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Pegó la oreja a la rendija de la puerta. Pronto llamarían. ¿Los dejaría entrar Aliide?

La anciana abrió las cortinas, extendió un periódico sobre la mesa y colocó al lado su taza de café, como si estuviese leyendo el Nelli Teataja y desayunando tranquilamente. ¿Habría quedado alguna huella de Zara en la cocina? No, nada. Aliide ni siquiera había tenido tiempo de poner la mesa para las dos. Que viniesen, que viniesen todos, los esbirros de los mafiosos, los soldados, los rojos y los blancos, los rusos, los alemanes y los estonios, que viniese cualquiera. Aliide se las arreglaría. Siempre lo había hecho.

Las manos no le temblaban. Aquel temblor que había empezado la noche del ayuntamiento cesó cuando su cuerpo envejeció lo suficiente para que a nadie le interesara hacerle lo que le habían hecho aquella vez. Y como Talvi estaba fuera, ya no había nadie por quien tener miedo. Sintió un tirón en la muñeca. Muy bien, ya tenía otra vez a alguien en el cuartucho, a alguien a quien cuidar. De carnes prietas y tez suave, alguien que olía a joven. Una criatura asustadiza. ¿Se habría parecido a ella alguna vez? ¿Se había tapado los pechos de la misma manera con las manos? ¿Se había sobresaltado por cualquier cosa? ¿Se le habría petrificado la mirada ante cada ruido inesperado? Cierto sentimiento de aversión hacia la muchacha le revolvió el estómago.

El coche pareció parar al lado del sembrado. Bajaron dos desconocidos; no eran los chicos de la aldea, desde luego. ¿Qué estaban haciendo? ¿Admirando el paisaje? Parecían estar midiendo el bosque y encendieron cigarrillos con gesto tranquilo, como todos. Los hombres que calzaban botas de cuero curtido al cromo siempre estaban tranquilos al principio. El hombro de Aliide se movió espasmódicamente. Se lo frotó con la otra mano. Tenía el pañuelo húmedo en las sienes.

Llamaron a la puerta. Golpes decididos. Golpes de alguien acostumbrado a mandar.

Sobre la cocina, la cacerola con tomate y cebolla empezó a hervir. El rallador estaba encima del plato. Aún quedaba medio tomate sin picar. Aliide metió el tomate y el cuchillo entre las legumbres picadas y agarró el rallador con la otra mano. Todo en la cocina daba a entender que se hallaba en plena preparación de las conservas, pero ella, presa del pánico, había intentado simular que estaba tomando café despreocupadamente. Llamaron otra vez. Aliide empujó el plato de rábano picante a un lado de la mesa, el del cajón donde descansaba la Walther de Hans. Se llenó los pulmones del aire impregnado de rábano picante; le ardía todo el cuerpo, los ojos empezaron a llorarle, pero se los enjugó y por fin abrió la puerta. Las bisagras chirriaron, las cortinas se agitaron, el viento hizo ondear su delantal, sintió el metal del picaporte bajo sus dedos. Fuera brillaba el sol. El hombre la saludó. Tras él había otro de más edad que asimismo saludó. Aliide percibió el olor a oficial del KGB mezclado con el del rábano picante. Ese olor fue como un bofetón, igual que un sótano que huele a cerrado, y enrareció el aire. Empezó a respirar por la boca. Conocía a aquella clase de hombres. Eran de los que saben castigar a una mujer, y precisamente habían venido para eso. Hombres de porte insolente, con una amplia sonrisa repleta de dientes de oro, de uniforme tieso y galones bien rectos; el porte de quienes saben que el otro no opondrá ninguna resistencia. El porte de quienes calzan botas capaces de pisotear cualquier cosa.

El más joven quería entrar. Aliide se apartó de la puerta y fue a sentarse a la mesa, delante del plato de rábanos picantes. Dejó el rallador encima del plato y mantuvo la mano izquierda encima del mantel de plástico y la derecha sobre el regazo, bien cerca del cajón.

El hombre se sentó sin que nadie lo invitase y pidió agua. El del KGB no entró, probablemente fue a dar una vuelta alrededor de la casa. Aliide le dijo que se sirviese del cubo, aunque en el jardín había agua fresca del pozo.

– Aquí tenemos muy buena agua y un pozo profundo -comentó.

El hombre se levantó y bebió un vaso de un trago. El rábano picante también le escocía en los ojos y lo hacía parpadear, la irritación se le notaba en los movimientos. Aliide empezó a inquietarse, el corazón en un puño, pero el hombre hablaba un poco de todo y caminaba por la cocina despreocupadamente. Se paró delante de la puerta de la habitación y la abrió de una patada. La puerta golpeó contra la pared, que vibró. El barro seco de su bota de infantería quedó esparcido por el suelo. No cruzó el umbral, sino que volvió a la cocina, fue a la nevera pisando con sus botas con aire chulesco y hojeó los papeles que había por allí. Se acercó despacio a la alacena, levantando objetos de las estanterías, las tapas de los botes, le dio vueltas en las manos a una taza, a un bote de champú finlandés y a la pastilla de jabón Imperial Leather. Después encendió un cigarrillo, un Marlboro, y dijo que era de la policía.

– Paša Alexandrovich Popov -se presentó, y le tendió su documentación.

– Hay muchos documentos falsificados en circulación -dijo ella, devolviéndole los papeles sin mirarlos.

– Suele ocurrir -sonrió Paša-. A veces es sano sospechar. Pero por su propia seguridad será mejor que preste atención.

– Aquí no hay nada que robar.

– ¿Ha visto a una chica desconocida?

Aliide lo negó y empezó a hablar de la tranquilidad del lugar. El hombre sorbió por la nariz y entornó los ojos para contener el lagrimeo. El rábano picante seguía extendiendo su aroma. Aliide le sostuvo la mirada, no la esquivaría, no. El hombre tenía los párpados inferiores enrojecidos y a ella se le había formado una legaña en el rabillo del ojo, que supuraba. Siguieron mirándose fijamente hasta que él se dirigió a la puerta y abrió. Entró una ráfaga de viento. El hombro de Aliide se contrajo en un espasmo. Por un instante, el hombre permaneció de pie ante la puerta abierta, mirando el jardín. Su cazadora de piel se hinchaba con el aire. Al volverse, su mirada era más serena y fría. Sacó del bolsillo unas fotografías y las extendió encima de la mesa.

– ¿Ha visto a esta mujer por aquí? Estamos buscándola.

Zara no se atrevía a moverse. Las voces se oían mal desde el cuartucho. Oyó a Aliide hablar ruso tras abrir la puerta, saludar y mostrarse amable. Paša le comentó que habían hecho un largo recorrido en coche y que tenían sed, y continuó charlando de todo un poco. Las voces se alejaron y se acercaron y la anciana le preguntó si a su amigo le gustaban los jardines. Paša no la entendió. Aliide dijo que por la ventana veía a su amigo merodeando por su jardín. Lavrenti andaría husmeando por allí. Tenía que ser él. ¿O Paša habría ido con otro? Improbable. Paša aseguró que su amigo era un poco simplón y que no valía la pena hacerle caso. Aliide manifestó su preocupación por si pisaba los parterres.

– No se preocupe, le gustan los jardines. -La voz de Paša sonó muy cerca de repente. Zara se quedó paralizada-. Entonces, ¿no ha visto por aquí a una chica desconocida?

Zara contuvo la respiración. El polvo se le metía en la garganta seca. No podía toser, no. Aliide contestó que era un sitio tranquilo y que si llegaba algún forastero enseguida se sabía. Paša repitió la pregunta. A Aliide le sorprendió la insistencia. ¿A una chica joven? ¿A una chica joven desconocida? ¿Y por qué? Las palabras de Paša le llegaban confusas. Mencionó el pelo rubio. La voz de Aliide se oía claramente. No, ella no había visto por allí a ninguna rubia. Paša tenía una fotografía de la chica. ¿Qué fotografía sería? ¿Andaría Paša por todo el país enseñando su fotografía? ¿Qué clase de foto? La voz de Paša volvió a acercarse y Zara temió que los latidos de su corazón se oyesen a través de la pared. Paša tenía un oído muy fino.