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entusiastas, que el diablo se los lleve, sprinters con escasa capacidad pulmonar…

Rumata sonrió de mala gana y se tironeó innecesariamente de las botas. Sprinters, pensó. Sí, ha habido sprinters.

Hacía diez años, Stefan Orlovski, llamado aquí Don Kapata, comandante de una compañía de ballesteros de Su Majestad Imperial, durante los tormentos públicos de dieciocho brujas estorianas, ordenó a sus soldados disparar contra los verdugos, mató a sablazos al Juez Imperial y a dos ujieres, y por fin se vio ensartado por las picas de la guardia de palacio. Mientras se retorcía agonizante no dejaba de gritar: «¡Sois personas!

¡Acabad con ellos!». Pero nadie podía oír su voz, ahogada por el rugido de una multitud que gritaba: «¡Fuego! ¡Más fuego!» Casi en la misma época, en el otro hemisferio, Cari Rosemblum, uno de los especialistas más competentes en las guerras campesinas de Alemania y Francia, conocido allí como Pani-Pa, negociante en lanas, sublevó a los campesinos murisanos, tomó por asalto dos ciudades y fue asesinado de un flechazo por la espalda cuando intentaba poner coto a los saqueos. Todavía estaba vivo cuando acudió el helicóptero de salvamento, pero ya no podía hablar. Lo único que hizo fue mirar a sus salvadores con una expresión culpable en sus grandes y perplejos ojos azules anegados en lágrimas.

Y poco antes de la llegada de Rumata, el amigo y confidente del tirano de Kaisan (el especialista en historia de las reformas agrarias Jerome Tafnat, perfectamente camuflado), promovió sin más un motín palaciego, usurpó el poder, y durante dos meses intentó instaurar el Siglo de Oro, sin dignarse responder a las interpelaciones que le hacían sus compañeros desde la Tierra, adquirió fama de loco, y después de salir ileso de ocho atentados fue felizmente secuestrado por el comando de emergencia del Instituto y trasladado en un submarino a la base insular que tenían en el Polo Sur.

— Y en la Tierra — murmuró Rumata — creen aún que los problemas más difíciles de resolver son los que plantea la Física del Cero…

Don Kondor levantó la cabeza.

— Oh, por fin — susurró.

El potro jamajareño pateó y relinchó estridentemente, y se oyó una enérgica maldición pronunciada con marcado acento irukano. Se abrió la puerta y apareció don Gug, chambelán mayor de su excelencia el Serenísimo Duque de Irukán, grueso, colorado, con el bigote arrogantemente atusado hacia arriba, una sonrisa de oreja a oreja y unos ojos pequeños y alegres que brillaban bajo los bucles de una peluca color castaño. Rumata sintió el impulso de levantarse de un salto y abrazar al recién llegado, que no era otro que Pashka, su amigo de la infancia; pero don Gug asumió bruscamente una actitud formal, hizo una adusta mueca cortesana y una ligera reverencia, apretando su sombrero contra el pecho, y distendió los labios en una sonrisa de circunstancias. Rumata miró furtivamente a Alexandr Vasílievich. Pero este se había convertido de nuevo en el Juez General y Custodio de los Grandes sellos, y estaba sentado con las piernas abiertas, la mano izquierda apoyada al costado y la derecha en la dorada empuñadura de su espada.

— Habéis negado tarde, Don Gug — dijo en tono desagradable.

— Mil perdones, señor — medio gritó Don Gug, al tiempo que se aproximaba a la mesa —.

Juro por el raquitismo de mi duque que el retraso ha sido debido a circunstancias imprevistas. Las patrullas de Su Majestad el Rey de Arkanar me han detenido cuatro veces, y he tenido que batirme otras dos con unos desvergonzados — mientras decía esto, levantó con elegancia su brazo izquierdo y mostró la ensangrentada venda que lo cubría — Y a propósito, nobles Dones, ¿de quién es ese helicóptero que hay tras la casa?

— Mío — contestó desabridamente Don Kondor —. No dispongo de tiempo para irme batiendo por las carreteras.

Don Gug sonrió amistosamente y se sentó a horcajadas en el banco.

— Nobles Dones — dijo —, hemos de constatar que el sapientísimo doctor Budaj ha desaparecido misteriosamente entre la frontera irukana y el Soto de las Espadas.

El padre Kabani se agitó en su camastro, se dio media vuelta y murmuró con voz espesa, sin despertarse: — Don Reba…

— Dejad que me encargue yo de Budaj — dijo Rumata violentamente —, e intentad al menos comprenderme…

II

Rumata se despertó sobresaltado. Ya era de día. Se oía el rumor de un altercado abajo, en la calle. Alguien, que parecía un militar, gritaba: — ¡Ca…nalla! ¡Mira lo que has hecho! ¡Vas a limpiarme esa porquería con… la lengua! — Estos son los buenos días, pensó Rumata —. ¡Y cállate! ¡Juro por la joroba de San Miki que me estás exasperando!

Otra voz, áspera y ronca, refunfuñaba que, al pasar por aquella calle, uno tenía que mirar donde ponía los pies. Al amanecer había llovido un poco y, como la calle se había empedrado váyase a saber cuando…

— Así que debo mirar al suelo, ¿eh? Te atreves a decirme lo que tengo que hacer, ¿eh?

— Haríais mejor soltándome, noble Don, y dejar de tirar de mi camisa.

— Otra vez ordenándome lo que debo hacer, ¿eh?

Se oyó el chasquido de una bofetada. Seguramente debía ser la segunda: la primera era la que había despertado a Rumata.

— No me peguéis, noble Don… — refunfuñó el otro, abajo.

Me parece que conozco esa voz, se dijo Don Rumata. Juraría que es la de Don Tameo.

Hoy tengo que perder a las cartas con él, para que se lleve ese penco jamajareno.

¿Cuándo aprenderé a elegir caballos? Claro que nosotros, los Rumata de Estoria, nunca hemos sido expertos en caballos. Nuestra especialidad son los camellos de combate.

¡Menos mal que en Arkanar casi no hay camellos!

Rumata se estiró hasta que le crujieron los huesos, buscó en la cabecera de la cama un cordón de seda trenzado y tiró varias veces de él. Al otro lado de la casa sonaron unos campanillazos. El chico estará presenciando el espectáculo, pensó. Me podría levantar y vestirme por mí mismo, pero eso daría lugar a más rumores. Volvió a prestar atención a las blasfemias que le llegaban desde la calle. ¡Vaya lengua! Tiene una entropía extraordinaria. Es de esperar que Don Tameo no lo mate. Últimamente, entre la gente de la guardia, hay muchos que se jactan de poseer una espada para los lances de honor y otra para las persecuciones callejeras… esas que gracias a Don Reba se han multiplicado tanto últimamente en Arkanar. Pero Don Tameo no era de esos. Era más bien cobarde, y un incorregible político de sobremesa.

Resultaba abominable tener que empezar el día con Don Tameo. Rumata se sentó en la cama y se abrazó las rodillas por debajo de la bordada colcha, tan espléndida como vieja. Uno se siente rodeado de tinieblas pesadas como el plomo, pensó; se entristece, y dan ganas de pensar en lo débiles e insignificantes que somos ante las circunstancias. En la Tierra no nos ocurría esto. En la Tierra éramos unos muchachos saludables, seguros de sí mismos, que habíamos pasado un período de acondicionamiento psicológico y estábamos dispuestos a todo. Poseíamos unos nervios magníficos que nos permitían presenciar un suplicio o una ejecución sin siquiera volver la cabeza. Sabíamos dominarnos de tal forma que podíamos permanecer imperturbables ante las efusiones del más abyecto de los cretinos. Habíamos olvidado hasta tal punto qué es la repugnancia que podíamos comer en platos lamidos por los perros y secados después con un delantal sucio. Éramos totalmente impersonales, no hablábamos en los idiomas de la Tierra ni en sueños. Estábamos provistos de un arma infalible, la teoría básica del feudalismo, elaborada en el silencio de los gabinetes y laboratorios, en las excavaciones y en discusiones profundas.