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Una vez fuera, aspiré agradecida el aire del atardecer. Ya estábamos muy lejos de la costa y hacía frío. Recordé que mi bolsa estaba apoyada en unos rollos de cuerda detrás de la cabina y me fui a por ella para sacar el jersey gordo y ponérmelo. También saqué una boina y me tapé las orejas.

Los motores temblaban a mis pies, menos fuerte pero aún evidentes. Agua arremolinada subía la popa rítmicamente, balanceando el barco.

Buscando un poco de tranquilidad me fui a la proa. No había nadie más fuera. Mientras caminaba a lo largo del barco, casi un cuarto de milla, el ruido fue disminuyendo poco a poco. Cuando llegué a proa, el extremo delantero del barco, no oía más ruido que el del agua rompiendo contra el casco. El sol poniéndose tras nosotros dibujaba la larga sombra del puente sobre la cubierta.

No había barandilla entre la cubierta y el agua. Dos gruesos cables paralelos, separados unos dos pies uno del otro, daban la vuelta al barco fijados a postes cada seis pies más o menos. Sería de lo más fácil escurrirse entre ellos e irse al agua.

Había un banquito atornillado en la proa. Se podía uno sentar y apoyarse en un pequeño baúl de herramientas y mirar al agua. La superficie era verde negruzca, pero en el lugar en el que el barco cortaba el agua se veía un espejeo de colores que iban desde el blanco lavanda al verde azulado y del verde al negro. Como dejar caer tinta negra sobre papel húmedo y ver cómo se separaba en sus diferentes matices.

Un cambio en la luz detrás de mí me hizo tensarme. Cogí la Smith & Wesson mientras Bledsoe llegaba junto a mí.

– Sería fácil empujarte ahora y decir luego que te habías caído.

– ¿Es una amenaza o una observación? -saqué la pistola y le quité el seguro.

Pareció asombrado.

– Quita esa maldita cosa de ahí. He salido para hablar contigo.

Volví a poner el seguro y metí la pistola en su funda. No me iba a servir de mucho tan de cerca, de todos modos. La verdad es que la había traído para impresionar.

Bledsoe llevaba una chaqueta gruesa de tweed sobre un jersey de cachemir azul pálido. Tenía un aspecto marinero y confortable. Yo sentía frío en mi hombro izquierdo; me había empezado a doler mientras estaba allí sentada mirando al agua.

– Exploto en seguida -dijo de pronto-. Pero no necesitas una pistola para mantenerme a raya, demonio.

– Muy bien. -Mantuve los pies en tensión para poder saltar a un lado.

– No hagas las cosas tan jodidamente difíciles -soltó.

No me moví, pero tampoco me relajé. El luchaba consigo mismo, no sabía si marcharse ofendido o si decir algo que le rondaba por la cabeza. Ganó la segunda posibilidad.

– ¿Fue Grafalk el que te contó mi desventura juvenil?

– Sí.

Asintió para sí.

– No creo que nadie más sepa… o aún le importe. Yo tenía diecinueve años. Había crecido en los arrabales del puerto. Cuando él me llevó a la oficina de Toledo, acabé manejando muchas transacciones en efectivo. Su error fue que nunca debería haber puesto a alguien tan joven delante de tanto dinero. Yo no lo robé. Bueno, es decir, sí lo robé. Lo que quiero decir es que no estaba pensando en guardarme el botín y huir a la Argentina. Sólo quería vivir a lo grande. Me compré un coche -sonrió al recordar-. Un Packard dos plazas rojo. En aquellos días era difícil conseguirse un coche y a mí me parecía ser el más elegante del puerto.

La sonrisa desapareció de su rostro.

– El caso es que era joven y alocado y me gasté la pasta abiertamente, deseando que me cogieran. Niels fue a verme y me contrató inmediatamente después de que me soltaran de Cantonville. Nunca lo mencionó en veinte años, pero se tomó como una ofensa personal el que yo fundara la Pole Star en el 74. Y empezó a echármelo en cara: que sabía que en el fondo era un delincuente y que no me había quedado con él más que para aprender los secretos de su organización y luego marcharme.

– ¿Por qué te marchaste?

– Hacía años que quería tener mi propio negocio. Mi mujer estaba enferma, tenía la enfermedad de Hodgkin, y no teníamos hijos. Supongo que canalicé toda mi energía hacia la navegación. Además, después de que Niels se negase a construir otro barco de mil pies, yo quería tener un barco así -palmeó afectuosamente los cabos-. Es un hermoso barco. Tardaron cuatro años en construirlo. Yo tardé tres en conseguir la financiación. Pero merece la pena. Estos chismes funcionan con un tercio del coste de un viejo quinientos pies. El espacio para la carga ocupa casi la longitud total. Puedo transportar siete veces la carga de un navio de quinientos pies… El caso es que lo deseaba con locura y para conseguirlo tuve que poner en marcha mi propia compañía.

¿Con cuánta locura?, me pregunté. ¿La suficiente como para hacer una chapuza mayor de la que había hecho treinta años antes y conseguir el capital suficiente?

– ¿Cuánto cuesta construir un barco como éste?

– El Lucelia vale casi cincuenta millones.

– ¿Cómo lo financiaste?

– Hicimos un poco de todo. Sheridan y Bemis aportaron sus ahorros y yo los míos. El Fort Dearborn Trust posee la mayor parte y acabamos consiguiendo una serie de préstamos con otros diez bancos. Otras personas aportaron su propio dinero. Es una inversión enorme y quiero estar seguro de que transporta cargas todos los días entre el veintiocho de marzo y enero para que podamos pagar la deuda.

Se sentó junto a mí en el banquito y me miró, sondeándome con sus ojos grises.

– Pero no es eso lo que vine a decirte. Quiero saber por qué Niels sacó a la luz la historia de mi pasado. Ni Bemis ni Sheridan la conocen, y si se hubiese sabido hace tres años, nunca hubiera podido construir esta hermosura. Si Niels quería herirme, podía haberlo hecho entonces. Así que, ¿por qué te lo dijo ahora?

Era una buena pregunta. Miré el agua revuelta, intentando recordar mi conversación con Grafalk. Puede que quisiese ventilar parte de su amargura oculta contra Bledsoe. No podía ser un deseo de proteger a Phillips. También había sugerido historias acerca de Phillips.

– ¿Qué sabes de la relación entre Grafalk y Clayton Phillips?

– ¿Phillips? No mucho. Niels le acogió bajo su ala en la época en que yo fundé la Pole Star. Como él y yo no nos habíamos separado amistosamente que digamos, no le veía mucho. No sé cuál fue el trato. A Niels le gusta promocionar a jóvenes. Yo fui probablemente el primero y hubo muchos otros a lo largo de los años -arrugó la frente-. En general, todos eran más competentes que Phillips. No sé cómo consigue mantener la oficina en marcha.

Le miré fijamente.

– ¿Qué quieres decir?

Bledsoe se encogió de hombros.

– Es tan… tan melindroso. No, no es ésa la palabra. Tiene cerebro, pero se lía. Tiene representantes de ventas que se supone deberían manejar los contratos de embarque, pero no es capaz de dejarles a ellos que lo hagan. Siempre se inmiscuye en las negociaciones. Como no está al día de los mercados, a menudo echa a perder buenos negocios y carga a la Eudora con contratos demasiado caros. Me di cuenta cuando era expedidor de Niels, hace diez años, y lo veo ahora que llevo mi propio negocio.

Aquello no sonaba delictivo; sólo estúpido. Lo dije y Bledsoe rió.

– ¿Buscas un delito para mantener animado el negocio o qué?

– No necesito mantener animado el negocio. Tengo muchísimo que hacer en Chicago si alguna vez consigo aclarar este asunto.

Me levanté. Viajar de polizón en el Lucelia había sido una de mis ideas más estúpidas. Ninguno de ellos me diría nada y yo no sabía cómo separar la lealtad lógica hacia el barco y la lealtad mutua del ocultamiento de un delito.

– Pero lo voy a descubrir -dije en voz alta sin darme cuenta.

– Vic, no te enfades tanto. Nadie de este barco intentó matarte. Ni siquiera estoy seguro de que nadie intentara matarte en absoluto -levantó una mano cuando yo iba a decir algo-. Ya sé que sabotearon tu coche. Pero seguramente lo hicieron un par de gamberros que no te habían visto en su vida.