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– ¡No! -gritó la chica-. ¡No pienso ir a ningún hospital, no lo haré!

Doc le dio la mano.

– Tu bebé podría morir, Sabra.

– Usted puede ayudarme.

– No tengo el equipo necesario.

– Puede hacerlo de todos modos. Sé que puede.

– Sabra, escúchale, por favor -le aconsejó Tiel-. Sabe de qué habla. Un parto de nalgas podría ser extremadamente doloroso. Además podría poner en peligro la vida del bebé o causarle graves deficiencias. Por favor, pídele a Ronnie que siga el consejo de Doc. Que nos deje llamar a urgencias.

– No -dijo ella, negando con terquedad con la cabeza-. No entienden nada. Mi padre juró que ni yo ni Ronnie volveríamos a ver al bebé después de su nacimiento. Quiere darlo.

– Dudo que…

Pero Sabra no dejó terminar a Tiel.

– Dijo que el bebé no significaría para él más que un cachorro no deseado que se entrega en la perrera. Y cuando dice algo, lo dice en serio. Se llevará a nuestro bebé y nunca volveremos a verlo. Además, nos separará. Dijo que lo haría y lo hará. -Empezó a sollozar.

– ¡Oh!, pobre -murmuró Gladys-. Pobrecitos.

Tiel miró a los demás por encima del hombro. Vern y Gladys se habían sentado, estaban acurrucados el uno contra el otro, él abrazándola de modo protector. Ambos contemplaban apesadumbrados la escena.

Los dos mexicanos hablaban entre sí en voz baja, lanzando hostiles miradas a su alrededor. Tiel esperaba que no estuviesen tramando otro intento de vencer a Ronnie. Donna, la cajera, seguía tendida en el suelo bocabajo, pero murmuró:

– Pobrecitos…, lo dudo. Casi me mata.

Ronnie, que acababa de tomar una decisión, miró a Doc y dijo:

– Sabra quiere que la ayude usted.

Doc pareció a punto de rebatirle. Pero entonces, quizá por el factor tiempo, cambió de idea.

– Está bien. Por lo pronto, haré lo que pueda, empezando por una exploración interna.

– Se refiere a…

– Sí. A eso me refiero. Necesito saber hasta qué punto está avanzado el parto. Necesito algo con lo que poder esterilizarme las manos.

– Tengo un producto para lavarse las manos sin agua -le dijo Tiel-. Es antibacteriano.

– Muy bien. Gracias.

Hizo el amago de levantarse, pero Ronnie la detuvo.

– Vaya a buscarlo y vuelva enseguida. Recuerde que la vigilo.

Regresó al punto donde había soltado el bolso, los refrescos y las pipas de girasol. Extrajo del bolso el bote de plástico con el producto para lavar las manos. Entonces, llamando la atención de Vern, hizo ver como si se llevara una videocámara al ojo. De entrada, él se quedó perplejo, pero entonces Gladys le dio un codazo en las costillas y le susurró alguna cosa al oído. Asintiendo, indicó con la barbilla en dirección al expositor de revistas. Tiel recordó que cuando el atraco había empezado ellos estaban deambulando por allí.

Regresó con el bote y se lo entregó a Doc.

– ¿No deberíamos ponerle algo debajo?

– En el coche tenemos pañales infantiles.

– ¡Gladys! -exclamó Vern, avergonzado por la confesión de su esposa.

– Nos vendrían estupendamente -dijo Tiel, recordando los apositos protectores desechables que había visto en la cama del tío Pete en la residencia. Con ellos, el personal se evitaba tener que cambiar toda la ropa de cama cada vez que un residente sufría un accidente-. Iré a por ellos.

– Y un cuerno -se opuso Ronnie-. Usted no. Que vaya este señor. Ella -dijo, apuntando a Gladys con la pistola-, ella se queda aquí.

Gladys le dio un golpecito cariñoso a la huesuda rodilla de Vern.

– No me pasará nada, cariño.

– ¿Estás segura? Si te sucediese cualquier cosa…

– No me pasará nada. Este chico tiene más cosas por las que preocuparse que por mí.

Vern despegó del suelo su raquítico cuerpo, sacudió el trasero de su pantalón corto y se dirigió hacia la puerta.

– Es evidente que no puedo traspasar el cristal.

Ronnie le dio un codazo a Donna, quien al instante empezó a implorarle que le perdonara la vida. Le ordenó que callase y que abriera la puerta, lo que hizo al momento.

En la puerta, Ronnie y el anciano intercambiaron una mirada llena de significado.

– No te preocupes, volveré -le aseguró el anciano. No haría nada que pusiese en peligro la vida de mi esposa. -Y, pese a que Ronnie Davison pesaba veinte kilos más que él y le sacaba un palmo de altura, le lanzó una advertencia-. Si le haces daño, te mato.

Ronnie abrió la puerta de un empujón y Vern salió. Su intento de correr un poco fue inintencionadamente cómico. Tiel observó su avance por el aparcamiento hasta llegar a los surtidores de gasolina y subir al Winnebago.

Doc hablaba con Sabra animándola durante otra contracción. Cuando cedió, la chica se relajó y cerró los ojos. Tiel miró a Doc, que observaba a la chica.

– ¿Qué más necesitaría?

– Guantes.

– Veré qué puedo encontrar.

– Y un poco de vinagre.

– ¿Vinagre destilado normal?

– Hmm. -Después de una breve pausa, comentó-: Se muestra usted tremendamente fría bajo presión.

– Gracias. -Siguieron observando a la chica, quien, por el momento, parecía haberse quedado dormida. Tiel preguntó en voz baja-: ¿Acabará mal?

Los labios del vaquero se comprimieron en una tensa línea.

– No, si puedo evitarlo.

– ¿Cómo de mal…?

– ¿Qué murmuran ustedes dos?

Tiel miró a Ronnie.

– Doc necesita unos guantes. Iba a preguntarle a Donna si tienen en la tienda.

– De acuerdo, adelante.

Dejó a Sabra para avanzar hacia el mostrador. Donna estaba de pie tras él, esperando para abrir la puerta en cuanto Vern regresara. Miró a Tiel con recelo.

– ¿Qué quiere?

– Donna, por favor, mantenga la calma. La histeria no hace más que empeorar la situación. De momento, estamos todos seguros.

– ¿Seguros?!Ja! Es la tercera vez que me pasa.

– ¿Que la atracan?

– Mi suerte está condenada a agotarse. La primera vez eran tres. Llegaron tranquilamente, vaciaron la caja y me encerraron en el congelador. De no haber aparecido el repartidor de leche y yogures, me habrían encontrado muerta. La segunda vez, un tipo enmascarado me aporreó en la cabeza con la culata de la pistola. Sufrí una conmoción cerebral y estuve seis semanas sin trabajar por los fuertes dolores de cabeza. Estaba tan mareada, que me pasaba el día vomitando. -Su estrecho pecho subió y bajó al ritmo de un profundo suspiro de resignación. Es sólo cuestión de tiempo. Las probabilidades van en mi contra y uno de estos días acabaré muerta. ¿Cree que nos dejarán fumar?

– Si tanto miedo tiene, ¿por qué no lo deja y se busca otro trabajo?

Miró a Tiel como si se hubiese vuelto loca.

– Mi trabajo me gusta.

Si ésa era la lógica, tal vez sí fuese verdad que Tiel se estaba volviendo loca.

– ¿Tiene guantes de látex en la tienda? De esos que utilizan los médicos.

Movió su cabeza con rizos de permanente.

– De la marca Rubbermaid. Sí. Creo que tengo dos pares más allá, junto a los productos de limpieza del hogar.

– Gracias. Tranquilícese, Donna.

Cuando Tiel pasó junto a Gladys, se inclinó y le dijo en voz baja:

– ¿Hay cinta en la videocámara?

La anciana asintió.

– Quedan dos horas. Y está rebobinada. A menos que Vern lo echase todo a perder cuando estuvo toqueteándola.

– Si puedo traérsela…

– ¡Eh! -gritó Ronnie-. ¿De qué cuchichean ahora?

– Teme por su esposo. Estaba tranquilizándola.

– Ahí está -dijo Gladys, señalando hacia la puerta.

Donna quitó el pestillo automático y entró Vern, tambaleándose todo él excepto sus piernas de palillo, y oculto detrás de un montón de ropa de cama. Ronnie le ordenó dejar en el suelo la montaña de cojines y mantas, pero el anciano se negó.

– Está todo limpio. Si lo dejo caer, se ensuciará. La señora necesita un lugar confortable y he pensado que estas toallas también podrían ser útiles.