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– Creo que tú le importabas más a Boom Boom que ninguna otra persona -frunció las cejas, pensando en lo que había dicho. Incluso su ceño era perfecto; le daba un aspecto absorto y pensativo. Luego sonrió, un poco melancólica-. Creo que estábamos enamorados. Ahora nunca podré estar segura.

Murmuré algo tranquilizador.

– Tenía ganas de conocerte. Boom Boom hablaba de ti todo el tiempo. Te quería mucho. Siento que no nos presentase nunca.

– Sí. Hace unos meses que no le veía… ¿Vuelves a la ciudad? ¿Me puedes llevar? Tuve que salir con la procesión y tengo el coche en la parte norte.

Tiró hacia atrás del puño blanco de seda que sobresalía de la manga de su chaqueta y miró el reloj.

– Tengo que estar en un ensayo dentro de una hora. ¿Te parece bien que te deje en el centro?

– Estupendo. Me siento como el Hermano Conejo aquí en las afueras. Tengo que volver a mi refugio de las zarzas.

Se rió.

– Ya sé lo que quieres decir. Yo crecí en Lake Bluff. Pero ahora, cuando voy allí de visita, siento como si me faltara el oxígeno.

Miré hacia la casa, preguntándome si tendría que despedirme formalmente. Sin duda lo exigían los buenos modales, pero no quería llevarme un sermón de quince minutos acerca de cómo debería fregar tanto los platos como mi vida. Me encogí de hombros y seguí a Paige Carrington calle abajo.

Llevaba un Audi 5000 plateado. O en Windy City Balletworks pagaban mejor que la media de los teatros de batalla, o la conexión de Lake Bluff suministraba dinero para trajes de shantung y coches deportivos de importación.

Paige condujo con la gracia rápida y precisa que caracterizaba su forma de bailar. Como ninguna de las dos conocía la zona, hizo una serie de giros equivocados junto a hileras idénticas de casas antes de encontrar la rampa de acceso a la autopista Eisenhower.

No habló mucho durante el viaje de vuelta a la ciudad. Yo también estaba callada, pensando en mi primo y sintiéndome melancólica… y culpable. Me di cuenta de que por eso había tenido una rabieta con aquellos primos tan estúpidos y gordos. Le había fallado a Boom Boom. Sabía que estaba deprimido, pero no me había mantenido en contacto con él. ¡Si hubiese dejado mi número de Peoría en mi contestador…! ¿Estaría desesperado? Puede que pensara que el amor le iba a curar y no había sido así. O quizá fue el rumor de los muelles de que había robado ciertos papeles… Pensaría que yo podía ayudarle a combatirlo, como tantas batallas que habíamos entablado juntos. Pero yo no estaba con él.

Con su muerte, perdía a toda mi familia. Es verdad que mi madre tenía una tía en Melrose Park. Pero rara vez iba a verla, y ni ella ni su orgulloso y gordo hijo me parecían verdaderos parientes. Pero Boom Boom y yo habíamos jugado y luchado, nos habíamos protegido el uno al otro. Aunque no hubiéramos estado juntos muchas veces en los últimos diez años, siempre habíamos contado con que el otro estaría cerca para ayudar. Y yo no le había ayudado.

Cuando nos acercábamos al cruce 190/94, la lluvia comenzó a salpicar el parabrisas, interrumpiendo mis inútiles pensamientos. Me di cuenta de que Paige me miraba especulativa. Me volví hacia ella con las cejas alzadas.

– Eres la albacea de Boom Boom, ¿verdad?

Asentí. Tamborileó con los dedos en el volante.

– Boom Boom y yo nunca llegamos a la fase de intercambiarnos las llaves de nuestros pisos -me echó una sonrisa algo violenta-. Me gustaría ir a su casa a buscar algunas cosas que dejé allí.

– Claro. Pensaba ir mañana por la tarde para echar un vistazo preliminar a sus papeles. ¿Quedamos allí a las dos?

– Gracias. Eres un encanto… ¿Te importa que te llame Vic? Boom Boom hablaba tanto de ti que siento como si ya te conociera de antes.

Pasábamos bajo la oficina de correos, donde han excavado los cimientos para crear seis carriles. Paige asintió satisfecha.

– Y tú llámame Paige. -Cambió de carril, sorteó un camión de basura y giró a la izquierda por Wabash. Me dejó ante mi oficina: el edificio Pulteney en la esquina de Wabash y Monroe.

Por encima de nosotras resonó un tren.

– Adiós -grité por encima del estrépito-. Te veo mañana a las dos.

2

Vanas penas de amor .

Los Halcones habían pagado mucho dinero a Boom Boom por jugar al hockey. Él se gastó buena parte en un piso de un satinado edificio de cristal en la avenida Lake Shore, al norte de la calle Chestnut. Desde que lo compró, unos cinco años antes, yo había estado allí unas cuantas veces, a menudo con un montón de amigos jugadores borrachos.

Gerald Simonds, el abogado de Boom Boom, me dio las llaves del edificio junto con las del Jaguar de mi primo. Nos pasamos la mañana repasando el testamento de Boom Boom, un documento que levantaría más ampollas entre las tías. Mi primo dejaba el grueso de sus propiedades a varias obras benéficas y a la Fundación de Pensiones de Viudas de Jugadores de Hockey. No se hablaba de tías para nada. A mí me dejaba algo de dinero con la recomendación de no gastarlo todo en Black Label. Simonds frunció las cejas con desaprobación cuando yo me reí. Me explicó que había intentado convencer a su cliente de que no incluyese aquella cláusula, pero el señor Warshawski se mantuvo inconmovible.

Eran cerca de las doce cuando acabamos. Había un par de cosas que podía haber hecho en el distrito financiero para uno de mis clientes, pero no me sentía con ánimos de trabajar. No tenía ningún caso interesante en aquel momento, sólo un par de procesos que atender. También andaba detrás de las huellas de un hombre que había desaparecido con la mitad de los bienes de una sociedad, incluido un yate de cuarenta pies. Todo aquello podía esperar. Recuperé mi coche, un Mercury Lynx verde, del aparcamiento de la sociedad Dearborn y me dirigí hacia la Gold Coast.

Como todos los lugares elegantes, el edificio en el que había vivido Boom Boom tenía un portero. Un hombrecillo blanco, gordito, de mediana edad, que cuando yo llegué ayudaba a una vieja dama a salir de un Seville. Rebusqué entre las llaves para dar con la que abría la puerta interior.

Dentro del vestíbulo, una mujer salió del ascensor con un caniche minúsculo que llevaba su mullido pelo blanco lleno de lacitos azules. Abrió la puerta de fuera y yo entré, echando al perrito una mirada conmiserativa. El perro tiró de su correa tachonada de falsos diamantes para olisquearme la pierna.

– Vamos, Fifí -dijo la mujer tirando del caniche hasta volver a ponerlo a su lado. Se supone que los perros así no deben oler cosas ni hacer nada que recuerde a sus dueños que son animales.

El vestíbulo interior no era grande. Contenía unos cuantos árboles en macetas, dos sofás de color hueso donde los residentes podían sentarse a charlar, y un tapiz muy grande. Ese tipo de tapices se ven por todas partes, al menos en esa clase de edificios: están tejidos generalmente con grandes nudos de lana pegados aquí y allá y hay unas cuantas tiras largas de lana que cuelgan del centro. Mientras esperaba el ascensor estudié aquél sin entusiasmo. Cubría el muro oeste y estaba compuesto por diferentes tonos de verde y mostaza. Me alegré de vivir en un edificio de tres pisos sin vecinos, como la dueña de Fifí, que pudiesen decidir lo que tenía que colgar del vestíbulo.

El ascensor se abrió silencioso detrás de mí. Una mujer de mi edad salió vestida para correr, seguida de dos mujeres más mayores en dirección a Saks, discutiendo sobre si comerían en Water Tower por el camino. Miré mi reloj: las doce cuarenta y cinco. ¿Cómo es que no estaban trabajando si era martes? Quizá eran, como yo, investigadores privados aprovechando un rato para ocuparse de las propiedades de un pariente. Apreté el veintidós y el ascensor me transportó rápido y en silencio.

Cada una de las plantas de aquel edificio de treinta pisos tenía cuatro viviendas. Boom Boom había pagado un cuarto de millón para conseguir uno en la esquina noreste. Tenía unos ciento cuarenta metros cuadrados: tres dormitorios, tres baños incluyendo uno con bañera a ras del suelo junto al dormitorio principal, y una magnífica vista del lago por el norte y por el este.