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Después de desayunar, caminé la milla que separa el apartamento de Lotty del mío en Halsted. Estaba perdiendo la forma de tanto andar tumbada por ahí, pero no estaba segura de poder correr todavía, y sabía que no podría levantar mis pesas de diez libras.

El buzón estaba rebosante. Recibo el Wall Street Journal todos los días. Cinco números se amontonaban con las cartas y un paquetito en el suelo. Lo cogí todo con los dos brazos y subí los tres pisos hasta mi apartamento.

– Nada como el hogar -murmuré para mí, mirando con ojos amargados el polvo, las revistas tiradas por la sala y la cama, que llevaba ya más de dos semanas sin hacer. Dejé el correo a un lado y me lancé a uno de mis raros ataques de limpieza hogareña, pasando la aspiradora, limpiando el polvo y colgando la ropa. Como me había cargado un traje, un par de vaqueros, un jersey y una blusa desde que me marché de casa, había menos que recoger.

Resplandeciente de virtud, me senté con una taza de café para mirar el correo. La mayoría eran facturas, que tiré sin abrir. ¿Para qué mirarlas si lo único que iba a conseguir era deprimirme? Un sobre contenía un cheque de tres mil quinientos dólares de la Ajax para comprarme un nuevo coche. Agradecí al servicio postal de los Estados Unidos sus cuidados. Me habían dejado el cheque en el suelo del vestíbulo, para que cualquier drogadicto de Halsted se lo encontrara. También, metidas en una cajita, estaban las llaves del apartamento de Boom Boom con una nota del sargento McGonnigal diciendo que la policía había acabado su investigación y que podía utilizarlo cuando quisiera.

Me serví más café y pensé en lo que tendría que hacer. El primero en la lista era Mattingly. Llamé a Pierre Bouchard y le pregunté dónde podría encontrar a Mattingly si estaba en la ciudad pero no en casa.

Chasqueó la lengua.

– No sé decirte, Vic. Siempre he evitado a ese hombre. Pero preguntaré por ahí y veré qué puedo averiguar.

Le dije que Elsie estaba a punto de dar a luz y volvió a chasquear la lengua.

– ¡Ese hombre! ¡Menudo tipejo!

– Por cierto, Pierre, ¿sabes si Howard sabe bucear?

– ¿Bucear? -repitió-. No, Vic, ya te digo que no le conozco bien. No conozco sus costumbres personales. Pero preguntaré… Ah, no cuelgues. Tengo el nombre ése para ti.

– ¿Qué nombre?

– ¿No llamaste a Anna antes de marcharte? Querías saber el nombre del hombre que conocimos en Navidad, cuando Boom Boom conoció a Paige Carrington.

– Ah, sí. -Me había olvidado completamente. El hombre que estaba interesado en comprar unas acciones de los Halcones Negros, el hombre para el que Odinflute había organizado aquella fiesta.

– Se llama Niels Grafalk. Myron dice que decidió no comprar al final.

– Ya -dije débilmente. No dije nada más y, después de un momento, Bouchard dijo:

– ¿Vic? ¿Vic? ¿Sigues ahí?

– ¿Qué? Ah, sí, Pierre… Avísame si sabes algo de Mattingly.

Aunque distraída, me fui con mi cheque a Humboldt Olds, donde compré un Omega, un modelo rojo de 1981 con cincuenta mil millas y dirección y frenos hidráulicos. Tuve que firmar un contrato de financiación de ochocientos dólares, pero no me resultaría imposible de pagar. No tenía más que alquilar el apartamento de Boom Boom por una buena cantidad en cuanto todo el lío estuviese aclarado. Si es que se aclaraba alguna vez.

Así que Niels Grafalk estuvo interesado en los Halcones Negros. Y Paige había ido a la misma fiesta. ¿Y a quién conocía ella? ¿Quién la había llevado? Era una coincidencia interesante. Me preguntaba si me lo diría si la llamaba.

Conduje en un estado de semiinconsciencia y llegué al apartamento de Boom Boom a las tres y media, aparcando el Olds frente a una señal de PROHIBIDO APARCAR entre Chestnut y Séneca. Después de dos semanas de abandono, incluyendo un robo y una investigación policial, el lugar tenía un aspecto mucho peor que el que tenía el mío aquella mañana. El polvo gris de los detectores de huellas cubría todos los papeles. La tiza blanca marcaba aún el contorno del cuerpo de Henry Kelvin junto al escritorio.

Me serví un vaso de Chivas. Estaba lista si iba a hacer dos limpiezas en un mismo día. En lugar de ello, hice un intento de reordenar los papeles por categorías. Contrataría a un equipo de limpieza y un pasante para hacer el resto del trabajo. Francamente, estaba harta de aquel lugar.

Di una vuelta al apartamento para recoger cosas que me interesaran: el primer y el último palo de hockey de Boom Boom, un tótem de Nueva Guinea del salón y varias fotos suyas en diversas posturas de hockey que cogí de la habitación de invitados. Una vez más, mi foto vestida de toga en la escuela de leyes me sonrió tontamente desde la pared. La cogí y la añadí al montón que llevaba bajo el brazo.

Una vez que el pasante repartiera los papeles entre las personas a las que pertenecían y los de la limpieza hubiesen eliminado el polvo grasiento, pondría el apartamento y el resto de sus posesiones a la venta. Con un poco de suerte, nunca tendría que volver a visitar aquel lugar. Metí las cosas en el maletero y me marché. No me habían puesto una multa. Puede que mi suerte hubiese empezado a cambiar.

Próxima parada: las oficinas de la Eudora. Me moría de ganas de hablar con Bledsoe y preguntarle por qué Mattingly se había ido de Sault Ste. Marie en su aeroplano, pero seguía pensando que las finanzas de Phillips merecían toda mi atención de momento.

La última hora de la tarde del sábado era un curioso momento para visitar el puerto de Chicago. No había gran actividad en los silos. Los grandes barcos parecían gigantes dormidos, preparados para entrar en frenética actividad si los despertaban. Metí el Omega en el aparcamiento de la oficina regional de la Eudora y me encontré andando de puntillas por el asfalto hasta llegar a una puerta lateral.

Había una campanilla en el muro con un cartelito que decía: «PARA DEJAR MERCANCÍA, LLAMEN». Llamé varias veces y esperé cinco minutos. No vino nadie. Si había vigilante nocturno, no estaba por allí. Saqué del bolsillo de atrás un juego de ganzúas de ladrón y me dispuse a abrir la puerta metódicamente.

Diez minutos más tarde, me encontraba dentro del despacho de Phillips. Él o la eficiente Lois se cuidaban de que los archivos quedaran cerrados con llave. Con un suspiro de resignación, volví a sacar mis ganzúas y abrí los cajones de aquella habitación y los tres del escritorio de Lois que estaba fuera. Llamé a Lotty, le dije que no iría a cenar y me puse a trabajar. Si lo hubiera pensado antes, me habría llevado unos sandwiches y un termo de café.

Phillips guardaba un curioso montón de porquerías en el cajón de arriba de su escritorio. Tres clases diferentes de antiácidos; agendas de hacía seis años, la mayoría sin usar; gotas para la nariz; un viejo par de chanclos; dos calculadoras rotas y extraños trozos de papel. Los cogí, los alisé con cuidado y los leí. La mayoría eran mensajes telefónicos que había arrugado y echado al cajón. Un par de Grafalk, uno de Argus. Los otros eran nombres que no reconocí, pero los anoté por si avanzaba tanto que necesitara comprobarlos.

Los libros estaban en un archivador de nogal junto a la ventana. Los saqué con prontitud. Eran papeles de ordenador, impresos una vez al mes, verificados con las sumas del año y comparados con los años anteriores. Después de llevar un rato mirando, encontré el informe A36000059-G, los pagos a los transportistas. Todo lo que necesitaba era mi lista de contratos y podría comparar las fechas y ver si eclass="underline" total coincidía.

Al menos eso pensé. Fui a ver en los cajones de Lois y encontré los originales de los contratos que Janet me había fotocopiado. Me los llevé al despacho de Phillips para compararlos con el informe A36000059-G. Entonces me di cuenta de que los libros estaban archivados por número de factura, no por fecha de contrato. Al principio pensé que podría comparar los totales de los pedidos de compra individuales del libro; saqué las de la Pole Star como ejemplo.