Выбрать главу

Me serví un buen whisky y me quedé junto a la ventana de la sala para bebérmelo. Miraba el tráfico nocturno que pasaba por Halsted. Boom Boom había intentado llamarme para contarme lo que había descubierto. Al no localizarme, metió los papeles detrás de mi fotografía. No para que yo los encontrase, sino para ocultarlos de otros. Pensó que los recuperaría y podría dármelos; por eso no me había dejado ningún mensaje. Un espasmo de dolor me contrajo el pecho. Echaba muchísimo de menos a Boom Boom. Quería llorar, pero no me salían las lágrimas.

Por fin me alejé de la ventana y me fui a la cama. No dormí mucho, y cuando dormí lo hice atormentada por sueños en los que Boom Boom estiraba sus brazos en un lago frío y negro mientras yo estaba allí sin poder hacer nada. A las siete abandoné todo intento de descansar y me di un baño. Esperé hasta las ocho y llamé al piloto de Bledsoe, Cappy. Lo cogió su esposa, que fue a avisarle al patio de atrás, donde estaba plantando petunias.

– ¿Señor Cappy? -dije.

– Capstone. La gente me llama Cappy.

– Ya… Señor Capstone, me llamo Warshawski. Soy detective y estoy investigando la muerte de Howard Mattingly.

– No he oído nunca hablar de él.

– ¿No era él el pasajero que llevó desde Sault Ste. Marie el viernes por la noche?

– No. No era ése.

– ¿No tenía el pelo rojo brillante? ¿Y una cicatriz a la izquierda de la cara? ¿Muy robusto?

Dijo que parecía ser la misma persona.

– Bien, creemos que viajaba bajo nombre supuesto. Apareció muerto la noche pasada. Lo que estoy intentando averiguar es a dónde fue cuando se marchó del aeropuerto.

– Ni idea. Sólo sé que le esperaba un coche en Meigs. Se metió dentro y se largó. Yo estaba rellenando el diario de vuelo y ni me fijé.

No había visto al conductor. No, no podía decir qué marca de coche era. Era grande, no una limusina, pero podía haber sido un Cadillac o un Oldsmobile.

– ¿Cómo es que trajo a ese hombre de vuelta a casa? Creí que iba usted a llevar al señor Bledsoe, pero se marchó antes de que el Lucelia entrase en la esclusa.

– Sí, bueno, es que el señor Bledsoe me llamó y me dijo que no iba a volar conmigo. Me dijo que llevase al tipo ése. Dijo que se llamaba Oleson y eso es lo que puse en el diario de vuelo.

– ¿Cuándo le llamó Bledsoe? Estuvo a bordo del barco durante todo el viernes.

Le había llamado el jueves por la tarde. No, Cappy no podía asegurar que fuese Bledsoe. De hecho, el propio Bledsoe le había llamado para hacerle la misma pregunta. Pero él no aceptaba órdenes de nadie más que del dueño del avión, así que, ¿qué otro podía haber sido?

La lógica de tal argumento se me escapaba. Le pregunté para quién más volaba, pero se picó y dijo que la lista de sus clientes era confidencial.

Al colgar, lentamente, me volví a preguntar si no sería hora de darle mi información acerca de Mattingly a Bobby Mallory. La policía podría poner su maquinaria investigadora en movimiento y preguntar a todo el mundo que hubiera estado en Meigs Field el viernes por la noche hasta que encontrase a alguien que identificara el coche. Miré los documentos de Boom Boom que estaban en la mesa junto al teléfono. La respuesta a todo aquel jaleo se encontraba en aquellos papeles. Me daba veinticuatro horas más, y luego iba a ver a Bobby.

Intenté llamar a la Pole Star. La línea estaba ocupada. Llamé a la Eudora. La recepcionista me dijo que el señor Phillips no había llegado aún. ¿Le esperaban? Que ella supiese, sí. Llamé a su casa de Lake Bluff. La señora Phillips me dijo secamente que su esposo se había marchado a trabajar. ¿Así que había ido a casa la noche anterior? Me colgó otra vez.

Me hice un café y una tostada y me vestí para la acción: zapatillas de correr, vaqueros, una camiseta de algodón gris y chaqueta vaquera. Echaba de menos ni Smith & Wesson, que estaría en algún lugar del fondo de la esclusa Poe. Quizá cuando sacasen el Lucelia pudiesen buscar mi pistola entre el fangoso centeno y devolvérmela.

Antes de marcharme sonó el timbre de abajo. Apreté el botón de apertura del portal y bajé a ver quién era. Resultó ser una persona que entregaba citaciones -un estudiante-, me entregó una para que fuese al Tribunal de Investigaciones de Sault Ste. Marie el lunes siguiente. El joven pareció muy aliviado al ver que lo aceptaba con tanta calma, limitándome a metérmelo en el bolso. Yo entrego muchas citaciones y los receptores suelen oscilar entre la irritación y la violencia.

Me paré en la esquina para comprarle a Lotty un ramo de lirios y crisantemos, y me acerqué a su apartamento en el Omega. Como mi bolsa estaba también enterrada con cincuenta mil toneladas de centeno en Sault Ste. Marie, metí mis cosas en una bolsa de la compra. Puse las flores en la mesa de la cocina con una nota:

Querida Lotty:

Gracias por cuidarme. Estoy en el buen camino. Te traeré las llaves esta noche o mañana por la mañana.

Vic

Tenía que quedarme las llaves para poder cerrar el apartamento al marcharme.

Me senté en la mesa de su cocina con mi montón de contratos y me puse a revisarlos hasta que encontré el que correspondía a la factura que tenía en la mano. Se refería a tres millones de medidas de semillas de soja que iban de Chicago a Buffalo el 24 de julio de 1981. El precio del contrato era de 0,33 dólares la medida. En la factura se pagaba a 0,35 dólares. Dos centavos por medida en tres millones hacían sesenta mil dólares.

Grafalk había sido la oferta más baja en aquel envío. Otro había ofrecido 0,335 y un tercero 0,34. Grafalk se llevó la mercancía por su oferta de 0,33 y la cobró a 0,35 dólares.

La lista de Boom Boom de los contratos perdidos por la Pole Star se reveló aún más asombrosa. En los formularios que me había dado Janet, Grafalk era el más barato. Pero las notas de Boom Boom mostraban a la Pole Star como la oferta más baja. O Phillips se había equivocado con los contratos, o las facturas a las que hacía referencia Boom Boom estaban mal.

Ya era hora de ir a pedir explicaciones a aquellos payasos. Estaba cansada de que se escurriesen cada vez que les pedía información. Metí de nuevo todos los papeles en la bolsa de tela y me fui al puerto.

Eran cerca de las doce cuando salí de la 194 por la calle 130. La amable recepcionista de la Eudora hablaba por teléfono y me saludó con la cabeza al reconocerme cuando pasé junto a ella y entré en la zona de despachos. Los representantes de ventas estaban colgando sus teléfonos, ajustándose las corbatas y preparándose para salir a comer. Delante de la oficina de Phillips se encontraba Lois, con su cardado lleno de laca bien en su sitio. Tenía el teléfono sujeto bajo la barbilla y hacía como que miraba unos papeles. Estaba hablando del modo intenso y susurrante en el que hablan las personas que pretenden aparentar que no están haciendo una llamada personal.

Levantó los ojos un momento hacia mí cuando me acercaba, pero no interrumpió su conversación.

– ¿Dónde está Phillips? -le pregunté.

Murmuró algo al teléfono y puso la mano sobre el auricular.

– ¿Tiene cita?

Le sonreí.

– ¿Está hoy aquí? No parece estar en casa.

– Me temo que ha tenido que salir de la oficina para unos asuntos. ¿Quiere concertar una cita?

– No, gracias -dije-. Volveré. -Di la vuelta alrededor de ella y miré en el despacho de Phillips. No había señales de que nadie hubiese estado allí después del sábado por la noche: ni maletín, ni chaqueta, ni cigarros a medio fumar. No creí que estuviera fuera mirando hacia la ventana desde el aparcamiento, pero me acerqué a ella a mirar por detrás de las cortinas.

Mi asalto a la oficina de su jefe atrajo a Lois chillando a la guarida. Yo volví a sonreírle.