esta puntual disociación de mí mismo. Por supuesto, nos movemos en un medio sutil y subjetivo que no tiene relación con el razonamiento sino con la fe. Un santo sabe que hace el bien; en lo más profundo de sí, se sabe sincero y animado de una fuerza positiva, aunque algunos lo critiquen y vean en él a un ser con malos instintos. Cada vez que doy un consejo psicomágico, estoy convencido de que se trata de la respuesta apropiada para el problema de esa persona. Es sólo en una segunda fase cuando ya se lo expongo y explico de manera racional. El consejo brota sin mediación de mi inconsciente, en conexión directa con el inconsciente de aquel o aquella que me consulta.

Esta aptitud para hablar desde la profundidad no ha sido dada a todo el mundo.

¡En mi caso, es fruto del trabajo de toda una vida! He pasado buena parte de mi existencia meditando y estudiando las enseñanzas tradicionales para encontrar en mí, poco a poco, un espacio impersonal. No hablemos de santidad, sino más bien de impersonalidad, de un estado situado más allá o más acá del pequeño yo. Por lo tanto, el acto no lo prescribe Alejandro sino la no-persona que hay en mí. Entonces me siento animado de un sentimiento totalmente positivo y desinteresado: en mi calidad de «psicomago», no busco sino hacer el bien. No pido dinero a mis pacientes, sino esfuerzo. Su voluntad de cambiar constituye mi retribución, y por ello la psicomagia no se ha convertido en un negocio. Créeme: es tan fuerte la demanda que me habría sido muy fácil vivir holgadamente con mis consultas. La gente prefiere pagar, sacar el monedero, antes que dar un poco de sí misma. Pero yo puedo mantener a mi familia con el cine y las historietas de cómic, y prefiero que por mis servicios de psicomago no se me retribuya en francos ni en dólares, sino de otro modo.

¿No es gratificante esta actividad? Por lo menos, hace que se sienta reconocido.

¡No utilizo la psicomagia para obtener reconocimiento!

Entonces, ¿por qué ha querido que se publique un libro consagrado a esta disciplina?

Mi motivación es muy diferente: aunque escriba novelas y guiones de películas e historietas, no me parece que deba redactar yo mismo un tratado de psicomagia; por otra parte, sería una lástima que esta particular disciplina desapareciera después de mi muerte, que no quedara huella. Además, me parece que ha llegado el momento de fijar las cosas por escrito y difundir esta actividad. Son cada vez más las personas que hablan de Pachita, que escriben, con más o menos talento y sensibilidad, libros y artículos relacionados con lo que fue mi inspiración, esas energías con las que me encontré en contacto directo. Y he sentido la necesidad de puntualizar, de explicar cómo llegué a la psicomagia pasando por el acto poético, el acto teatral, el acto onírico y el acto mágico -en primer lugar, para dar testimonio de cierto enfoque de la realidad del que se deriva la práctica psicomágica y, en segundo lugar, para proporcionar a las personas interesadas unas coordenadas, un texto que les sirva de referencia. Al concebir este libro contigo no me mueve sino un espíritu de servicio.

En suma, la psicomagia es un ejercicio puramente espiritual…

Así es. Me concentro en la acción, en el mero hecho de dar, de aliviar el dolor prescribiendo un acto, no me preocupo de lo que pueda conseguir a título personal. Por esta razón, la psicomagia no podría limitarse a parámetros médicos o paramédicos. Reposa sobre todo en el desprendimiento del que la practica.

¿Le será posible mantener siempre ese desprendimiento? Son muchos los terapeutas que caen en la trampa: cuando ya logran vivir de su consultorio, la necesidad material los induce a tomar más y más pacientes, sin mostrar siempre prueba de discernimiento…

Aunque la demanda me impulsara a hacer de la psicomagia una práctica profesional, nunca me encontraría en una situación de dependencia económica de ella, por la simple razón de que las historietas y el cine me permiten vivir bien. ¡Además, no tengo la menor intención de abandonar la creación artística! Desde el punto de vista material, el desprendimiento consiste en ejercer sabiendo que uno puede dejarlo en cualquier momento sin por ello encontrarse sin recursos.

¿Podría precisar qué entiende por «desprendimiento», no sólo desde el punto de vista material, sino en la práctica de la psicomagia en sí?

Para estar en condiciones de ayudar a una persona, no hay que esperar nada de ella y se tiene que entrar en todos los aspectos de su intimidad sin sentirse uno involucrado ni desestabilizado. Un ejemplo: una participante en uno de mis cursos de masaje no soportaba que nadie le tocara el pecho. En cuanto un hombre, incluso aunque ella deseara mantener relaciones sexuales con él, hacía ademán de rozarle los senos, se ponía a gritar. Esta situación la hacía sufrir mucho, y ella ansiaba librarse de su pánico irracional. Le propuse que se descubriera el pecho, y así lo hizo, mostrando unos hermosos senos que no tenían nada de monstruoso o insólito. Luego le pregunté si confiaba en mí y me respondió que sí. Entonces le dije: «Me gustaría tocarte de un modo particular que en nada se parece ni a las caricias de un hombre deseoso de gozar de tu cuerpo ni al tacto de un médico que te examinara fríamente. Me gustaría tocarte con mi espíritu. ¿Crees que podría tocarte, establecer contigo un contacto íntimo que no tenga nada de sexual?». Me respondió que «quizá» y entonces puse mis manos a tres metros de sus senos y le dije suavemente: «Mira mis manos. Voy a acercarme lentamente, milímetro a milímetro. En cuanto te sientas agredida o incómoda, di que me detenga y dejaré de avanzar».

Acerqué mis manos con mucha lentitud. Cuando estaba a diez centímetros de sus senos me pidió que me detuviera. Obedecí y, al cabo de un largo rato, pasé muy cerca de la zona dolorosa, despacio, muy despacio, y volví a acercarme muy atento a su reacción. Ella, tranquilizada por la ternura de la atención que le dedicaba, percibiendo que actuaba con toda delicadeza, no emitió la menor protesta. Por fin, mis manos se posaron en sus senos, sin que ella sintiera dolor alguno, lo que le produjo un vivo asombro. Esta anécdota es un ejemplo de ese distanciamiento que, a mi modo de ver, es indispensable para quien desee realmente ayudar a los demás. Pude tocar, palpar los senos de aquella mujer situándome fuera de mi yo sexual, sin pensar ni un momento en obtener placer. En realidad, la toqué con el espíritu. En aquel momento yo no era un hombre, sino una entidad. Hay que ser capaz de tocar el cuerpo del otro, de entrar en contacto con su espíritu, sin que esta proximidad despierte en nosotros problemas aún no resueltos. He citado el caso de esta mujer hermosa, pero tal vez debería precisar que he tocado a toda clase de gente, viejos, jóvenes, guapos, feos, a veces deformes o enfermos… Lo importante es situarse en un estado interior que excluya toda tentación de aprovecharse del otro, de abusar del poder que uno tiene sobre él… Porque, a fin de cuentas, se trate de tarot, de masajes o de psicomagia nada adquiere sentido sino por una fuerza única: la energía desinteresada que a veces impulsa a un ser humano a acudir en ayuda de otro ser humano. Se trata de una energía pura, simple y sutil. Desde el momento en que interfiere la voluntad personal, el deseo o los temores, la relación de ayuda pierde su justificación y se convierte en una mascarada. No digo que en mí no puedan surgir estas manifestaciones del ego cuando actúo, pero las reconozco inmediatamente por lo que son y las dejo pasar, como se deja pasar a los sentimientos en la meditación zen, se desvanecen al instante y en nada influyen en mi relación con la persona que me ha dado la oportunidad de ayudarla. Soy consciente de la necesidad de una purificación interior, de esas abluciones rituales preconizadas por muchas tradiciones y que no sólo atañen al aseo corporal sino, ante todo, a la limpieza del corazón y del espíritu. Pero, por otra parte, ¿de qué me sirve romperme la cabeza preguntándome si estaré ya lo bastante purificado, lo bastante transparente? Recuerdo una historia zen acerca de esto: durante un paseo por un paisaje nevado un discípulo dice «Maestro, los tejados están blancos, ¿cuándo dejarán de estarlo?». El maestro tarda en contestar. Se concentra en su hara y al fin le dice con voz grave: «¡Cuando los tejados están blancos, están blancos. Cuando no están blancos, no están blancos!». ¡Es genial! Lo importante es aceptarse uno mismo. Si mi condición actual me produce malestar, es señal de que la rechazo. Entonces, más o menos conscientemente, trato de ser distinto del que soy; en definitiva, no soy yo. Si por el contrario acepto plenamente mi estado de este momento, estoy en paz. No me lamento por creer que debería ser más santo, más bello, más puro de lo que soy aquí y ahora. Cuando soy blanco, soy blanco; cuando soy oscuro, soy oscuro, y punto. Ello no impide que trabaje en mí, que trate de ser un instrumento mejor; esta aceptación de uno mismo no limita las aspiraciones sino que las sustenta. Porque sólo se puede avanzar a partir de lo que se es realmente.

Lo que dice nos conduce a contemplar posibles riesgos de tergiversación; si he entendido bien, sólo puede dispensar consejos psicomágicos una persona que haya trabajado mucho sobre si misma. Incluso diría que este tratamiento es, esencialmente, de usted y que por ser fruto de su trayectoria particular, difícilmente podría ser aplicado por otros, aunque sí que podría servirles de inspiración; de hecho usted tiene seguidores que pretenden emularlo. Sus veladas del Cabaret Místico atraen a toda clase de personas, algunas de las cuales, creyéndose mucho más preparadas de lo que están, utilizan sus palabras y sus enseñanzas por su cuenta…

Desgraciadamente, es verdad. Sólo citaré un caso: después de haberme oído hablar de psicomagia, cierto individuo se sintió autorizado para ponerse a practicarla inmediatamente. Organizó un cursillo y, con gran aplomo, prescribió a todas las mujeres asistentes el mismo acto: ¡cada una debía comprar unas tijeras grandes y enviarlas como regalo a su madre! ¡Catastrófico! Tiene que haber tantos consejos como personas, además los actos no se pueden prescribir «al por mayor». El supermercado psicomágico es una aberración. Cada acto se prescribe «a medida», después de una atenta escucha y, como he explicado, de un contacto espontáneo con el propio inconsciente, lo cual sólo es posible merced a una disociación del yo, que a su vez es fruto de un largo trabajo espiritual. Prescribir el mismo acto a todo un grupo, sin escuchar a la persona y sin un amor verdadero, me parece pernicioso. Imagina la reacción de las madres al recibir unas tijeras por correo… El efecto tuvo que ser negativo a la fuerza. Yo prescribo un acto aparentemente agresivo sólo cuando tengo la certeza de que las consecuencias serán positivas. Siempre se trata de actos esencialmente creativos. Por el contrario, este hombre ejerció una influencia destructiva.