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Al final llamé a una agencia de viajes y pregunté si había vuelos entre Chicago y Thunder Bay. Air Canadá tenía un vuelo diario, que salía de Toronto a las 18,20, llegando a las 22,12 de la noche. Tenía que coger el vuelo de las 15,15 a Toronto.

– ¿A cuánto está de aquí, de todas formas? -pregunté.

Eran siete horas de viaje. El de la agencia no lo sabía. ¿Dónde estaba Thunder Bay? En Ontario. El de la agencia no sabía nada más pero accedió a reservarme una plaza en el vuelo del día siguiente. Doscientos cincuenta dólares para pasar siete horas en un avión; tendrían que pagarme a mí. Lo cargué a mi cuenta de la American Express y le dije que recogería los billetes al día siguiente en O'Hare.

Busqué Thunder Bay en el lado canadiense de los Grandes Lagos, pero seguía sin encontrarlo. Ya sabría dónde estaba cuando llegase.

Pasé el resto del día en un baño de burbujas en Irving Park Y, el gimnasio de las personas pobres. Pago noventa dólares al año para usar el baño y la sala de aparatos Nautilus. Las únicas personas que van allí aparte de mí son aplicados jóvenes decididos a construirse bíceps perfectos o a jugar al baloncesto. No hay pistas de juegos de pelota, ni bares, ni discoteca light ni mallas rosa fuerte de firma.

15

El norte helado

El empleado de Air Canadá me dijo que Thunder Bay era el puerto más occidental de Canadá en los Grandes Lagos. Le pregunté por qué no salía en mi plano y se encogió de hombros con indiferencia. Una de las azafatas fue más colaboradora. De camino a Toronto me explicó que la ciudad se llamaba antes Port Arthur; le habían cambiado el nombre hacía unos diez años. Hice la promesa mental de regalarle a Lotty un atlas moderno como muestra de agradecimiento.

Facturé mi bolsa de lona en Chicago, pues contenía mi Smith & Wesson (desarmada, de acuerdo con las leyes federales sobre armas de fuego). Llevaba poco equipaje, ya que no iba a quedarme más de un día o dos: sólo vaqueros, camisas, un jersey gordo y ropa interior. No llevaba ni bolso; me metí la cartera en el bolsillo de los vaqueros.

Tras una escala de una hora en el modernísimo aeropuerto de Toronto, subí al avión de Ontario de Air Canadá. Nos detuvimos cinco veces en el camino a Thunder Bay, en diminutas pistas de aterrizaje que surgían en medio del campo para recibirnos. Al salir y entrar, la gente cambiaba saludos y conversaciones cortas. Me recordó un viaje en autobús por la Louisiana rural en los días de la marcha por la libertad; también me miraban de reojo.

En Thunder Bay, las quince personas que llegamos al final del trayecto bajamos por la escalerilla hacia la clara y fría noche. Estábamos a unas seiscientas millas al norte de Chicago, una diferencia de latitud suficiente como para que el invierno no hubiese acabado todavía.

La mayoría de mis compañeros iban envueltos en abrigos de invierno. Yo temblaba por la pista con una camisa de algodón y la cazadora de cuero, pensando por qué no me habría traído conmigo el jersey en lugar de facturarlo. Un fornido joven de mejillas enrojecidas por el viento nos seguía de cerca con el equipaje. Cogí mi bolsa de lona y me puse a buscar alojamiento donde pasar la noche. En Thunder Bay había un Holiday Inn. Me pareció suficiente. Tenían muchas habitaciones libres. Reservé una para dos noches.

Me dijeron que me mandarían un coche a buscarme; su camioneta estaba averiada. Esperé durante cuarenta y cinco minutos en el interior de la minúscula terminal, bebiendo una taza de café amargo que saqué de una máquina para entretenerme. Cuando al fin llegó la limusina, resultó ser un coche viejo que casi no vi. Ya se iba cuando leí THUNDER BAY HOLIDAY INN en un lateral. Salí corriendo detrás, gritando frenética, con la bolsa golpeándome la pierna. Echaba de menos la gigantesca e impersonal eficacia de O'Hare, con sus filas de taxistas hoscos y analfabetos.

El coche se detuvo a cincuenta pies de mí y esperó hasta que llegué jadeando. El chofer era un hombre robusto vestido con un jersey blanco grisáceo. Cuando se volvió para mirarme, un potente olor a cerveza rancia me alcanzó. Se debía haber pasado en el bar los cuarenta y cinco minutos que me tuvo esperando. Pero si intentaba coger un taxi, podría pasarme allí toda la noche. Le dije que me llevara al Holiday Inn y me incliné hacia atrás en el asiento con los ojos cerrados y agarrada a la correa. No podría ser peor que ir con Lotty sobria, pero el recuerdo de mi propio accidente estaba demasiado reciente como para no ponerme nerviosa. Avanzamos a gran velocidad, ignorando los bocinazos de los demás.

Eran bien pasadas las once cuando mi chofer me depositó en el hotel intacta, y no pude encontrar ningún lugar cercano aún abierto para cenar. El restaurante del motel estaba cerrado, así como un pequeño establecimiento chino al otro lado de la calle. Acabé por coger una manzana de una cesta del vestíbulo y me fui hambrienta a la cama. Me dolía el hombro y estaba agotada por el largo vuelo. Dormí profundamente y me desperté pasadas las nueve.

Por la noche se me recuperó el hombro; la rigidez había desaparecido casi completamente. Me vestí más fácilmente que hacía días, sintiendo sólo un pinchazo cuando tiré del grueso jersey de lana para metérmelo por la cabeza. Antes de bajar a desayunar volví a armar la Smith & Wesson y la cargué. No esperaba que Bledsoe se me echase encima delante de toda la tripulación del Lucelia Wieser, pero si lo hacía no me iban a servir de mucho el tambor y el martillo cada uno por su lado.

No había tenido mucho apetito mientras me dolía el hombro y pesaba unos tres kilos menos. Aquella mañana me sentía mejor y me tomé unos barquillos de nueces, salchichas, fresas y café.

Me había rezagado en el pequeño restaurante y la camarera de mediana edad tenía tiempo para charlar. Mientras me servía la segunda taza de café le pregunté dónde podía alquilar un coche. Había un Avis en la ciudad, me dijo, pero uno de sus hijos tenía un par de coches viejos que alquilaba si es que no necesitaba algo muy elegante. Le dije que sería perfecto siempre que el coche tuviese cambio automático, y ella se marchó a avisar a su hijo.

Se llamaba Roland Graham y hablaba con acento canadiense, un hablar arrastrado y cantarín que parece ocultar algo de escocés. Su coche era un Ford Fairmont del 75, viejo pero limpio y respetable. Le dije que sólo lo necesitaría hasta la mañana siguiente. La tarifa, pagada por adelantado en efectivo, era de treinta dólares.

El Holiday Inn estaba en el corazón de la ciudad. Al otro lado de la calle estaba la mayor iglesia presbiteriana que había visto en mi vida. Un moderno ayuntamiento se encontraba frente al hotel, pero en la calle de atrás había muchas tiendas cerradas y lugares para alquilar. Mientras bajaba hacia el puerto las tiendas se iban convirtiendo rápidamente en bares y sitios de chicas. A menudo me he preguntado si los marinos tienen de verdad los primitivos apetitos que las ciudades portuarias les atribuyen o si van a esos sitios tan sórdidos porque no hay nada más.

Encontrar al Lucelia fue un problema mayor de lo previsto. Thunder Bay es un puerto enorme, aunque la ciudad no tenga más de cien mil habitantes. Pero la mayor parte del cereal transportado por barco en Norteamérica pasa por este puerto al dirigirse al este y al sur, y la orilla del lago tiene millas y millas de imponentes silos.

Lo primero que pensé fue detenerme en cada silo para ver si el Lucelia se encontraba allí, pero las millas de torres que tenía a la vista me hicieron desistir. Entré en el patio del primero al que llegué. Tras andar dando tumbos por los baches llenos de barro, encontré una oficina minúscula con las paredes verdes. Pero un agobiado hombrecillo que había en su interior hablando por teléfono me dijo que no tenía ni puñetera idea de dónde podía estar el Lucelia; sólo sabía que no estaba allí.