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Sandra Brown

Punto Muerto

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Traducción: Isabel Murillo Fort

Capítulo 1

– Acabo de oír el boletín de noticias en la radio del coche.

Tiel McCoy no inició la conversación telefónica con palabras superfluas. Fue directa al grano en el instante en que Gully la saludó. No había necesidad de preámbulos. A decir verdad, seguramente él estaría esperando su llamada.

Pero se hizo el tonto de todos modos.

– ¿Eres tú, Tiel? ¿Qué tal las vacaciones?

Sus vacaciones habían empezado oficialmente aquella misma mañana, cuando abandonó Dallas y emprendió camino hacia el oeste por la Interestatal 20. Había conducido sin parar hasta Abilene, donde se había detenido para visitar a su tío, que llevaba cinco años instalado allí, en una residencia. Recordaba al tío Pete como un hombre alto y robusto, con un irreverente sentido del humor, capaz de zamparse un costillar entero asado a la barbacoa y de lanzar una pelota de softball más allá de los límites del parque.

Aquel día, sin embargo, había compartido con él una comida compuesta por palitos de pescado apelmazados y guisantes de lata, y luego un episodio de la telenovela Guiding Light. Le había preguntado si podía hacer alguna cosa por él aprovechando su visita, como escribirle una carta o ir a comprarle una revista. Él le había sonreído con tristeza, le había dado las gracias por ir a verlo y luego había llamado a una auxiliar, quien lo había acomodado en la cama como a un niño para que pudiese echarse su siesta.

En el exterior de la residencia, Tiel había respirado agradecida una buena bocanada de aquel aire abrasador y arenoso del oeste de Texas con la esperanza de erradicar el olor a vejez y resignación que impregnaba el centro. Se sentía aliviada por dejar atrás las obligaciones familiares, aunque culpable de sentirse así. Con un acto de fuerza de voluntad, se sacudió de encima la frustración y se recordó que estaba de vacaciones.

Oficialmente, el verano no había llegado todavía y hacía un calor poco habitual para el mes de mayo. En la residencia no había encontrado ningún lugar a la sombra donde aparcar y el interior del coche estaba tan caliente que podría incluso haber horneado galletas en el salpicadero. Puso el aire acondicionado a tope y buscó una emisora de radio donde sonara otra cosa que no fueran Garth, George y Willie.

– Voy a pasármelo estupendamente. Este tiempo fuera me irá muy bien. Me sentiré mucho mejor después de esto.

Repetía este diálogo interno como un catecismo, intentando convencerse de la verdad de todo ello. Había abordado las vacaciones como el equivalente a tomarse un laxante con mal sabor.

Las oleadas de calor hacían que la autopista pareciera ondularse y el movimiento resultaba hipnótico. La conducción se hizo automática. Su cabeza empezó a divagar. La radio emitía un ruido de fondo del que Tiel apenas era consciente.

Pero al escuchar el boletín informativo notó como si el asiento empezara a pincharle. Todo se aceleró de repente: el coche, las pulsaciones de Tiel, su cabeza.

Palpó a tientas el interior de su gran bolso de piel hasta dar con el teléfono móvil y marcó el número directo de Gully. Declinando de nuevo cualquier conversación innecesaria, le dijo:

– Dame detalles.

– ¿Qué dicen en la radio?

– Que un estudiante de secundaria de Fort Worth ha secuestrado a la hija de Russell Dendy esta mañana a primera hora.

– Ese es el quid de la cuestión -confirmó Gully.

– El quid, sí, pero quiero detalles.

– Estás de vacaciones, Tiel.

– Se acabaron. Voy a dar la vuelta en la siguiente salida. -Consultó el reloj del salpicadero-. Estaré en la emisora hacia las…

– Espera un momento. ¿Dónde estás, exactamente?

– A unos ochenta kilómetros al oeste de Abilene.

– Hmm.

– ¿Qué, Gully?

Le sudaban las manos. Empezaba a experimentar aquel conocido cosquilleo en el estómago que sólo notaba cuando seguía la pista de una historia muy interesante. Aquel subidón de adrenalina tan único que no daba pie a confusiones.

– Vas de camino a Angel Fire, ¿no?

– Eso es.

– La región noreste de Nuevo México… Sí, ahí está. -Debía de estar consultando un mapa de carreteras mientras hablaba-. Pero no importa. No pienses más en este caso, Tiel. Te apartaría de tu camino.

Estaba poniéndole el cebo, y ella sabía que se lo estaba poniendo, aunque en esas circunstancias no le importaba que lo hiciera. Quería una parte del pastel. El secuestro de la hija de Russell Dendy era una gran noticia, y prometía convertirse en una noticia mayor aun antes de que terminara.

– No me importa desviarme. Dime dónde tengo que ir.

– Bien -dijo, andándose con rodeos-, pero sólo si estás segura.

– Estoy segura.

– De acuerdo, entonces. No muy lejos de donde estás encontrarás una salida hacia la autopista dos-cero-ocho. Coge en dirección sur hacia San Angelo. Cuando llegues a la zona sur de San Angelo, vas a cruzarte con…

– Gully, ¿cuántos kilómetros me alejaré de mi camino dando este rodeo?

– Creí que no te importaba.

– Y no me importa. Simplemente me gustaría saberlo. Una aproximación.

– A ver, veamos. Más o menos… unos quinientos kilómetros.

– ¿Desde Angel Fire? -preguntó con un hilo de voz.

– Desde donde estás ahora. Sin contar el resto de camino hasta Angel Fire.

– ¿Quinientos kilómetros ida y vuelta?

– Sólo ida.

Soltó un prolongado suspiro, aunque tomó las medidas necesarias para que él no lo oyera.

– Has dicho la autopista dos-cero-ocho dirección sur hasta San Angelo, y luego ¿qué?

Sujetaba el volante con la rodilla, el teléfono con la mano izquierda y tomaba notas con la derecha. Había puesto el coche en control de velocidad automático, pero su cerebro iba a toda máquina. Sus jugos periodísticos bombeaban más rápido incluso que los pistones del motor. Las imágenes de agradables y largas veladas en un porche, sentada en una mecedora, se transformaron en cuñas radiofónicas y entrevistas.

Pero estaba anticipándose. Le faltaban los hechos más relevantes. Cuando se los solicitó, Gully, maldita sea, siguió mostrándose terco.

– Ahora no, Tiel. Estoy más ocupado que un empapelador manco, y tú tienes muchos kilómetros que hacer. Cuando llegues a donde tienes que ir, tendré mucha más información.

Frustrada y tremendamente molesta con él por ser tan tacaño con los detalles, le preguntó:

– ¿Y cómo dices que se llama la ciudad?

– Hera.

Las autopistas eran rectas como una flecha, flanqueadas a ambos lados por interminables praderas con algún que otro rebaño pastando hierba mantenida con riego artificial. Las siluetas de los pozos petrolíferos se perfilaban contra un horizonte sin nubes. De vez en cuando, se le cruzaban matojos de hierbas secas en la carretera. Una vez pasado San Angelo, apenas vio más vehículos.

«Es curioso -pensó- cómo resultan a veces las cosas».

Normalmente se habría desplazado a Nuevo México en avión. Pero unos días atrás había decidido ir a Angel Fire en coche, no sólo porque así podría visitar al tío Pete de camino, sino también para ir adoptando una mentalidad de vacaciones. El largo viaje le daría tiempo de desconectar, de olvidarse de los problemas de trabajo, de iniciar el periodo de descanso y relajación antes de llegar al lugar elegido en la montaña, de modo que, cuando pusiera el pie allí, se sentiría de vacaciones.

En casa, en Dallas, se movía a la velocidad de la luz, siempre con prisas, siempre trabajando para cumplir los plazos de entrega. Aquella mañana, una vez superado el límite occidental de Fort Worth y después de haber dejado atrás el caos urbano, cuando las vacaciones se convirtieron en una realidad, había empezado a anticipar los días idílicos que tenía ante ella. Había soñado despierta en riachuelos cantarines y transparentes, caminatas por senderos flanqueados por álamos, aire fresco y limpio, e interminables mañanas perezosas junto a una taza de café y una buena novela.