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– ¿Algo más? -pregunté.

– No, pero se me hace raro que no me hayas saltado al cuello -dijo Dickie.

– ¿Decepcionado?

– Sí. Me había comprado un spray de defensa personal.

Habría resultado divertido si hubiera sido un chiste improvisado, pero sospechaba que Dickie lo decía en serio.

– Tal vez la próxima vez.

– Ya sabes dónde estoy.

Lula y yo salimos contoneándonos de la oficina, recorrimos el pasillo y bajamos en ascensor.

– No ha sido tan divertido como la vez anterior -dijo Lula-. Ni siquiera le has amenazado. No le has perseguido alrededor de la mesa ni nada.

– Creo que ya no le odio tanto como antes.

– Qué lástima.

Cruzamos la calle y miramos al coche. Tenía una multa colocada en el parabrisas.

– Lo ves -dijo Lula-. Es por tus lunas. Al elegir este parquímetro estropeado hiciste una mala elección económica.

Metí la multa en el bolso y abrí la puerta con rabia.

– Ten cuidado -dijo Lula-. Los problemas con los hombres están a punto de llegar.

Llamé a Connie y le pedí la dirección de Albert Kloughn. Al cabo de unos minutos ya tenía las direcciones del despacho de Kloughn y de la casa de Soder. Las dos estaban en Hamilton Township.

Primero pasé por delante de la casa de Soder. Vivía en una urbanización de apartamentos con jardín. Eran edificios de ladrillo de dos plantas, decorados con contraventanas blancas y columnas en las puertas principales para darles un aire colonial. El apartamento de Soder estaba en la planta baja.

– Supongo que no tendrá a la niña en el sótano -dijo Lula-. Dado que no tiene sótano.

Nos quedamos sentadas observando el apartamento durante varios minutos, pero no pasaba nada, así que nos fuimos a ver a Kloughn.

Albert Kloughn tenía una oficina de dos despachos en una galería comercial, al lado de una lavandería automática. Dentro había una mesa para la secretaria, pero no parecía haber secretaria fija. En su lugar, Kloughn ocupaba la mesa y tecleaba en el ordenador. Era como yo de alto y parecía estar entrando en la pubertad. Tenía el pelo de color arena, carita de querubín y el cuerpo del muñequito de las pastas Pillsbury.

Cuando entramos, levantó la mirada hacia nosotras y sonrió inseguro. Probablemente pensó que queríamos cambio para las lavadoras. Notabas en los pies las vibraciones de los tambores del otro lado de la pared y se escuchaba el rugido sordo de las inmensas lavadoras comerciales.

– ¿Albert Kloughn? -pregunté.

Llevaba camisa blanca, corbata de rayas rojas y verdes y pantalones caquis. Se levantó y se alisó la corbata con un gesto automático.

– Yo soy Albert Kloughn -dijo.

– Vaya, qué desilusión tan grande -dijo Lula-. ¿Y dónde está la nariz roja que pita cuando se la estruja? ¿Y los zapatones de clown?*

– No soy de esa clase de clown. Jo. Todo el mundo me dice lo mismo. Llevo oyendo lo mismo desde el jardín de infancia. Se escribe K-l-o-u-g-h-n. ¡Kloughn!

– Podría ser peor -dijo Lula-. Podrías llamarte Albert Folla.

Le di a Kloughn mi tarjeta.

– Soy Stephanie Plum y ésta es mi ayudante, Lula. Tengo entendido que representaste a Evelyn Soder en su proceso de divorcio.

– ¡Guau! -dijo él-. ¿De verdad eres una cazarrecompensas?

– Agente de fianzas -respondí.

– Ya, y eso es cazarrecompensas, ¿no?

– Hablemos de Evelyn Soder…

– Claro. ¿Qué quieres saber? ¿Se ha metido en algún lío?

– Evelyn y Annie han desaparecido. Según parece, Evelyn se llevó a Annie para que no tuviera que ver a su padre. Dejó un par de cartas.

– Debe de haber tenido alguna buena razón para irse -dijo Kloughn-. No le hacía ninguna ilusión poner en peligro la casa de su abuela. Pero no tenía otra alternativa. No tenía otro sitio de donde sacar el dinero de la fianza.

– ¿Se te ocurre alguna idea de dónde pueden haber ido?

Kloughn negó con la cabeza.

– No. Evelyn no hablaba mucho. Que yo sepa, toda su familia vivía en el Burg. No quiero ser cruel con ella ni nada por el estilo, pero no me dio la impresión de que fuera especialmente inteligente. Ni siquiera estoy seguro de que supiera conducir. Siempre que venía a la oficina la traía alguien.

– ¿Dónde está tu secretaria? -preguntó Lula.

– En este momento no tengo secretaria. Antes tenía una a tiempo parcial, pero dijo que

Juego de palabras en inglés, al pronunciarse igual el apellido del personaje, Kloughn, y la palabra clown, payaso. [N. del T.]

la pelusilla que salía de las secadoras le producía sinusitis. Tal vez debiera poner un anuncio en los periódicos, pero no me organizo muy bien. Abrí este despacho hace sólo un par de meses. Evelyn fue una de mis primeras dientas. Por eso la recuerdo.

Seguramente Evelyn era su única dienta.

– ¿Pagó la factura?

– La está pagando a plazos mensuales.

– Si te manda un cheque por correo, te agradecería que me dijeras de dónde es el matasellos.

– Estaba a punto de decir eso mismo -dijo Lula-. También se me había ocurrido a mí.

– Sí, y yo también -dijo Kloughn-. Yo también lo había pensado.

Una mujer golpeó con los nudillos en la puerta abierta de la oficina y asomó la cabeza.

– La secadora del fondo no funciona. Se ha tragado todas mis monedas de veinticinco y se ha quedado como muerta. Y, por si fuera poco, ahora no puedo abrir la puerta.

– Oiga -dijo Lula-, ¿usted cree que es asunto nuestro? Este hombre es abogado. Y sus monedas de veinticinco le importan un carajo.

– Estamos todo el día igual -dijo Kloughn. Luego sacó un formulario del cajón superior de la mesa y le dijo a la mujer-: Tome, rellene esto y la dirección le devolverá el dinero.

– ¿Te perdonan el alquiler a cambio? -preguntó Lula a Kloughn.

– No. Lo más probable es que me desahucien -recorrió la estancia con la mirada-. Ésta es mi tercera oficina en cuatro meses. En la primera tuve un incendio accidental en la papelera que se propagó por todo el edificio. Y después de aquello, en la siguiente, declararon el edificio en ruinas cuando un cuarto de baño se derrumbó y hundió el techo.

– ¿Un baño público? -preguntó Lula.

– Sí. Pero juro que no fue por mi culpa. Estoy casi seguro.

Lula miró el reloj.

– Es mi hora de almorzar.

– Oye, ¿'qué os parece si almuerzo con vosotras? -dijo Kloughn-. Tengo algunas ideas respecto a este caso. Podríamos charlar sobre todo ello mientras comemos.

Lula le miró de hito en hito.

– No tienes a nadie con quien comer, ¿verdad?

– Claro que sí, tengo montones de gente con la que comer. Todo el mundo quiere comer conmigo. Lo que pasa es que hoy no he quedado con nadie.

– Eres un peligro ambulante -dijo Lula-. Si comemos contigo lo más seguro es que nos envenenemos.

– Si os ponéis muy mal puedo conseguiros un buen dinero -dijo-. Y si morís, sería un pastón.

– Vamos a comer algo rápido -dije.

Los ojos se le iluminaron.

– Me encanta la comida rápida. Siempre es igual. Puedes confiar en ella. No da sorpresas.

– Y es barata -dijo Lula.

– ¡Exacto!

Puso un pequeño cartel de «Estamos comiendo» en la ventana de la oficina y cerró la puerta con llave al salir. Pasó al asiento trasero del CR-V y se inclinó hacia adelante.

– ¿Qué te pasa? ¿Eres medio perro labrador? -dijo Lula-. Me estás echando el aliento. Apóyate en el respaldo y ponte el cinturón de seguridad. Y como empieces a babear, vas a la calle.

– Madre mía, qué divertido -dijo él-. ¿Qué vamos a comer? ¿Pollo frito? ¿Sandwiches de atún? ¿Hamburguesas con queso?

Diez minutos más tarde salíamos del servicio para coches del McDonald's cargados de hamburguesas, batidos y patatas fritas.