En el patio, una risueña Ingel sacaba agua del pozo. La trenza se le había deshecho y tenía las mejillas enrojecidas; sólo llevaba puesta la enagua.
En la cama de Aliide esperaba un libro de Friedebert Tuglas, Toome helbed («Flores del cerezo aliso»); en la cama de Ingel esperaba un hombre. ¿Por qué era tan injusto todo?
Aliide no tuvo tiempo de probar la eficacia del brebaje de Kreeli. Tenía que haberlo mezclado con el café, pero a la mañana siguiente Ingel dejó su café a medias y se fue corriendo a vomitar. Ya había pasado aquello que la botellita de Kreeli debía impedir. Ingel estaba embarazada.
1939-1944, oeste de Estonia
El retumbar del frente se convierte en olor a sirope
Cuando los alemanes del Báltico fueron llamados a Alemania en el otoño de 1939, una amiga de las hermanas, compañera del colegio y catequesis y también alemana, fue a despedirse de ellas y prometió volver. Sólo iría de visita a aquel país que no conocía y después regresaría a contarles cómo era de verdad esa Alemania. Se despidieron agitando las manos, mientras Aliide miraba al mismo tiempo los brazos de Hans, que abrazaban a Ingel por la cintura, y que al poco rato la transportaron detrás del establo de los caballos. Las risitas tontas se podían oír hasta en la parte delantera de la casa. Aliide apretó los dientes contra la palma de su mano. La imagen de la cintura cada vez más abultada de Ingel la torturaba, tanto de día como de noche, dormida o despierta, y no le dejaba ver ni oír nada más. A ninguno de los tres les llamaba la atención el modo como se arrugaban de preocupación las frentes de los ancianos, unas arrugas que no desaparecían sino que, al contrario, se volvían más profundas, el modo como el padre de las muchachas contemplaba las puestas de sol, escudriñaba cada atardecer al lado del sembrado, fumaba su pipa y miraba el horizonte buscando señales, examinaba las hojas del arce, suspiraba cuando leía los periódicos o escuchaba la radio, y siempre volvía a intentar oír el canto de los pájaros.
En 1940, cuando nació la niña, Linda, Aliide creyó que la cabeza le estallaría. Hans andaba con su hija en brazos y en los ojos de Ingel brillaba la felicidad, en los de Aliide las lágrimas y los de su padre se hundían bajo las arrugas de su frente. Éste empezó a aprovisionarse de petróleo y cambió sus billetes por oro y plata. En la ciudad se veían colas, por primera vez había colas en todo el país, y en las tiendas se agotó el azúcar. Hans no se interesaba por Aliide, aunque ésta ya había conseguido en tres ocasiones añadir un poquito de su sangre a la comida de su cuñado, una vez incluso de la menstruación, durante la luna llena. La próxima vez lo intentaría con la orina. María Kreeli había asegurado que en ocasiones era más eficaz.
Hans empezó a conversar con su suegro de un modo discreto y grave. Tal vez no querían preocupar a las mujeres de la familia y por eso, cuando ellas andaban cerca, nunca hablaban sobre los malos augurios que se iban cumpliendo, o quizá lo hacían, pero las hermanas no prestaban atención. El ceño del padre no las inquietaba lo más mínimo, porque era un viejo, una persona del pasado que temía la guerra. Los que habían crecido en la Estonia libre no se preocupaban por la guerra. No habían cometido crímenes, así que ¿de qué podían inculparlos? Hasta que las tropas soviéticas se hubieron desplegado por todo el país no empezaron a temer un futuro amenazante. Arrullando a su bebé en brazos, Ingel le susurraba a Aliide que Hans había empezado a sujetarla más fuerte, que dormía a su lado aferrando su mano toda la noche, no la aflojaba ni siquiera cuando se quedaba dormido, lo que la extrañaba bastante. Hans la apretaba como si temiese que Ingel pudiera desaparecer en plena noche. Aliide escuchaba la preocupación de su hermana, aunque cada palabra suya era una puñalada en sus entrañas. Sin embargo, empezó a sentir que se iba librando un poco de su obsesión y que en su lugar aparecía otra cosa: el miedo por Hans.
Ninguna de las mujeres pudo eludir la realidad cuando llegaron a la ciudad ya semidesierta y oyeron a la banda del Ejército Rojo tocar marchas militares soviéticas. Hans no estaba con ellas, porque ya no se atrevía a ir a la ciudad, y tampoco habría querido que fuesen las hermanas. En un primer momento empezó a dormir en el trastero que había detrás de la cocina, después se pasaba allí también los días y al final acabó por irse al bosque, donde se quedó.
Una risa incrédula se propagó de pueblo en pueblo, de aldea en aldea. Proclamas como «¡Luchamos por la gran causa de Stalin!» y «Acabamos con el analfabetismo» levantaron gran hilaridad, ya que nadie podía afirmar en serio semejantes cosas. Las que parecían verdaderos chistes andantes eran las esposas de los oficiales, que se paseaban de un lado a otro como si fuesen la tonta del baile; iban por las calles de los pueblos vestidas con sus camisones llenos de flecos. ¿Y los soldados del Ejército Rojo? ¡Pues mondaban las patatas cocidas con las uñas porque no sabían usar el cuchillo! ¿Quién iba a tomar en serio a aquella gente? Pero después empezaron a desaparecer personas y la risa se tornó amarga. Cuando se puso en práctica la matanza y el traslado de hombres, mujeres y niños, algunas historias se repetían una y otra vez como si fuesen salmos. El padre de Aliide e Ingel fue detenido en la carretera que conducía a la ciudad. Su madre simplemente desapareció. Las hermanas se encontraron un día con una casa vacía y gritaron como animales. El perro no dejó de esperar a su amo, y aulló su pena junto a la puerta hasta que murió. Nadie se atrevía a salir. La tierra se retorcía bajo la marea del dolor y cada una de las tumbas cavadas en territorio estonio se hundía por alguna de sus esquinas, como prediciendo más muertos en la familia. El retumbar del frente corría a campo traviesa hasta cada rincón y en todas partes clamaban por Jesús, por Alemania y por los antiguos dioses.
Aliide e Ingel empezaron a dormir en la misma cama, con un hacha bajo la almohada. Pronto les tocaría a ellas. Aliide hubiese querido marcharse y esconderse, pero lo único que fue capaz de esconder fue la bicicleta Dollar de Ingel, que llevaba pintada la bandera americana. En cambio, su hermana decía que una mujer estonia no abandonaba ni su casa ni sus animales, pasara lo que pasase, aunque fuese a detenerlas un batallón entero. Ella sí les demostraría el orgullo de la mujer estonia. Así pues, una de las hermanas velaba mientras la otra dormía, mientras en la mesilla de noche velaban por ellas la Biblia y la imagen de Jesucristo. Durante aquellas largas noches, Aliide contemplaba a veces el resplandor rojizo del cielo y en ocasiones la claridad que irradiaba la cabeza de Ingel, y meditaba si tendría que escapar sola. Lo habría hecho de no haberle dado Hans un cometido antes de marcharse: «Protege a Ingel, tú sabes hacerlo.» Aliide no sería capaz de defraudar su confianza, tenía que demostrar que era merecedora de ella. Por eso empezó a seguir atentamente los partes de guerra de Finlandia, igual que había hecho Hans antes. Por su parte, Ingel se negaba a leer los periódicos, tenía fe en sus plegarias y en las estrofas de Juhan Liivi: «Madre patria, contigo estoy triste, sin ti lo estoy más.»
– ¿Y si nos vamos ahora que aún podemos? -sugirió un día Aliide con delicadeza.
– ¿Y adónde? Linda es demasiado pequeña.
– Quizá a Finlandia, pero Hans opina que Suecia seguramente sería lo mejor.
– ¿Y tú qué sabes de las opiniones de Hans?
– Quizá él pueda seguirnos.
– Yo de mi casa no me voy. Pronto cambiarán las cosas. Los países occidentales vendrán a ayudarnos. Hasta entonces aguantaremos. Tienes poca fe, Aliide.
Ingel no se equivocaba. Aguantaron, el país aguantó y el libertador llegó. Los alemanes entraron con sus tropas, limpiaron el cielo de los humos de las casas en llamas e hicieron que volviese a brillar azul; la tierra ennegreció y las nubes recuperaron su blancura. Hans pudo regresar. Y cuando su pesadilla terminó, empezó la de otros. Los comunistas palidecieron y, como los transportes quedaron paralizados, huyeron a pie, como liebres. Pero Hans ensilló su caballo y salió con andares orgullosos a recuperar la bandera de las Juventudes Campesinas, el trofeo itinerante del Sembrador, los libros de contabilidad y otros papeles que habían tenido que llevar a la ciudad cuando los rojos invadieron el país y prohibieron la organización. Volvió con una sonrisa de oreja a oreja. Todo había ido bien, los alemanes habían sido amables, el ambiente era maravilloso e incluso había sonado una armónica. Los zuecos de las mujeres resonaban por todas partes de un modo agradable y enérgico. También habían fundado la ERÜ, Eesti Rahva Ühisabi (Solidaridad del Pueblo Estonio), para alimentar y apoyar a aquella gente cuyo cabeza de familia hubiese sido alistado a la fuerza en el Ejército Rojo. ¡Todo se arreglaría! Todos volverían a casa: papá, mamá, los desaparecidos regresarían, el grano crecería en los campos igual que antes. Ingel ganaría otra vez los campeonatos de cultivo de legumbres que organizaban las Juventudes Campesinas, irían a las fiestas de otoño y, cuando las hermanas tuviesen unos años más, se afiliarían a la Asociación de Mujeres Campesinas. Cuando su suegro estuviese de vuelta en casa, Hans empezaría a hacer planes para ampliar y expandir sus campos. Hans participaría entonces en la campaña de cultivo del tabaco y la remolacha de azúcar, y después habría suficiente sirope de remolacha, y la hermosa boca de Ingel no se contraería en un mohín de disgusto a causa de la sacarina. Y la de Aliide tampoco, añadía Hans. Ingel ronroneaba contenta como una gata. Entonces comenzó a elaborar una receta de las mejores galletas de Estonia, hechas a base de sirope de remolacha, y junto a Hans cayó en aquella misma nube en que se habían sumido durante los tiempos de los primeros arrumacos, antes de comenzar la pesadilla, mientras que Aliide recayó en la vieja tortura de amor. Todos los obstáculos se derrumbaron ante el brillante futuro de Ingel. Y ni siquiera la escasez de ropa hizo que su armario decreciese, aunque tuvo que sustituir la hebilla de las ligas por una moneda envuelta en papel, pero ¡no pasaba nada! Hans le trajo seda de los paracaídas para que se hiciese una blusa e Ingel la tiñó de azul lavanda y cosió una blusa bien alegre, la adornó con lentejuelas, le colocó en la pechera un broche de cristal alemán y estuvo más guapa que nunca. Hans le trajo un broche igual a Aliide, un poco más pequeño, pero aun así muy fino, y por un momento la mente torturada de su cuñada se apaciguó: a pesar de todo, Hans se había acordado de ella aunque sólo fuera por un momento. ¿Quién iba a fijarse en su broche si encima la nueva blusa de Ingel llevaba unas grandes hombreras? Hans la llamaba «soldadito», con dulzura, con toda la dulzura del mundo.