Había descubierto cómo había muerto Boom Boom. O, en cualquier caso, me había demostrado a mí misma lo que venía sospechando hacía días. Sentí un dolor agudo en el diafragma, como si alguien hubiese clavado una agujita en él y me pinchase cada vez que respiraba. Eso es lo que quiere decir la gente cuando dice que le duele el corazón. Quieren decir el diafragma. Sentía la cara húmeda. Me pasé una mano por los ojos, esperando encontrar sangre. Estaba llorando.
Después de un rato miré el reloj. Era la una. Me miré la cara en el retrovisor. Estaba muy pálida y mis ojos grises parecían muy oscuros por contraste. Había tenido mejores días, pero no podía evitarlo. Arranqué el motor y conduje lentamente por la estrecha calle. Sentía los brazos como si fuesen de plomo, tan pesados que apenas podía levantarlos hasta el volante. Habría sido muy agradable seguir los consejos de Bobby e ir a algún lugar cálido durante unas cuantas semanas. Pero en lugar de ello, seguí por la calle pasando ante la casa de los Phillips y me fui a la de los Grafalk.
El garaje estaba detrás de la casa, a la izquierda; no veía los coches y, por tanto, no sabía si estaban en casa. Subí el ancho y bajo escalón del porche delantero y llamé a la puerta. Pasaron un minuto o dos; iba a volver a llamar cuando la gruesa doncella, Karen, abrió la puerta. Me miró de mala gana. Recordaba el interés vulgar que yo había mostrado por los movimientos del señor Grafalk la semana pasada.
Le di mi tarjeta.
– ¿Está la señora Grafalk, por favor?
– ¿La está esperando?
– No, soy detective. Quiero hablar con ella acerca de Clayton Phillips.
No parecía estar muy segura de qué hacer con mi tarjeta. Yo estaba demasiado agotada tras mi encuentro con Jeannine como para luchar. Mientras estábamos allí sin hacer nada, una voz alta y contenida preguntó a Karen que quién era.
La doncella se volvió.
– Es una detective, señora Grafalk. Dice que quiere hablar con usted acerca del señor Phillips.
La señora Grafalk entró en el vestíbulo. Su pelo canoso estaba peinado de modo que hacía destacar sus altos pómulos, que acentuaba aún más con un colorete rojo oscuro. Estaba vestida para salir, con un traje de seda color salmón con falda de vuelo y chaqueta fruncida. Sus ojos eran penetrantes, pero no antipáticos. Le cogió la tarjeta a Karen, que se colocó protectora entre nosotras.
– ¿Señorita Warshawski? Me temo que no tengo mucho tiempo. Me voy a una reunión de Ravinia. ¿De qué quiere hablarme?
– De Clayton y Jeannine Phillips.
Una expresión de disgusto cruzó por su rostro.
– No le puedo decir gran cosa de ellos. Clayton es, era, debo decir, socio de mi marido en los negocios. Por razones que nunca pude entender, Niels siempre insistió en que cultivásemos su amistad, incluso que los recomendásemos para el Club Náutico. Intenté interesar a Jeannine en alguna de las cosas que hago, especialmente en el trabajo con la comunidad pobre de inmigrantes de Waukegan. Me temo que es muy difícil interesarla por nada que no sea su ropa.
Hablaba rápidamente, deteniéndose apenas para tomar aliento tras cada frase.
– Perdóneme, señora Grafalk, pero su marido insinuó que Jeannine era una protegida suya y que usted quería que ella entrase en el Club Náutico.
Alzó sus cejas negras maquilladas y abrió mucho los ojos.
– ¿Por qué diría eso Niels? Supongo que Clayton debió hacer con él algún negocio ventajoso y Niels le recomendó en el club como agradecimiento. Estoy completamente segura de que eso fue lo que pasó. Niels se guarda para sí lo que hace en la Grafalk Steamship, así que nunca supe cuál fue el acuerdo. La verdad es que ni me interesa. Siento que Clayton muriera, pero era un arribista insufrible, y Jeannine igual… ¿Responde esto a su pregunta? Me temo que tengo que marcharme.
Se dirigió a la puerta, abrochándose un par de guantes color salmón pálido. No conocía a nadie que llevase guantes todavía. Salió por la puerta conmigo, andando a buena marcha con sus zapatos de tacón de aguja. Una mujer con menos personalidad habría parecido absurda con un aspecto semejante. La señora Grafalk estaba elegante.
Mientras entraba en el Omega, alguien le sacó el Bentley a la calle. Un hombre delgado con el pelo color arena salió de él, la ayudó a entrar en el coche y volvió al garaje que estaba detrás de la casa.
Conduciendo lentamente de vuelta a Chicago, me puse a pensar en los comentarios de la señora Grafalk. El negocio ventajoso debía tener algo que ver con las facturas de embarque de la Eudora. ¿Y si Phillips compartía las ganancias con Grafalk? Digamos que hubiera conseguido noventa mil dólares más sobre el precio registrado en el ordenador por el embarque y le hubiera dado a Grafalk cuarenta y cinco mil. Pero aquello no tenía sentido. Grafalk era el principal transportista de los lagos. ¿Para qué quería una miseria como aquélla? Si Grafalk estaba por medio, el dinero en juego tenía que ser mucho más. Claro que Grafalk manejaba aquellos barcos tan viejos. Le costaba más transportar los cargamentos. La cantidad señalada en las facturas debía ser el verdadero precio que Grafalk cobraba por los transportes. Si era así, Phillips estaba robando realmente a Eudora; no sólo embolsándose la diferencia entre lo que marcaba el contrato y el precio final, sino perdiendo dinero de la Eudora en cada transporte que hacía con Grafalk. Lo que Grafalk sacaba de todo ello eran más transportes en un mercado en baja, en el que tenía dificultades compitiendo debido a su flota vieja e ineficaz.
De pronto lo vi todo claro. O casi todo. Me sentí como si hubiese tenido delante la verdad desde el día que entré en la oficina de Percy Mackelvy en la Grafalk Steamship, allí en el puerto. Recordé haberle oído concertar órdenes al teléfono, y mi frustración mientras estuvimos hablando. La reacción de Grafalk con Bledsoe durante la comida. Las veces que había oído durante la semana anterior lo mucho más eficaces que eran los barcos de mil pies… Incluso tenía una idea de por qué fue asesinado Clayton Phillips y cómo habían llevado su cuerpo hasta el Gertrude Ruttan sin que nadie se diese cuenta.
Un camión con remolque de setenta toneladas tocó la bocina detrás de mí. Di un salto en el asiento y me di cuenta de que casi había parado el Omega en el carril de en medio de la Kennedy. No necesitaba que nadie me preparase accidentes sofisticados: me iba a matar yo sólita sin ayuda de nadie. Aceleré rápidamente y me metí por el Loop. Necesitaba hablar con el hombre de la Lloyds.
Eran las tres de la tarde y no había comido aún. Tras dejar el coche en el garaje subterráneo de Grant Park, me metí en el Spot, un pequeño bar y asador detrás de la Ajax, a tomarme un sandwich de pavo. Para celebrar la ocasión, me tomé también un plato de patatas fritas y una Coca-Cola. Mi bebida no alcohólica favorita, pero no suelo tomarla por eso de las calorías.
Crucé Adams para llegar al Edificio Ajax cantando «Todo va mejor con Coca-Cola» para mis adentros. Le dije al guardia que quería ver a Roger Ferrant -el hombre de la Lloyds- que estaba en la oficina de Riesgos Especiales. Tras hacerme esperar un poco -no encontraban el número de teléfono de Riesgos Especiales-, consiguieron dar con Ferrant. Le encantaría verme.
Con mi tarjeta de visitante prendida a la solapa subí hasta el piso cincuenta y tres. Ferrant salió del despacho de nogal a mi encuentro. Un mechón de pelo castaño le flotaba ante los ojos y se iba ajustando la corbata mientras se acercaba.
– Tiene noticias para nosotros, ¿verdad? -me preguntó ansioso.
– Me temo que aún no. Tengo que hacerles unas cuantas preguntas más que no se me habían ocurrido ayer.
Se le cayó la cara, pero dijo alegremente:
– Me imagino que no debo esperar milagros. Y ¿por qué iba usted a tener éxito donde han fallado el FBI, el Guardia Costera de los Estados Unidos y el Cuerpo de Ingenieros de la Armada?
Me condujo amablemente al despacho, que estaba aún más revuelto que el día anterior.