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Una enfermera entró muy animada en la habitación.

– Oh, ya está despierta. Eso está muy bien. Vamos a tomarle la temperatura.

– ¡No quiero que me tomen la temperatura! ¡Quiero ver a la policía!

Me echó una sonrisa brillante y me ignoró.

– Póngaselo debajo de la lengua -apuntaba con un termómetro envuelto en plástico a mi boca.

Mi furia crecía, aumentaba por la indefensión de estar allí tendida, atada al techo, mientras me ignoraban olímpicamente.

– Puedo decirle la temperatura que tengo: sube segundo a segundo. ¿Querría tener la bondad de mandar a alguien a que, llame a la policía?

– Ahora vamos a calmarnos. No querrá usted excitarse: tiene una conmoción -me metió el termómetro en la boca a la fuerza y empezó a tomarme el pulso-. La doctora Herschel vendrá más tarde y, si cree que es prudente que empiece usted a hablar con gente, nos lo dirá.

– ¿Ha habido otros supervivientes? -le pregunté por encima del termómetro.

– La doctora Herschel le dirá lo que tiene que saber.

Cerré los ojos mientras ella anotaba solemnemente mis constantes vitales en un gráfico. La paciente sigue respirando. El corazón funciona.

– ¿Qué temperatura tengo?

Me ignoró.

Abrí los ojos.

– ¿Qué pulso tengo? -Nada-. Venga, maldita sea, es mi cuerpo. Dígame lo que pasa.

Se marchó a difundir la noticia de que la paciente estaba viva y era una desagradable. Cerré los ojos y me puse a echar humo. Mi cuerpo seguía débil. Me volví a dormir.

Cuando me desperté por tercera vez, tenía la mente más clara. Me senté en la cama, despacio y aún con dolor, y repasé mi cuerpo. Un hombro mal. Las rodillas cubiertas de gasa, sin duda completamente raspadas. Heridas en el brazo derecho. Había una mesa junto a la cama con un espejo. También un teléfono. Si me hubiese dedicado a pensar en lugar de chillar antes, me hubiese podido dar cuenta. Me miré la cara en el espejo. Un vendaje impresionante me cubría la cabeza. Heridas en el cuero cabelludo: ésa debía ser la causa del dolor de cabeza, aunque no recordaba habérmela golpeado. Los ojos estaban inyectados en sangre, pero la cara estaba intacta, gracias a Dios. Seguiría siendo hermosa a los cuarenta.

Cogí el teléfono y me lo metí debajo de la barbilla. Tuve que levantar la cama para hacerlo, pues no podía colocarme el auricular contra el hombro derecho mientras estaba acostada con el izquierdo atado al techo. Una oleada de dolor se extendió por el hombro izquierdo, pero la ignoré. Marqué el número de la oficina de Mallory. No tenía ni idea de la hora que era, pero tenía la suerte de mi parte: el teniente estaba.

– Vicky, será mejor que no me llames para tonterías. McGonnigal me ha dicho que te estás metiendo en la investigación de Kelvin. Quiero que salgas. F-U-E-R-A. Vaya mala suerte que pasase en el apartamento de Boom Boom.

Ah, Bobby. Me hacía bien oírle refunfuñar.

– Bobby, no vas a creerlo, pero estoy en el hospital.

Se hizo el silencio al otro lado mientras Mallory pensaba lo que le estaba diciendo.

– Sí. En Billings… Alguien más quería que dejara el caso, y me fastidió los frenos y el volante mientras estaba ayer en el puerto. Si es que era ayer. ¿Qué día es hoy?

Bobby ignoró la pregunta.

– Venga, Vicky. No te rías de mí. ¿Qué ocurrió?

– Por eso te llamo. Espero que tú puedas descubrirlo. Volvía a casa alrededor de las diez y media u once cuando perdí el control del volante y luego de los frenos, y acabé estrellándome contra un sedán. Creo que un camión Mack le golpeó y lo lanzó a mi carril.

– Oh, demonios, Vicki. ¿Por qué no puedes quedarte en casa a educar a una familia y mantenerte apartada de este tipo de líos? -Bobby es contrario a la idea de utilizar tacos ante mujeres y niños. Y aunque yo me niegue a hacer el papel de una mujer en casa, para él cuento como mujer.

– No puedo evitarlo, Bobby; los problemas me persiguen.

Hubo un resoplido al otro lado.

– Estoy aquí tendida con un hombro dislocado y conmoción -dije quejumbrosa-. No puedo hacer nada, ni meterme en líos ni educar a una familia; al menos de momento. Pero me gustaría saber lo que le hicieron a mi coche. ¿Puedes averiguar lo que me lanzó fuera de la Dan Ryan y asegurarte de que examinen mi coche?

Bobby respiró fuerte durante unos instantes.

– Sí, supongo que puedo hacer eso. ¿En Billings, dices? ¿Cuál es el número?

Miré el teléfono y se lo leí. Volví a preguntarle qué día era. Era viernes; las seis de la tarde.

Lotty debía haber vuelto a su clínica de la parte norte. Es la persona a la que yo llamaría en caso de emergencia y supongo que también puedo decir que es mi médico. Me pregunté si podría convencerla de que me soltase. Necesitaba marcharme.

Una enfermera de mediana edad metió la cabeza por la puerta.

– ¿Cómo vamos?

– Unos mejor que otros. ¿Sabe cuándo vuelve la doctora Herschel?

– Probablemente hacia las siete. -La enfermera entró a tomarme el pulso. Si no tienen nada mejor que hacer, se aseguran de que el corazón del paciente late aún. Sus ojos grises brillaban con una alegría sin sentido en su cara roja- Bueno, desde luego, estamos más fuertes que hace unas horas. ¿Nos duele el hombro?

La miré amargamente.

– Bueno, a mí no. A usted, no sé. -No quería que nadie me metiese codeína ni Darvon. En aquel momento me dolía lo suyo.

Cuando se marchó, utilicé el teléfono para llamar a la Pole Star y preguntar por Bledsoe. La eficiente empleada de su oficina me dijo que estaba en el Lucelia, que tenía una línea directa con la costa. Me dio el número y me dijo cómo conseguir que un operador me pusiera con ellos. Iba a ser complicado. Tendría que facturarlo al teléfono de mi oficina.

Estaba dándole al operador las instrucciones para que marcase el número y a dónde lo tenía que cargar cuando mi enfermera de mediana edad volvió.

– Bueno, no vamos a hacer nada de esto hasta que la doctora diga que podamos hacerlo.

La ignoré.

– Lo siento, señorita Warshawski; no podemos permitirle que haga nada que la excite -arrancó el teléfono de mi ofendido puño-. ¿Hola? Aquí el hospital Billings. Su interlocutor no podrá terminar su llamada por el momento.

– ¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve a decidir por mí si puedo hablar o no por teléfono? Soy una persona, no una bolsa de ropa del hospital ahí tirada.

Me miró severamente.

– El hospital tiene ciertas reglas. Una de ellas es mantener a los pacientes con conmoción y a las víctimas de accidentes tranquilos. La doctora Herschel nos hará saber si ya está usted preparada para empezar a llamar a la gente por teléfono.

Yo estaba ciega de rabia. Empecé a salir de la cama para arrebatarle el teléfono, pero la dichosa polea me mantenía atada.

– ¡Tranquila! -grité-. ¿Quién me está sacando de quicio? ¡Usted, llevándose ese teléfono!

Ella lo desenchufó de la pared y se marchó con él. Me tumbé en la cama jadeando de cansancio y furia. Una cosa estaba clara: no podía esperar a Lotty. Cuando la respiración volvió a ser normal, me levanté de nuevo y examiné la polea. Sujetaba firmemente mi brazo. Volví a inspeccionarla con el brazo derecho, con más cuidado esta vez. La escayola era fuerte. Aunque tuviese el hombro roto, lo mantendría en su lugar sin tirar. No había razón para que no me pudiese ir a casa si iba con cuidado.

Solté los alambres con la mano derecha. El hombro izquierdo se relajó contra la cama con un espasmo de dolor tan fuerte que las lágrimas me cayeron por las mejillas. Tras muchos intentos vanos de luchar con las sábanas, conseguí volver a poner el brazo izquierdo hacia delante. Pero la indefensión se combinaba con la frustración y me sentí con ganas de abandonar la lucha. Cerré los ojos y descansé diez minutos. Un cabestrillo me solucionaría el problema. Miré a mi alrededor dudando y al final encontré un paño blanco en el estante de abajo de la mesilla de noche. Me costó muchísimo darme la vuelta y acabé roja y jadeante cuando al fin conseguí ponerme de lado, alcanzar el paño y subirlo hasta la cama.