El 20 de febrero hago los corazones y los pongo según me ordenó usted. Pongo más arcilla, agua bendita y rezo a las mujeres de mi árbol genealógico para que vengan en mi ayuda. El día 24 sigo poniendo arcilla, agua bendita y rezando. Aparece algún que otro brote, pero no como en el lado derecho. [Aquí él expresa su diferenciación entre izquierdo y derecho. Establece una competencia. Es como si dijera: «Una mujer no es como un hombre. Está disminuida, es inferior». Y cuando observa: «No es como el lado derecho», hay que contestarle: «¡Claro que no, puesto que es el lado izquierdo!».]
Hace un mes que no sucede nada… [En realidad ya ha sucedido todo.] Después de haber puesto arcilla y agua bendita de vez en cuando, vi que había crecido trigo. [Resulta curioso: dice que no pasa nada, pero en cambio ha crecido trigo.]
Los lados estériles están menos tupidos que los otros. [Siempre está la comparación… Pero aunque no hubiera crecido más que una sola planta minúscula, en un puñado de tierra robada de un cementerio, en pleno invierno, con unos granos comprados en una tienda de productos dietéticos, habría sido una maravilla. En su habitación crece trigo: ¡qué milagro!]
Tengo dos hileras de seis plantas y dos de cinco. [Eso suma 22… Recordemos que yo le dije que usara un tiesto que fuera un cuadrado doble, a fin de que formara una carta del tarot. Y en este cuadrado en forma de carta de tarot hay 22 plantas, tantas como arcanos mayores. ¡Milagro!]
Encontré trabajo el 2 de marzo y sigo trabajando. Gracias por su ayuda.
Consiguió su objetivo. Me gustaría conocer otra historia.
Ésta no voy a comentarla. Su autor, un escritor norteamericano llamado R. M. Koster, atravesaba una etapa de sequía creativa y se encaminaba hacia el alcoholismo. Su esposa conocía mi trabajo e intuyendo que yo podría ayudarle a recuperar su creatividad le indujo a hacer el viaje desde Panamá, donde residían, hasta París, para que yo le impusiera un acto de psicomagia. Debo precisar que este hombre llevaba unos diez años sin escribir un libro. Te leo la carta que me escribió después de liberarse del alcoholismo y empezar a escribir de nuevo, ambas cosas tras haber realizado el acto.
Muy interesante el caso.
Koster escribe con un desenfado que no oculta la dimensión trágica de su vivencia, como veremos ahora.
Situación en marzo de 1987: durante los años setenta escribí tres novelas, las tres muy buenas, estaban ambientadas en un país centroamericano imaginario, metáfora del Panamá. Sin que yo lo sospechara, estas novelas prefiguraban la historia de la República de Panamá, porque, una vez que las hube escrito, Dios decidió plagiarme: lo imaginado se convirtió en realidad. Un artista predice el futuro, porque a diferencia de los demás conoce el presente. Mientras trabajaba en la tercera novela, perdí el valor, angustiado por los militares. Decidí no escribir más sobre aquel país imaginario que se llamaba Tiniebla y, en las últimas páginas, lo destruí con un terremoto. Terminé aquella novela en septiembre de 1978 y no he vuelto a escribir desde entonces, he perdido confianza en mis aptitudes literarias y me he aficionado a la bebida. Cuando nos encontramos usted y yo, le dije: «Sin confianza no se puede trabajar. Escribir una novela es como arrojarse desde lo alto de un edificio. Escribes sin saber adonde irás a parar. Quizá te recojan los bomberos, quizá no. Pero, si buscas ante todo la seguridad, tienes que bajar por la escalera. Ahí estás seguro, pero no escribes una novela. Cuando uno pretende vivir la vida bajando por la escalera, no la vive. Llega un momento en el que hay que lanzarse».
Usted me contestó: «Estás poseído por un viejo yo. Cuando escribías ese libro, quien escribía era otro, los personajes que hablaban también eran otros. Pero esos personajes existen en tu inconsciente, son parte de ti. ¿Y qué has hecho tú? Has roto con ellos, los has asesinado. Por lo tanto, esos seres están enfadados contigo porque no llevaste tu novela a donde debía llegar. En la creatividad, hay que obedecerse. Cuando se crea, hay que entregarse, dejar que la creación crezca como un hongo. Hay que obedecer a lo que crece en nosotros, y tú no lo hiciste, y así cortaste tu creatividad».
Acepté su análisis, porque siempre estuve convencido de que es el libro el que busca al escritor, al igual que es la hembra la que busca al macho y no a la inversa. Me recomendó:
1. Quemar mis cuatro proyectos posteriores a la tercera novela, los que no pude terminar. La quema debía realizarse en la habitación en la cual trabajo.
2. Utilizar una bebida alcohólica para encender el fuego, con objeto de cortar mi consumo excesivo de alcohol.
3. Como la habitación está en el primer piso y, puesto que yo había utilizado la metáfora del escritor que se tira desde lo alto de un edificio, es decir, que se entrega por completo a su libro, me sugirió que, una vez terminado el rito, saliera por la ventana en lugar de bajar por la escalera.
Y precisó otros detalles que aparecerán a medida que describa mi acto. Reuní todo el material necesario y lo metí en un cubo de hierro: los cuatro manuscritos inacabados, un litro de vodka, el cordel verde para atar las hojas, un alfiler para pincharme en el dedo y derramar una gota de sangre sobre cada manuscrito… Le prendí fuego. Inmediatamente, una horrible humareda llenó la habitación. Cogí el cubo, a pesar de que ya estaba caliente, y lo llevé al baño para no tiznar la habitación. Por otra parte, no quería que alguien al ver el humo llamara a los bomberos. Cerré la puerta del baño, puse el cubo en la taza y empecé a toser de asfixia. Salí rápidamente, cerré la puerta y, durante los quince minutos siguientes, volví de vez en cuando para asegurarme de que no se apagaba el fuego. Mientras tanto, empecé a preparar mi salida por la ventana. Al igual que todas las ventanas de este país tropical, ésta tiene una persiana de láminas de vidrio y una mosquitera. En primer lugar desatornillé la mosquitera, y después desmonté parte de la persiana para poder pasar, operación delicada que exigió que retirara la pieza metálica que sostiene el vidrio. Una vez quemado el montón de manuscritos y abierta la puerta, me envolvió la humareda. No podía respirar y saqué el cubo por la ventana, puesto que me estaba prohibido utilizar la escalera. Lo dejé en un saliente que hay inmediatamente debajo de la ventana y corrí a cerrar la puerta del baño para evitar que el humo se esparciera por la casa. Por alguna misteriosa razón, encima de la tapa de la taza quedó una hoja. Salí por la ventana, crucé el tejado y bajé al patio. Tiré a la basura lo que quedaba de los manuscritos. Cuando al día siguiente entré en el baño, descubrí que todavía estaba lleno de humo y que las paredes, antes blancas, se habían puesto negras. Cuando levanté el papel que había quedado en la taza, vi que la parte que estaba debajo seguía blanca. Mandé limpiar el baño, pero aún hoy, al cabo de seis meses, persiste el olor a humo y se observa la diferencia entre el rectángulo blanco y el resto, que ahora es gris.
Resultados de la psicomagia:
1. Escribí un artículo sobre Panamá que fue publicado por Harpers´ Magazine en su número de junio de 1988.
2. Busqué un agente literario. Este agente vendió en setenta mil dólares un proyecto de libro escrito por mí a partir del material proporcionado por G. Sánchez-Borbón, un exiliado.
3. Entre enero y abril de 1988, escribí las treinta y cinco mil soberbias palabras de este libro.
Conclusiones: Hasta ahora, ningún libro de ficción ha tocado a mi puerta para pedirme que lo escriba, pero estoy escribiendo con mucho éxito sobre los acontecimientos panameños. Parece que a su magia le tiene sin cuidado el género y sólo se guía por el tema.
Ya ves… Escribí una postal a Koster para felicitarlo, haciéndole observar que no había quemado la hoja que había quedado en la tapa. También le decía que, si quería escribir ficción, podía proponerle otro acto psicomágico. A lo que él me contestó: «Por el momento, no deseo más actos, porque tengo mucho trabajo. Me bullen en la cabeza muchas ideas: cine, etcétera. Uno sabe cuándo está vacío. Ahora estoy lleno. Gracias».
Se tenga o no se tenga fe en la psicomagia, es cierto que usted expone hechos comprobables, lo cual es impresionante. ¿Todos sus consultantes le contestan con cartas tan prolijas como la de esta última persona?
En general, sí. Pero a veces me ocurre que, digamos por deformación profesional, en el curso de una conversación amistosa propongo un acto sin que me lo hayan pedido. En esos casos, prácticamente nunca recibo respuesta, sencillamente porque, en general, el acto no se realiza. La persona no lo ha solicitado, lo escucha con indiferencia, quizá entre divertida y curiosa, pero sin darle importancia.
De nuevo subraya la importancia que tiene la motivación, decisiva en toda terapia. Lo que importa es que la persona realmente desee cambiar…
Por supuesto. Si existe verdadero deseo y también confianza, todo es posible. Voy a leer una carta muy larga que ejemplifica ese principio: un acto de lo más simple puede adquirir una dimensión milagrosa si se realiza con fe:
Me llamo Jacqueline. Ya le conté que mi padre se suicidó cuando yo tenía 12 años tomando cincuenta tabletas de optalidón. También le dije que, con tantos problemas de dinero arrastrados desde hace años, muchas veces he adoptado actitudes suicidas. Me explicó que mi padre se había suicidado de un modo suave (con tabletas) y que yo misma estaba suicidándome poco a poco, que en eso imitaba a mi padre.
También le dije que mi madre había muerto tres semanas después que mi padre (padecía una degeneración cerebral desde hacía años). Yo necesitaba expresar con un acto algo que me asfixiaba desde hacía tiempo. Necesitaba una liberación y creo en los milagros.