– Las dos cosas -dio un puñetazo en la mesa-. Si tengo un pasado así, un secreto, ¿quién te lo contó?
Bemis se volvió sorprendido hacia Bledsoe.
– Martin, ¿de qué estáis hablando? ¿Tienes una esposa loca oculta en Cleveland de la que nunca he oído hablar?
Bledsoe se recobró.
– Tendrás que preguntarle a la señorita Warshawski. Ella es la que está contando la historia.
Hasta aquel momento no estuve segura de que Grafalk me hubiera contado la verdad. Pero si no, él no habría tenido semejante reacción. Sacudí la cabeza.
– No es más que una hipótesis, capitán. Y si hay algo en el pasado de Bledsoe… bueno, lo ha guardado para sí durante mucho tiempo. No creo que en este momento le resulte muy interesante a nadie.
– ¿No lo crees? -saltó Bledsoe-. Entonces, ¿por qué iba a querer nadie chantajearme?
– Oh, yo no creo que sea muy interesante. Pero está claro que tú sí. Me lo demuestra tu reacción. Lo que me hizo preguntarme cosas fue que rompieses un vaso de vino sólo porque Grafalk hizo una broma acerca de dónde habías ido al colegio.
– Ya veo -Bledsoe soltó una corta risa-. No eres tan tonta, ¿verdad?
– Me las arreglo… De todos modos, me gustaría hacerte una pregunta en privado.
Bemis se levantó cortés.
– Tengo que ver cómo van las cosas, de todos modos… Por cierto, Martin ocupa nuestro único camarote. Le pondremos una hamaca en mi comedor.
Le di las gracias. Bledsoe me miró especulativamente. Yo me incliné hacia adelante y dije en voz baja:
– Quiero estar segura de que no mandaste a Sheridan a sabotear mi coche mientras estábamos cenando aquella noche.
En su mandíbula empezó a latir una vena.
– Créeme. Detesto tener que preguntártelo. Detesto incluso pensarlo. Pero fue una experiencia horrorosa. Destruyó mi confianza en la naturaleza humana.
Bledsoe echó hacia atrás su silla con la suficiente fuerza como para tirarla al suelo.
– ¡Pregúntaselo a él! ¡Maldita sea si sigo hablando de todo esto!
Se marchó furioso escaleras abajo y el puente retumbó con el portazo. Bemis me miró fríamente.
– Dirijo un barco, señorita Warshawski, no una comedia de enredo.
Sentí un furor repentino.
– ¿Ah, sí? ¡Han matado a mi primo y han querido matarme a mí! ¡Hasta que no esté convencida de que no fue nadie de su tripulación, esté seguro de que va a vivir metido en mi comedia de enredo y va a tener que aguantarse!
Bemis dejó el timón y se acercó a la mesa para inclinarse sobre mi cara.
– No la culpo por estar preocupada. Ha perdido a su primo. Le han hecho daño. Pero creo que está convirtiendo dos tristes accidentes en una conspiración y no quiero que trastorne usted la marcha de mi barco mientras tanto.
Me latían las sienes. Conseguí controlarme lo suficiente como para no soltar amenazas demasiado grandilocuentes.
– Muy bien -dije conteniéndome, con las cuerdas vocales tirantes-. No trastornaré la marcha de su barco. Quiero hablar con el jefe de máquinas mientras estoy a bordo, de todos modos.
Bemis señaló con la cabeza a Winstein.
– Consígale a la señorita un casco, marinero -se volvió hacia mí-. Puede interrogar al jefe. Sin embargo, no quiero que hable usted con la tripulación a menos que el piloto o yo estemos presentes. Él le dará instrucciones al segundo para estar seguro de que sea así.
– Gracias -le dije rígidamente. Mientras esperaba que Winstein me trajese el casco, me quedé mirando pensativa por la parte trasera del puente. El sol se estaba poniendo y la línea de la costa aparecía como una lejana cuña púrpura frente a él. Cerca del puerto vi unos cuantos trozos de hielo. El invierno duraba largo tiempo por aquellos parajes.
Estaba haciendo un trabajo realmente fabuloso. De momento no sabía ni una maldita cosa más de lo que sabía tres semanas antes, como no fuera el modo de llenar de cereal un carguero de los Grandes Lagos. En mi cabeza oía a mi madre decirme que no me dejase llevar por la autocompasíón. «Cualquier cosa menos eso, Victoria. Mejor romper los platos que quedarte ahí tirada sintiendo pena por ti misma.» Tenía razón. Estaba afectada por las secuelas de mi accidente. Pero eso, a ojos de Gabriela, era la razón, no la excusa. No había excusa válida para quedarse ahí sentada lamentándose.
Me rehice. El piloto estaba esperándome para acompañarme desde el puente. Bajamos por la estrecha escalera, yo muy pegada a él. Me dio un casco con su nombre escrito en la parte delantera con letras negras muy gastadas; me explicó que era el suyo de repuesto y que podría utilizarlo mientras estuviese a bordo.
– Si quiere hablar con el jefe de máquinas, ¿por qué no espera hasta la hora de cenar? El jefe come en el comedor del capitán y puede hablar allí con él. No podrán oírse con las máquinas ahora.
Le miré a regañadientes, preguntándome si no querría mantenerme apartada de Sheridan el tiempo suficiente como para que Bledsoe le contase su versión de la historia.
– ¿Dónde está el comedor del capitán? -pregunté.
Winstein me llevó. Era una habitación pequeña y formal a estribor de la cubierta principal. Colgaban cortinas de flores de los ojos de buey y una enorme foto de la botadura del Lucelia decoraba la pared delantera. El comedor de la tripulación estaba en la puerta de al lado. La misma cocina servía a los dos, pero al capitán le atendían los cocineros en su mesa, mientras que la tripulación se servía como en un autoservicio. Los cocineros servían la cena entre cinco y media y siete y media, me dijo Winstein. Podía desayunar allí entre las seis y las ocho de la mañana.
Winstein me acompañó de vuelta al puente. Esperé hasta que se perdió de vista y bajé a la sala de máquinas. Me acordaba vagamente del camino por mi visita anterior. Se pasaba por un cuarto auxiliar con una lavadora y una secadora y después se bajaba por un tramo de escaleras cubiertas de linóleo hasta llegar a la entrada de la sala de máquinas.
Winstein tenía razón sobre lo del ruido. Era ensordecedor. Me llenó cada una de las pulgadas de mi cuerpo y me hizo castañetear los dientes. Un joven con mono grasiento estaba en la cabina de control que ocultaba la entrada hacia los motores. Le rugí por encima del ruido; tras unos cuantos intentos, entendió mi pregunta y me dijo que encontraría al jefe de máquinas en el nivel dos inspeccionando los cojinetes. Aparentemente, sólo un idiota no sabría lo que eran los cojinetes. Desistiendo de recibir alguna explicación más, bajé por una escalerilla de metal hasta el nivel inferior.
Los motores ocupaban mucho sitio y tuve que andar un poco antes de encontrar a nadie. Al fin descubrí un par de figuras con casco detrás de un amasijo de tuberías y me abrí paso hasta ellos. Uno era el jefe de máquinas, Sheridan. El otro, un tipo joven que no había visto antes. No supe si alegrarme o preocuparme al no ver a Bledsoe con Sheridan. Todo estaría más claro si les hubiera visto juntos.
El jefe y el otro estaban totalmente absortos inspeccionando la válvula de una tubería que corría al nivel de los ojos frente a ellos. No se volvieron cuando me acerqué; siguieron con su trabajo.
El más joven desenroscó la parte de abajo de una tubería que salía del suelo perpendicular a la tubería superior y se unía a ella. Metió un tubo de acero en la abertura, miró su reloj y sacó de nuevo el tubo. Estaba cubierta de aceite, lo que pareció satisfacer a ambos. Encajaron de nuevo las tuberías y se limpiaron las manos en los monos sucios.
En aquel momento se dieron cuenta de que yo estaba allí, o quizá sólo se dieron cuenta de que yo no era un miembro de la tripulación. Sheridan hizo bocina con las manos para gritarme una pregunta. Yo le grité a mi vez. Era evidente que no podía mantenerse una conversación por encima del rugir de los motores. Le chillé en la oreja que hablaría con él en el cena; no estaba segura de que me hubiera oído, pero me di la vuelta y subí de nuevo a cubierta.