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Alrededor de medianoche, el Star le llamó a través de su busca personas y se marchó a ocuparse de un tiroteo de la Mafia en River Forest. Los buscapersonas son uno de los inventos más inútiles del siglo veinte. ¿Qué diferencia hay en que tu oficina te encuentre ahora o una hora más tarde? ¿Por qué no concederte un descanso?

Se lo pregunté a Murray mientras se estiraba la camiseta sobre los rizos cobrizos de su pecho.

– Si no supieran dónde encontrarme, el Sun Times o el Trib me pisarían la información -murmuró a través de la tela.

– Sí -gruñí, tumbándome en la cama-. Los americanos temen que si se desconectan de sus juguetes electrónicos durante cinco minutos van a perdérselo… todo. La vida. Imagina que no hubiera televisión, ni teléfonos, ni buscapersonas, ni ordenadores durante tres minutos. Te morirías. Serías como una ballena varada en la playa.

Me estaba lanzando en una apasionada crítica contra los aparatos de los que dependemos y Murray me tiró una almohada a la cara.

– Hablas demasiado, Vic.

– Eso es lo que le pasó a la chica de Buscando a Mr. Goodbar -me tambaleé desnuda detrás de él hasta el vestíbulo para correr los cerrojos cuando se fuera-. Se lleva al chico a casa y él la ahoga con su propia almohada… Espero que escribas la crónica definitiva sobre la Mafia en Chicago y consigas echarlos de la ciudad.

Cuando Murray se marchó, no pude volver a dormir. Nos habíamos acostado temprano, alrededor de las siete y media, y habíamos dormido un par de horas. En aquel momento sentía los cabos sueltos dándome vueltas en la cabeza como tiras de tallarines. No sabía dónde encontrar a Bledsoe. Era demasiado tarde para llamar a casa de los Phillips de nuevo. Demasiado tarde para llamar a Grafalk y averiguar si había ido solo a aquella fiesta de Navidad. Ya me había colado en las oficinas de la Eudora. Incluso había limpiado mi apartamento. A menos que quisiera ponerme a lavar platos por segunda vez en veinticuatro horas, no tenía nada que hacer más que ir y venir.

Alrededor de la una y media las paredes empezaron a caérseme encima. Me vestí y cogí uno de los pendientes de diamantes de mi madre de la caja fuerte de mi armario. Salí a Halsted, desierta a aquellas horas de la mañana, excepto por unos cuantos borrachos. Entré en el Omega y me dirigí a Lake Shore Drive. Fui hacia el sur durante unas cuantas millas, atravesé el Loop y me metí por Meigs Field, el pequeño aeropuerto de Chicago que está a la orilla del lago.

Las luces azules de aterrizaje no iluminaban nada en la densa oscuridad. Parecían como puntos sin sentido, no parecían formar parte de una organización humana. Tras la pequeña pista de aterrizaje se veía el lago “Michigan, una presencia oscura”. Ni siquiera un buscapersonas me unía al resto del mundo.

Crucé la pista y paseé por las rocas llenas de algas hasta llegar al borde del agua, temblando ante la amenaza innombrable del agua negra. El agua que batía a mis pies parecía atraerme hacia ella. Todas las cosas oscuras que uno teme son fascinantes. No pienses en ahogarte, en Boom Boom jadeando y luchando por respirar. Piensa en el descanso infinito, sin responsabilidades, sin necesidad de control. Sólo el descanso perfecto.

El rugido de un motor me devolvió a la realidad. Un avión biplaza estaba aterrizando. Parecía una criatura viviente, con sus luces destellando alegres y las alas batiendo al descender, como un insecto ruidoso posándose para descansar un poco.

Volví por encima de las rocas hasta la pequeña terminal. No había nadie en la sala de espera. Volví a salir y seguí a los dos hombres que acababan de llegar hasta una oficina. Allí, un joven delgado con pelo color paja y nariz muy puntiaguada se puso a ver con ellos sus hojas de vuelo. Hablaban de cierto viento que les había cogido cerca de Galena y los tres se enzarzaron en animada discusión acerca de lo que podía haberlo provocado. Aquello continuó durante unos diez minutos más, mientras yo vagaba por la habitación mirando diversas fotografías aéreas de la ciudad y el campo circundante.

Por fin, el joven delgado se separó a regañadientes del mapa meteorológico y me preguntó si podía servirme en algo.

La lancé mi sonrisa más zalamera: Lauren Bacall intentando convencer a Sam Spade de que le hiciera el trabajo sucio.

– Vine en el avión del señor Bledsoe el viernes pasado por la noche y creo que he perdido allí un pendiente -saqué el diamante de mi madre del bolsillo de la cazadora-. Es como éste. Debió salirse el cierre.

El joven frunció las cejas.

– ¿Cuándo llegó usted?

– El viernes. Creo que fue alrededor de las cinco.

– ¿Qué avión tiene Bledsoe?

Me encogí de hombros, femenina e indefensa.

– No sé. Tiene seis plazas, creo. Es nuevo -añadí para colaborar-. La pintura es nueva y brillante…

El joven cambió una mirada masculina de entendimiento con los otros dos. Las mujeres son tan estúpidas… Sacó un diario de vuelo de un cuaderno y pasó el dedo por las notas.

– Bledsoe. Ah, sí. Un Piper Cub. Llegó el viernes a las cinco y veinte. Sólo iba un pasajero. El piloto no dijo nada de una mujer.

– Bueno, le pedí que no lo hiciera. No quería que nadie supiese que iba en el aparato. Pero ahora que he perdido el pendiente… No sé qué haré… ¿Va a venir Cappy esta mañana? ¿Podría pedirle que me lo busque?

– Sólo viene cuando Bledsoe necesita volar.

– Bueno, ¿y no tiene su número de teléfono?

Después de un rato de carraspeos y vacilaciones, durante los cuales los otros dos estuvieron haciéndose guiños a escondidas, el joven me dio el número de Cappy. Le di las gracias efusivamente y me marché. El fin justifica los medios.

De vuelta a casa me acordé de los recuerdos que me había llevado del apartamento de Boom Boom y los saqué del maletero. Mi brazo izquierdo seguía curándose a pesar de que no hacía más que abusar de él, y el peso no me produjo más que unos tirones de poca monta. Con todo metido bajo el brazo derecho, abrí la cerradura del portal con la izquierda. El tótem de Nueva Guinea empezó a tambalearse. Luché por impedir que cayera y las fotos se estrellaron contra el suelo. Juré entre dientes, lo puse todo en el suelo, abrí la puerta con las dos manos, la empujé de una patada y metí las cosas como es debido dentro del edificio.

Había conseguido salvar el tótem, pero los cristales de las fotos estaban rotos. Los puse sobre la mesita de café y separé los marcos, tirando los cristales a una papelera.

Mi foto con la toga estaba muy ajustada al marco. Boom Boom debía de haber puesto muchas hojas de cartón dentro para que la parte de atrás estuviese bien encajada.

«No tenías que haberme comprado un marco tan barato, Boom Boom», murmuré para mí. Finalmente me fui a la cocina a por un par de guantes del horno. Con ellos puestos, conseguí sacar el marco de la parte de atrás, lanzando vidrios por todos lados. Entre la foto y la parte de atrás había un fajo de papeles blancos muy doblados. Por eso la foto estaba tan apretada.

Desdoblé el fajo. Resultaron ser dos papeles. Uno era una factura de la Grafalk-Steamship Line a la Compañía de Grano Eudora. Condiciones: diez días, dos por ciento, treinta días, neto, sesenta días, dieciocho por ciento de interés. Reflejaba cargas por barco, fecha de embarque y fecha de llegada. La segunda hoja, escrita por la meticulosa mano de Boom Boom, era una nota de seis fechas en las que la Pole Star había perdido embarques a favor de la Grafalk.

Boom Boom también había anotado las ofertas. En cuatro casos, la Pole Star era el postor más bajo. Me puse a buscar por todo el apartamento la bolsa con las copias de los contratos y luego me acordé de que las había dejado en casa de Lotty. Ni siquiera a Lotty podía levantarla a las tres de la mañana para recoger unos papeles.