– ¿Qué pasa? -gritó el hombre autoritario.
Hubo más gritos en la bodega. Echando una mirada a Bledsoe, comencé a bajar por la escalerilla por la que acababa de subir el joven mecánico. Bledsoe me siguió de cerca.
Bajé de un salto los tres últimos peldaños y aterricé en el suelo de acero de abajo. Seis o siete figuras con casco se amontonaban sobre la cinta en forma de ocho en el lugar en que se unía a las cintas laterales que la alimentaban desde la bodega. Corrí hasta ellos y les empujé a un lado, con Bledsoe mirando por encima de mi hombro.
Clayton Phillips me estaba mirando. Su cuerpo estaba cubierto de carbón. Los pálidos ojos marrones estaban abiertos y la mandíbula apretada. Tenía sangre seca en las pecosas mejillas. Aparté a los hombres y me incliné para ver su cabeza más de cerca. El carbón había llenado casi por completo un agujero grande que tenía en la parte izquierda. Se mezclaba con la sangre coagulada en un repugnante grumo rojinegro.
– Es Phillips -dijo Bledsoe con voz estrangulada.
– Sí. Mejor será que llamemos a la policía. Tú y yo tenemos que hablar de algunas cosas, Martin. -Me volví hacia el grupo de hombres-. ¿Quién es el encargado aquí?
Un hombre de mediana edad con mejillas colgantes dijo que él era el jefe.
– Asegúrese de que nadie toca el cuerpo ni ninguna otra cosa. Vamos a traer aquí a la policía.
Bledsoe me siguió obedientemente escalerilla arriba hasta que llegamos a la cubierta y salimos del barco.
– Ha habido un accidente ahí abajo -le dije al capataz de la Plymouth-. Vamos a buscar a la policía. No seguirán descargando carbón durante un rato. -El capataz nos llevó hasta una pequeña oficina que estaba junto a un largo hangar. Usé el teléfono para llamar a la policía del estado de Indiana.
Bledsoe entró conmigo en el Omega. Salimos del lugar en silencio. Conduje hasta la carretera interestatal y seguí avanzando las pocas millas que quedaban hasta el parque Indiana Dunes. En un día de semana por la tarde, a principios de la primavera, el lugar estaba casi desierto. Trepamos por la arena hasta la playa. Las únicas personas que allí había eran un hombre con barba y una mujer de aspecto deportivo con un sabueso de pelo dorado. El perro nadaba por las aguas espumosas detrás de un gran palo.
– Tienes muchas cosas que explicar, Martin.
Me miró furioso.
– ¡Tú me debes un montón de explicaciones! ¿Cómo se metió Phillips en ese barco? ¿Quién hizo saltar al Lucelia? ¿Y cómo es que siempre apareces tan rápidamente cada vez que un desastre está a punto de ocurrirle a la Pole Star?
– ¿Cómo es que Mattingly volvió a Chicago en tu avión?
– ¿Quién demonios es Mattingly?
Respiré profundamente.
– ¿No lo sabes? ¿De verdad?
Negó con la cabeza.
– Entonces, ¿a quién mandaste de vuelta a Chicago en tu avión?
– No mandé a nadie -hizo un gesto de exasperación-. Llamé a Cappy tan pronto como llegué a la ciudad y le pregunté lo mismo. Insiste en que le llamé desde Thunder Bay y le dije que se trajese a ese extraño tipo. Dijo que su nombre era Oleson. Era obvio que alguien me estaba suplantando. Pero ¿quién y por qué? Y como está bien claro que tú sí sabes quién es, haz el favor de decírmelo.
Miré hacia el agua azul verdosa.
– Howard Mattingly era un ala suplente de los Halcones Negros de Chicago. Le mataron el sábado por la mañana. Le atropello un coche y le dejaron morir en un parque del noroeste de Chicago. Estaba en el Soo el viernes. Coincide con la descripción del tipo que Cappy se trajo a Chicago. Fue el que hizo detonar las cargas del Lucelia. Le vi hacerlo.
Bledsoe se volvió hacia mí y me agarró el brazo en un gesto de furia espontánea.
– ¡Maldita sea! Si le viste hacerlo, ¿cómo es que no le dijiste nada a nadie? Me he estado rompiendo la cabeza hablando con el FBI y el Cuerpo de Ingenieros durante dos días y tú… tú estabas ahí sentada con toda la información.
Me solté y le dije fríamente:
– Sólo me di cuenta de lo que Mattingly estaba haciendo después. No le reconocí inmediatamente. Cuando nos acercábamos al fondo de la esclusa, levantó lo que parecía un enorme par de prismáticos. Tenían que ser los controles de un detonador. Lo vi todo claro después de que el Lucelia saltase por los aires… Te acordarás de que estabas en estado de shock. No te encontrabas como para escuchar a nadie. Pensé que sería mejor marcharme y ver si podía seguirle.
– ¿Pero después?, ¿por qué no hablaste con la policía después?
– Ah. Eso fue porque, cuando llegué al aeropuerto de Sault Ste. Marie, descubrí que Mattingly había vuelto a Chicago en tu avión, aparentemente por orden tuya. Eso me molestó de verdad. Me hizo sentirme ridicula; pensaba que me había equivocado al juzgarte. Quería hablar antes contigo y luego decírselo a la policía.
El perro se acercó dando saltos a nosotros, salpicando agua de su pelo dorado. Era una perra vieja. Olisqueó a Martin con su hocico blanco. La mujer la llamó y la perra volvió a marcharse saltando.
– ¿Y ahora? -preguntó.
– Y ahora me gustaría saber cómo llegó Clayton Phillips al autodescargador del barco que tú tienes alquilado.
Dio una patada en el suelo a mi lado.
– Dímelo tú, Vic. Tú eres la gran detective. Tú eres la que apareces siempre cuando está a punto de cometerse un crimen en mi flota… A menos que hayas decidido que un hombre con mi pasado es capaz de cualquier cosa… capaz de destruir sus propios sueños, capaz de asesinar.
Ignoré su último comentario.
– Phillips había desaparecido ayer por la mañana. ¿Dónde estabas ayer por la mañana?
Sus ojos eran oscuros puntos de rabia en medio de su rostro.
– ¿Cómo te atreves? -chilló.
– Martin, escúchame. La policía va a preguntártelo y tú tendrás que responder.
Apretó los labios y luchó consigo mismo. Al final decidió dominarse.
– Estuve encerrado con mi representante de la Lloyds en el Soo hasta ayer por la noche. Gordon Firth, el presidente de Ajax, voló con él en el avión de la Ajax, y luego me trajeron a Chicago alrededor de las diez de la noche de ayer.
– ¿Dónde estaba el Gertrude Ruttan?
– Amarrado en el puerto. Entró el sábado por la tarde y tuvo que estar amarrado todo el fin de semana hasta que pudiéramos descargarlo. Alguna maldita norma sindical.
Así que cualquiera podía haberse metido en el puerto, haber hecho el agujero en la cabeza de Phillips y haberlo metido en las bodegas. Había caído en la carga y había aparecido con el resto de ella cuando salía por la cinta transportadora. Muy limpio.
– ¿Quién sabía que el Gertrucle Ruttan iba a estar allí todo el fin de semana?
Se encogió de hombros.
– Cualquiera que sepa algo de las entradas y salidas de los barcos en el puerto.
– Eso elimina a mucha gente -dije sarcásticamente-. Igual que el que manipuló mi coche, el que mató a Boom Boom. Me imaginaba que era Phillips el que lo había hecho, pero ahora también está muerto. Así que sólo quedan las personas que estaban por allí en aquel momento. Grafalk. Bemis. Sheridan. Tú.
– Yo estuve ayer en el Soo durante todo el día.
– Sí, pero podías haber contratado a alguien.
– Igual que Niels -señaló-. No estarás trabajando para él, ¿no, Vic? ¿Te contrató para que acabaras conmigo?
Negué con la cabeza.
– ¿Para quién trabajas entonces, Warshawski?
– Para mi primo.
– ¿Boom Boom? Está muerto.
– Ya lo sé. Por eso trabajo para él. Boom Boom y yo teníamos un pacto. Cuidábamos el uno del otro. Alguien le empujó debajo del Bertha Krupnik. Me dejó pruebas de la razón por la que pudieron haberlo hecho, y las encontré anoche. Parte de esas pruebas te implican a ti, Martin. Quiero saber por qué dejas a Grafalk tantos de tus contratos con la Eudora.