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Sacudió la cabeza.

– Ya vi esos contratos. No hay nada raro en ellos.

– No había nada malo en ellos, excepto que tú dejabas que Grafalk se llevara muchas de las órdenes cuando tú eras el más barato. Ahora vas a decirme por qué o tendré que ir a la Pole Star e interrogar a tu personal, revisar tus libros y repetir todo el aburrido proceso.

Suspiró.

– Yo no maté a tu primo, Warshawski. Si alguien lo hizo, ése fue Grafalk. ¿Por qué no te concentras en él y descubres por qué voló mi barco y te olvidas de esos contratos?

– Martin, tú no eres tonto. Piénsalo. Parece como si tú y Grafalk estuvieseis compinchados en esas órdenes de embarco. Mattingly vuelve a Chicago en tu avión y el cuerpo de Phillips aparece en tu barco. Si yo fuera poli, no iría a buscar más lejos. Si es que tuviera toda esa información.

Hizo un gesto de dolor con el brazo derecho. Frustración.

– Muy bien. Es verdad -gritó-. Dejé que Niels se llevara alguna de mis órdenes. ¿Vas a mandarme a la cárcel por eso?

Yo no dije nada.

Después de una breve pausa siguió, más calmado:

– Estaba intentando conseguir financiación para el Lucelia. Niels necesitaba órdenes desesperadamente. La caída del acero afectaba a todo el mundo, pero a Grafalk más, a causa de esos barcos tan pequeños que tiene. Me dijo que contaría la historia de mi dichoso pasado por toda la comunidad financiera si no le proporcionaba alguna de mis órdenes.

– ¿Podría eso haberte hecho daño?

Sonrió irónicamente.

– No quise averiguarlo. Intentaba hacer frente a cincuenta millones de dólares. No veía al Fort Dearborn Trust dándome un céntimo más si se enteraba de que había cumplido dos años por estafa.

– Ya veo. ¿Y entonces?

– Oh, tan pronto como el Lucelia fue botado, le dije a Niels que lo hiciera público y se fuese al infierno. Mientras esté ganando mi propio dinero, a nadie le van a importar un bledo mis hazañas. Cuando necesitas dinero, te hacen firmar una garantía antes de dártelo. Cuando lo consigues, ya no les importa de dónde lo sacas. Pero Niels estaba furioso.

– Pero es un gran salto el pasar de forzarte a darle unas cuantas órdenes a volarte el barco, de todos modos.

Insistió con cabezonería que a ningún otro podría importarle. Hablamos de ello durante otra media hora aún, pero él no cedió. Le dije finalmente que investigaría también a Niels.

El sabueso de pelo dorado ya se había marchado con su gente cuando nos pusimos de pie y trepamos de nuevo por las dunas arenosas hasta el aparcamiento. Unos cuantos niños nos miraron sin curiosidad, esperando que los mayores se marcharan antes de lanzarse a realizar sus imprudentes hazañas.

Llevé a Bledsoe de vuelta a la fábrica de acero, atestada ahora de policías de Chicago e Indiana. El turno de las cuatro estaba llegando y le dejé junto a las verjas. Los polis podrían querer hablar conmigo más tarde como testigo presencial, pero tendrían que encontrarme antes. Tenía otras cosas que hacer.

21

Excursión de pesca

Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para una investigadora privada en vaqueros ver al presidente de una de las grandes compañías de los Estados Unidos. Llegué al cuartel general de Seguros Ajax, en la parte sur del Loop, un poco después de las cinco. Había mucho tráfico hacia el centro de la ciudad. Pensaba que llegaría lo bastante tarde como para evitar la avalancha de secretarias que impiden la entrada a una oficina de ese tipo, pero había olvidado el sistema de seguridad de la Ajax.

Los guardias que estaban en el vestíbulo de mármol del rascacielos de sesenta pisos me pidieron una tarjeta de identificación como empleada. Evidentemente, no la tenía. Quisieron saber a quién iba a visitar; me darían un pase de visitante si la persona a la que quería ver aceptaba mi visita.

Cuando les dije que a Gordon Firth, se quedaron atónitos. Tenían una lista de los visitantes del presidente. Yo no estaba entre ellos, y sospechaban que pudiera ser una asesina de Aetna, contratada para eliminar a la competencia.

– Soy investigadora privada -expliqué, sacando la fotocopia de mi licencia de la cartera para enseñársela-. Estoy investigando una pérdida de cincuenta millones de dólares a la que la Ajax tuvo que hacer frente la semana pasada. Es cierto que no tengo una cita con Gordon Firth, pero es muy importante que lo vea a él o al que él haya designado para ocuparse del caso. Puede que afecte a la responsabilidad final de la Ajax.

Discutí con ellos un poco más y al final les convencí de que si la Ajax pagaba las pérdidas del casco del Lucelia porque no habían querido dejarme pasar a la oficina de Firth, recordaría sus nombres y me aseguraría de que el dinero saliese de sus bolsillos.

Aquellos argumentos no me llevaron hasta Firth -como digo, es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja-, pero sí me llevaron hasta un hombre que trabajaba en el Departamento de Riesgos Especiales, que era el que se ocupaba de aquel caso. Su nombre era Jack Hogarth, y bajó al vestíbulo a buscarme.

Caminó con viveza hasta el mostrador de los guardias para encontrarse conmigo, con las mangas subidas y la corbata floja. Tenía unos treinta y cinco o cuarenta años, era moreno, delgado, y sus inteligentes ojos negros estaban rodeados de espesas sombras.

– V. I. Warshawski, ¿verdad? -preguntó estudiando mi tarjeta-. Suba conmigo. Si tiene información acerca del Lucelia, es usted más bienvenida que una ola de calor en enero.

Tuve que correr para mantenerme junto a él hasta que llegamos al ascensor. Llegamos en seguida al piso cincuenta y tres. Tuve que bostezar un par de veces para destaponarme los oídos. Él apenas esperó a que el ascensor se abriese para salir corriendo por el pasillo, a través de unas puertas de cristal que cerraban el recinto del ascensor, y entrar a una zona color nogal y púrpura en la esquina sureste del edificio.

Había papeles extendidos por encima de un escritorio tamaño ejecutivo de nogal. Una fotografía del Lucelia partido en dos en la esclusa Poe cubría uno de los lados de la mesa y una fotografía recortada del casco de un carguero estaba clavada a la pared de madera del lado oeste.

Me detuve a mirar la fotografía, ampliada hasta una medida de tres pies por dos pies, y me estremecí al recordar el choque. Varias escotillas más saltaron después de que yo viese el barco por última vez y sus superficies abultadas estaban cubiertas por una gruesa mancha de centeno húmedo.

Mientras lo examinaba, un hombre muy alto se puso de pie y caminó hasta situarse a mi lado. No lo havía visto cuando entré en la habitación; estaba sentado en un rincón detrás de la puerta.

– Asombroso, ¿verdad? -dijo con fuerte acento inglés.

– Mucho. Fue más asombroso aún cuando ocurrió.

– Oh, estaba usted allí, ¿no es verdad?

– Sí -contesté simplemente-. Soy V. I. Warshawski, investigadora privada. ¿Y usted?

Era Roger Ferrant, de la firma inglesa Scupperfield y Plouder, los principales garantes del seguro del casco y el cargamento del Lucelia.

– Roger es probablemente el hombre que más sabe en el mundo acerca del transporte por barco en los Grandes Lagos, aunque trabaje en Londres -me dijo Hogarth. Añadió para Ferrant-: La señorita Warshawski podría saber algo acerca de nuestras responsabilidades en el caso del Lucelia.

Me senté en un sillón junto a la ventana desde donde podía ver el sol poniente pintando Buckingham Fountain de un rosa pálido dorado.