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Desgraciadamente, los transportistas al parecer metían más de un servicio en cada factura. Los totales de las facturas eran mucho mayores que las transacciones individuales y el número total de facturas pagadas mucho menor, y me pareció que aquélla era la única explicación.

Sumé y resté, comparando los números de todas las maneras que se me ocurrieron, pero me vi forzada a reconocer que no era capaz de sacar ninguna conclusión sin tener las facturas parciales. Y no las encontraba por ninguna parte. Ni una. Revisé todos los demás cajones de Phillips y los de Lois y finalmente los archivadores. No encontré ni una sola factura allí.

Antes de dar por terminada la velada, miré en la sección de nóminas de las carpetas. Allí estaba en primer lugar el sueldo de Phillips, tal como Janet me había dicho. Si hubiese sabido que iba a meterme en aquel lugar, nunca le hubiera pedido que mirase en la papelera y se arriesgara a que la echasen.

Me golpeé ligeramente los dientes con un lápiz. Si Phillips estaba sacando dinero extra de la Eudora, no era por medio de su nómina. Además, los libros se imprimían en los ordenadores de la Eudora, en Kansas. Si estaba manipulando las cuentas tenía que ser más sutil.

Me encogí de hombros y miré el reloj. Eran pasadas las nueve. Estaba cansada. Muy hambrienta. Y me dolía el hombro. Me merecía una buena cena, un largo baño y un sueño profundo, pero aún me quedaba un recado por hacer en la agenda del día.

De vuelta en mi apartamento, eché un poco de pasta congelada en una olla con tomates y albahaca y abrí el grifo del baño. Enchufé el teléfono en el cuarto de baño y llamé a la casa de Phillips en Lake Bluff. No estaba, pero su hijo preguntó amablemente si quería dejar algún mensaje.

Saqué la pierna derecha del agua y me froté con la esponja llena de jabón mientras me lo pensaba.

– Soy V. I. Warshawski -dije, deletreándoselo-. Dígale que los auditores del señor Argus querrán saber dónde están las facturas que faltan.

El chico me repitió el mensaje, dudoso.

– Eso es.

Le di mi número y el de Lotty y colgué.

La pasta hervía con un ruido agradable y me la llevé conmigo al dormitorio mientras me vestía: pantalones de terciopelo negro con una blusa de cuello alto y una torera ajustada de terciopelo roja y negra. Tacones y grandes pendientes. Lista para una velada en el teatro. O para el final de una velada en el teatro. Por algún extraño milagro, no me eché tomate en la blusa blanca. Desde luego, me estaba cambiando la suerte.

Llegué a Windy City Balletworks a las diez y media en punto. Una aburrida joven en mallas y falda envolvente me dijo que la obra acabaría dentro de diez minutos. Me dio un programa y me dejó entrar sin pagar.

El pequeño teatro estaba a rebosar y no me molesté en encontrar un sitio en la penumbra. Me apoyé contra la pared de atrás, quitándome los zapatos y quedándome en medias junto a las salidas. Se estaba representando un vigoroso pas de deux de un ballet clásico. Paige no era la bailarina. Fuera quien fuese, parecía técnicamente buena, pero le faltaba la chispa que Paige ponía en sus actuaciones. Toda la compañía apareció en el escenario en un complicado final y se acabó el espectáculo.

Cuando se encendieron las luces, miré parpadeando el programa para asegurarme de que Paige bailaba aquel día. Sí, Pavana para un camello se había representado justo antes del segundo acto de Giselle que acababa de ver.

Volví al vestíbulo y seguí a un pequeño grupo de personas hacia la puerta que llevaba directamente a los vestuarios. En lugar de abordar a Paige en su vestuario compartido, me senté fuera a esperarla en una silla plegable. Los bailarines empezaron a salir en grupos de dos o de tres, sin dignarse echarme ni una mirada. Había ido provista de una novela, recordando los cuarenta y cinco minutos de la vez anterior, y pasé las páginas, levantando la vista en vano cada vez que la puerta se abría.

Pasaron cincuenta minutos. En el momento en que me convencía de que se habría ido al acabar la Pavana, salió. Como siempre, su exquisito aspecto me hizo sentir un poco deprimida. Aquella noche llevaba un abrigo de piel plateado, posiblemente zorro, que le hacía parecerse a Geraldine Chaplin en Doctor Zhivago.

– Hola, Paige. Me temo que llegué demasiado tarde para ver la Pavana. Puede que la vea mañana en la sesión de tarde.

Se dio un ligero susto y luego sonrió con cautela.

– Hola, Vic. ¿Qué preguntas impertinentes has venido a hacerme? Espero que sean pocas, porque llego tarde a una cita para cenar.

– ¿Tratando de ahogar tus penas?

Me lanzó una mirada indignada.

– La vida sigue, Vic. Tendrías que aprenderlo.

– Así es, Paige. Siento tener que hacerte volver a un pasado que estás tratando de olvidar, pero me gustaría saber quién te llevó a la fiesta de Guy Odinflute.

– ¿Quién… qué?

– ¿Recuerdas la fiesta de Navidad en la que conociste a Boom Boom? Niels Grafalk quería conocer a algunos jugadores de hockey para decidir si invertía en los Halcones Negros, y Odinflute le organizó una fiesta. ¿O has decidido borrar eso de tu mente junto con todo el pasado reciente?

Sus ojos se pusieron repentinamente oscuros y enrojeció. Sin una palabra, levantó la mano para abofetearme. Le cogí la muñeca y con suavidad le bajé la mano hasta el costado.

– No me pegues, Paige. He aprendido a pelear en la calle y no me gustaría perder la paciencia y hacerte daño… ¿Quién te llevó a la fiesta de Odinflute?

– ¡A ti qué te importa! Y ahora, ¿quieres hacer el favor de largarte del teatro antes de que llame al guarda y le diga que me estás molestando? Y, por favor, no vuelvas nunca. Me pondría enferma que estuvieses contemplándome mientras bailo.

Se marchó andando con airoso furor por el vestíbulo y salió. La seguí a tiempo de verla meterse en un sedán oscuro. Conducía un hombre, pero no pude verle la cara en la débil luz.

No me sentía de humor para tener compañía, ni siquiera la de Lotty. La llamé desde mi apartamento para decirle que no se preocupase. Normalmente no lo hacía, pero sabía que se había preocupado mucho cuando la destrucción del Lucelia.

Por la mañana bajé a la esquina a comprar el Herald Star del domingo y unos croissants. Mientras caía el café en mi cafetera de porcelana, intenté localizar a Mattingly. Nadie contestó. Me preguntaba si Elsie habría ido ya al hospital. Llamé a Phillips, pero tampoco contestaron. Eran casi las once. Puede que tuvieran que hacer una aparición ritual en la iglesia presbiteriana de Lake Bluff.

Apoyé el periódico contra la cafetera y me senté a leerlo. Una vez le dije a Murray que la única razón por la que compraba el Herald Star era porque tenía más historietas que todos los demás periódicos de la ciudad. También es el que mejor informa de los delitos. Pero siempre leo antes las historietas.

Iba por la segunda taza cuando me encontré una noticia sobre Mattingly. Casi no me doy cuenta. El titular de una página interior decía: Víctima de un atropello en Kosciuszko Park, pero me fijé en su nombre y leí la noticia entera:

«El cuerpo de un hombre identificado como Howard Mattingly fue encontrado la noche pasada en Kosciuszko Park. Víctor Golun, de veintitrés años, con domicilio en North Central Avenue, corría por el parque a las diez de la pasada noche, cuando se encontró el cuerpo de Mattingly escondido detrás de un árbol en uno de los senderos para corredores. Mattingly, de treinta y tres años, era un ala suplente de los Halcones Negros de Chicago. La policía dice que lo atropello un coche y que le trasladaron al parque a que muriera. Estiman que llevaba muerto unas veinte horas cuando Golun lo encontró. Mattingly deja esposa, Elsie, de veinte años, dos hermanos y madre.»