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– Hay que sacar a Ingel de allí.

– No le pasa nada. Volverá, pero entretanto tienes que mantenerte escondido y sereno. ¿Qué pensaría Ingel si te viese en este estado? Supongo que querrás que le devuelvan al mismo Hans Pekk con el que se casó. ¡Ella no querrá a un loco!

Aliide le cogió la mano y se la apretó. Los dedos de él estaban flácidos y helados. Tras un instante de vacilación, lo abrazó. Poco a poco, Hans fue relajando los músculos, su pulso se estabilizó y después sujetó a Aliide por los hombros.

– Perdóname.

– No pasa nada.

– Liide, esto no puede seguir así.

– Ya se me ocurrirá algo, te lo prometo.

Las manos de Hans la apretaban.

Su cuerpo era el adecuado; sus manos, las adecuadas.

Aliide lo habría dado todo si en ese momento hubiese podido llevarse a Hans a la habitación, a una cama de verdad, para quitarle la ropa empapada de sudor frío y limpiarle con la lengua el olor a terror que rezumaba su piel.

Siempre había confiado en que Hans sabría contenerse, pero ahora ya no estaba segura. ¿Y si volvía a tener visiones cuando Martin estuviese en casa? Aunque su marido trabajaba de día, cualquier vecino de la aldea podía ir de visita. ¿Y si a Hans no le daba la gana de subir al altillo y provocaba un alboroto, o si salía corriendo por la puerta, quizá directamente a los brazos de los hombres de la NKVD?

Aliide reunió algunos objetos en un hatillo y lo escondió en el recibidor, detrás de cosas que Martin no tocaría, como lino y otras cosas de mujeres. Si lo necesitaba, tendría tiempo de cogerlo cuando saliera por la puerta. Difícilmente la harían pasar por ningún otro lado. A menos que a Hans le diese un ataque justo cuando ella estuviese en la habitación y Martin en la cocina. Entonces Aliide se vería obligada a escapar por la ventana. Tal vez fuera una buena idea preparar otro hatillo y dejarlo allí. Pero aunque lograra llevárselo consigo, ¿adónde huiría? Hans podía matar a Martin de un disparo en cuanto éste abriese la puerta del cuartucho, pero ¿de qué serviría? ¿Y si hubiese alguien de visita en ese momento? Suponiendo que consiguiese escapar, tarde o temprano acabarían por cogerla y se la llevarían para interrogarla. Si Martin se enteraba, la entregaría a los chequistas sin vacilar, no le cabía la menor duda, y aquellos hombres creerían que Hans era su amante y querrían saber cómo y cuándo y dónde. Tal vez tendría que explicarlo todo con pelos y señales, incluso enseñárselo, desnudarse y enseñárselo. Les interesaría sobremanera el hecho de que la mujer de Martin tuviese un amante fascista, y Aliide debería contarles todo sobre su amante fascista y sobre ella misma, tendría que comparar lo que hacía con su amante fascista y lo que hacía con su marido, que era un buen camarada. ¿Cuál era mejor, cuál la tenía más dura? ¿Cómo follaba un cerdo fascista? Y todos la rodearían de pie y con las pollas tiesas, preparados para castigarla, para educarla, para arrancar de raíz toda semilla que el fascista hubiese dejado en sus entrañas.

Tal vez incluso el propio Martin querría interrogar a su esposa, demostrar a sus camaradas que no tenía nada que ver con aquel feo asunto. Lo haría con un interrogatorio brutal en que daría rienda suelta a toda la rabia de un hombre traicionado. Y aunque Aliide lo admitiera todo, no la creerían. Perseverarían y al final llamarían a Volli. ¿Qué había dicho la mujer de Volli? Que Volli era muy bueno en su trabajo, y estaba muy orgullosa de él. Cuando en los interrogatorios no lograban que un bandido confesase, siempre se requería la presencia de Volli. La confesión llegaba antes del amanecer. Volli era muy eficaz. Muy hábil. Nuestra gran patria no tenía mejor servidor que Volli.

– Estoy tan orgullosa de Volli… -había susurrado la mujer, con la misma devoción con que Aliide oía hablar de Dios en otra época. Las palabras habían salido de su boca como pequeñas auras, sus dientes de oro destellando. El oro que había conseguido Volli-. Es el mejor marido del mundo.

Aliide observaba a Hans, sus ojos, sus gestos. La barba tapaba mucho, pero seguía siendo el mismo Hans de siempre. Había sucedido de nuevo.

– Ingel se me apareció la noche pasada -dijo como si tal cosa.

– Entonces, ¿has vuelto a tener pesadillas?

– ¿Cómo puedes llamar pesadilla a Ingel? -inquirió con repentina dureza. Frunció el cejo, enderezó la espalda y puso las manos sobre la mesa, con los puños apretados.

– ¿Y qué te dijo?

Los puños se distendieron.

Aliide tendría que ir con cuidado con lo que decía.

– Me llamaba por mi nombre. Sólo eso. Estaba envuelta como en una neblina. Detrás había gente apiñada alrededor de una estufa, tan juntos y tan cerca de la estufa que la ropa de uno empezaba a arder. O tal vez tenían ropa puesta a secar cerca de la estufa y el fuego prendía en ella. No sé, no lo veía bien. Ingel estaba delante. No le hacía caso a la gente que gritaba a su espalda. Percibí el olor a quemado. Ella no le daba importancia, se limitaba a mirarme a los ojos y pronunciaba mi nombre. Después la neblina volvía a cubrirla, apenas se le veía la cabeza, pero seguía con la mirada fija. Luego la bruma se disipaba y la veía de pie en medio de unas literas dispuestas a lo largo de todas las paredes. En la litera que tenía al lado había un hombre acostado, tocándose, y en la del otro lado otro hombre encima de una mujer. Y ella estaba allí en medio y la gente pasaba por su lado. Pero seguía mirándome fijamente y susurraba mi nombre otra vez. Quiere decirme algo.

– ¿Y qué?

– No pareces muy interesada.

Aliide experimentó una sensación desagradable, como si su hermana estuviese presente en la habitación. Siguió la mirada de Hans, que se desvió a la pared de detrás de ella. Aliide se contuvo para no volver la cabeza.

– Ingel está perfectamente. ¿O no? Tú mismo has leído sus cartas.

Hans seguía con la mirada perdida más allá de Aliide.

– Tal vez no pueda contarlo todo en las cartas.

– Pero ¡por Dios, Hans!

– No te pongas nerviosa, Liide, querida. Tan sólo es nuestra Ingel. Solamente quiere vernos y hablarnos.

Tenía que conseguirle un pasaporte cuanto antes. Tenía que lograr que Hans entrase en razón. Pero si él se marchaba, ¿qué haría ella? ¿Y si también se iba? Asumiría el riesgo y se marcharía. Su plan podía costarles la vida a ambos, pero ¿acaso quedaba otra opción?

Fuera, en el jardín, las cornejas graznaban como locas.

1992, oeste de Estonia

Zara encuentra flores secas en el cuartucho

Aunque mantenía la oreja pegada a la puerta, no llegaba sonido alguno de la cocina. La radio estaba muda, sólo oía el dolor que latía en sus sienes. En los últimos minutos se había provocado dolor de cabeza a base de dar cabezazos contra la puerta; una completa estupidez. Así no conseguiría que Aliide le abriese. Paša y Lavrenti volverían, estaba claro. Pero ¿entrarían? Obligarían a la anciana a hablar, o quizá ella confesaría voluntariamente. Tal vez les pediría dinero para hacer arar sus campos. Aliide se había quejado de que ahora que se podía comprar alcohol sin cartilla de racionamiento ya no tenía con qué pagar a los pocos hombres en condiciones de trabajar que aún quedaban. Zara no lograba adivinar cómo reaccionaría la anciana. En el bolsillo tenía una manzana y un par de bellotas que se había guardado para llevárselas como regalo a su abuela, semillas de Estonia. ¿Podría dárselas algún día?

Se puso en pie. Aunque el ambiente estaba viciado, notaba que por algún lado entraba aire. En una esquina había unas cestas y una manta, y bastante sitio para moverse. Como no se atrevía a andar a ciegas, primero tanteó con el pie, y al empujar las cestas algo tintineó. Tiró del objeto hacia sí con el pie. Era un plato. Al lado de las cestas había papeles, periódicos. Un florero con flores secas y, encima, un estante estrecho con una palmatoria que aún conservaba restos de una vela. Sobre el estante había una alcayata de la que colgaba un marco o un espejo. Pasó los dedos por la madera y el pulgar dio con un soporte, detrás del cual sobresalía un papel, la esquina de una libreta. ¿Para qué habrían usado aquel cuarto? ¿Por qué tenía un armario delante?