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Tan pronto como me terminé las patatas fritas, me fui en busca de un teléfono público. Había uno en la parte de fuera de la cabina de observación, pero había ocho personas haciendo cola fuera para utilizarlo. Finalmente encontré otro tres manzanas más allá, frente a un hotel incendiado. Llamé al aeropuerto de Sault Ste. Marie. El único vuelo a Chicago salía dos horas más tarde. Reservé una plaza y busqué una compañía de taxis para que me mandase un coche que me llevase al aeropuerto.

Sault Ste. Marie es aún más pequeño que Thunder Bay. El aeropuerto era un hangar y una cabaña, ambos muy castigados por los elementos. Unos cuantos aviones privados, Cessnas y cosas así, se encontraban en el extremo del campo. No vi nada que pareciese un avión comercial. Tampoco veía gente. Finalmente, después de caminar por allí durante diez minutos mirando por los rincones, encontré a un hombre tumbado de espaldas bajo un avión minúsculo.

Salió a regañadientes en respuesta a mis gritos.

– Estoy buscando el avión de Chicago.

Se pasó una mano grasienta por la cara ya sucia.

– Aquí no están los aviones de Chicago. Este lugar sólo lo usan unos cuantos aviones privados.

– Pero si acabo de llamar. Hice una reserva.

Sacudió la cabeza.

– El aeropuerto comercial está a veinte millas carretera abajo. Es mejor que vaya usted allí.

Sentí un peso sobre los hombros. No sabía de dónde sacar la energía para recorrer otras veinte millas. Suspiré.

– ¿Tiene algún teléfono desde el que pueda llamar a un taxi?

Señaló con un gesto el extremo más alejado del polvoriento edificio y volvió a meterse debajo del aeroplano.

Se me ocurrió una cosa.

– ¿Martin Bledsoe guarda su avión aquí o en el otro aeropuerto?

El hombre volvió a mirarme.

– Estaba aquí. Cappy se fue en él hace unos veinte minutos.

– ¿Cappy?

– Su piloto. Un tipo llegó y dijo que Bledsoe quería que le llevase a Chicago.

Estaba demasiado cansada para sentir nada más: sorpresa, asombro o rabia. Mis emociones estaban lejos.

– ¿Un tipo con el pelo muy rojo? ¿Con una cicatriz en el lado izquierdo de la cara?

El mecánico se encogió de hombros.

– No me fijé en la cicatriz. Desde luego que tenía el pelo rojo.

Cappy le había estado esperando. Bledsoe le había telefoneado y se lo había dicho la noche anterior. Todo lo que sabía el mecánico era que le había encargado a Cappy un viaje a Chicago. El tiempo seguía siendo bueno sobre el lago Michigan. Estarían allí alrededor de las seis. Volvió a meterse bajo el aparato.

Me fui tambaleante y encontré un teléfono, un viejo cacharro negro del tipo de los que a la compañía de teléfonos le avergüenza vender hoy en día. La compañía de taxis accedió a mandarme un coche para que me llevase al otro aeropuerto a tiempo para coger el avión.

Me encogí en la acera frente al hangar mientras esperaba, demasiado cansada como para permanecer de pie, luchando contra el sueño. Me preguntaba entre sueños qué haría si el taxi no me llevaba a tiempo al otro aeropuerto.

Esperé largo tiempo. La bocina del taxi me despertó de mi ensueño y me puse de pie. Me volví a dormir por el camino. Llegamos al Aeropuerto Internacional de Chippewa County con diez minutos de margen. Otra terminal minúscula, donde un gordo amistoso me vendió el billete y nos ayudó a mí y a otros dos pasajeros a subir a bordo del avión de hélice.

Pensé que dormiría durante todo el vuelo, pero no dejé de darle vueltas a la cabeza inútilmente durante el viaje interminable. El avión se detuvo en tres pequeñas ciudades de Michigan. Soporté el viaje con la pasividad producida por tantas emociones. ¿Por qué habría hecho volar Bledsoe su propio barco? ¿Qué más haría Mattingly para él? Bledsoe me había invitado dócilmente a echar un vistazo a sus papeles financieros. Y aquello significaba que los papeles realmente importantes estaban en otra parte y los libros falsos estaban a disposición de los banqueros y los detectives. Pero había sufrido un auténtico choque cuando el Lucelia explotó. Aquella cara gris no era fingida. Bien, puede que sólo quisiera averiarlo ligeramente para poder cobrar el seguro y acabar con sus obligaciones financieras. No querría que su orgullo saltase en pedacitos por el aire, pero quizá Mattingly utilizó un explosivo equivocado. O demasiado potente. En cualquier caso, se había pasado.

¿Por qué me había ofrecido Bledsoe llevarme a Chicago si iba a llevar a Mattingly? Puede que supiera que no iba a tener que cumplir con su ofrecimiento. O, si esperaba que los daños en el Lucelia fueran leves, podía haberse marchado. Pero entonces, ¿cómo me habría explicado la presencia de Mattingly?

Daba vueltas y vueltas con aquellas especulaciones inútiles sin conseguir más que un dolor de cabeza. En el fondo sentía gran amargura. Parecía que Bledsoe, que me había hablado de manera tan encantadora la noche anterior acerca de Peter Grimes, me había engañado. Puede que pensase que yo iba a ser un testigo imparcial de su sorpresa ante el desastre. No me gustaba que hiriesen mi ego. Bueno, al menos no me había ido a la cama con él.

En O'Hare busqué a Mattingly en el listín telefónico. Vivía cerca de Logan Square. A pesar de que era tarde, exhausta, con la cabeza estallando y la ropa hecha un asco, cogí un coche y me fui derecha allí desde el aeropuerto. Eran las nueve y media cuando llamé al timbre de un coqueto bungalow en el 3600 de Pulaski.

Me abrió la puerta casi inmediatamente la joven e indefensa esposa de Mattingly, Elsie. Andaba a vueltas con los últimos momentos de su embarazo y se quedó boquiabierta cuando me vio. Me di cuenta de que debía tener un aspecto de lo más chocante.

– Hola, Elsie -dije, entrando en un pequeño vestíbulo-, soy V. I. Warshawski, la prima de Boom Boom. Nos hemos visto un par de veces en fiestas del equipo, ¿recuerdas? Necesito hablar con Howard.

– Yo… Sí, me acuerdo. Howard… Howard no está aquí.

– ¿No? ¿Estás segura de que no está arriba durmiendo en la cama o algo así?

Las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas redondas e infantiles.

– No está aquí. No está. Pierre… Pierre ha llamado tres veces y la última vez le amenazó. Pero, la verdad, no sé dónde está. Creí… creí que en el Coeur d'Argent con Pierre. Pero no estaba allí y yo no sé dónde está y el niño está a punto de venir ¡y estoy tan asustada! -ahora lloraba de verdad.

La conduje hasta la sala de estar y la senté en un sofá azul brillante cubierto de plástico. Una labor de punto cuidadosamente doblada yacía sobre la mesilla de café. Evidentemente llenaba sus días solitarios y asustados haciendo ropa para el bebé. Le froté las manos y le hablé para tranquilizarla. Cuando me pareció algo más calmada, me fui hasta la cocina y le preparé un tazón de leche humeante. Mirando a mi alrededor encontré un poco de ginebra bajo el fregadero. Me serví un buen chorro con un poco de zumo de naranja y llevé las dos bebidas a la sala. Mi brazo izquierdo protestaba incluso ante aquella carga tan ligera.

– Vamos; bebe esto. Te hará sentir un poco mejor… Venga, así. ¿Cuándo viste a Howard por última vez?

Se había marchado el lunes con un pequeño neceser, diciendo que estaría de vuelta el miércoles. Ya era viernes. ¿Dónde estaba? No, no había dicho a dónde iba. ¿Le sonaba de algo Thunder Bay? Se encogió de hombros indefensa, con lágrimas bailándole en los ojos azules. ¿Sault Ste. Marie? Se limitó a sacudir la cabeza llorando en silencio, sin decir nada.

– ¿Dijo algo Howard acerca de la gente con la que iba a ir?

– No -hipó-. Y cuando le dije que tú habías preguntado, se… se puso como loco. Me… me pegó y me dijo que no le hablase de nuestros asuntos a… a nadie. Y luego hizo la maleta y dijo que mejor no me decía a dónde… a dónde iba, porque… porque yo iba a contarlo todo por ahí.