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Por esta razón, cuando el ejército regresaba derrotado, los reyes de Arkanar se veían obligados a ratificar el derecho feudal de los Pampa, y a concederles además otros privilegios como por ejemplo hurgarse las narices en presencia del rey, cazar al oeste de Arkanar o llamar a los príncipes por sus nombres, sin mencionar títulos ni dignidades.

El Bosque Hiposo estaba lleno de misterios. Durante el día pasaban por la carretera los convoyes de mineral enriquecido, pero por la noche estaba desierta, ya que eran pocos los valientes que se decidían a andar por ella a la luz de las estrellas. Corrían rumores de que, por las noches, desde el Árbol Padre, graznaba el pájaro Síu, que nadie había visto ni podía ver, pues no era un ave ordinaria. También se hablaba de unas arañas peludas que saltaban desde las ramas de los árboles a los cuellos de las caballerías y en un instante les roían los tendones y se ahogaban en su sangre. Se decía que por el bosque andaba una enorme bestia arcaica llamada Pej, que tenía el cuerpo cubierto de escamas, se reproducía una vez cada doce años, y arrastraba tras de sí doce colas que rezumaban veneno. Y algunos habían visto en pleno día cómo el jabalí pelado cruzaba gruñendo la carretera. Este jabalí había sido maldito por San Miki y era un animal muy fiero, invulnerable al hierro, pero que podía ser herido con armas de hueso.

Allí se podía topar uno con un esclavo prófugo marcado entre los omoplatos, tan callado e impecable como las arañas peludas, y con un hechicero retorcido que recogía misteriosos hongos para hacer infusiones mágicas, con las cuales las personas se podían volver invisibles, transformarse en ciertos animales o adquirir una segunda sombra. De noche deambulaban por la carretera los hombres del terrible Vaga Kolesó, y los fugitivos de las minas de plata, que tenían las pahuas de las manos negras y las caras transparentes. Los curanderos se reunían allí para pasar sus veladas, y los cazadores furtivos del barón de Pampa asaban en los pocos claros que tenía el bosque los bueyes robados, ensartados enteros en el asador.

En lo más intrincado del bosque, a más de un kilómetro de la carretera, había un árbol gigantesco reseco por los años. Bajo sus ramas, y rodeada por una renegrida empalizada, se hallaba una retorcida isba, hecha de gruesos troncos redondos. Aquella isba se hallaba allí desde tiempos inmemoriales. Su puerta no se abría nunca, y junto al cobertizo había unos ídolos tallados en troncos de árboles. Aquella casa era el sitio más temible de todo el Bosque Hiposo. Se decía que aquel era precisamente el sitio donde iba cada doce años la arcaica bestia Pej a dar a luz a sus crías, tras lo cual se arrastraba debajo de la casa y moría, de tal modo que los sótanos de la isba estaban repletos de veneno negro. Cuando aquel veneno rebosase fuera, sería el fin. También se hablaba de que en las noches de tormenta los ídolos se arrancaban a sí mismos de la tierra e iban hasta la carretera para hacer señas, y que de tarde en tarde se encendían luces ultraterrenas en las muertas ventanas de la isba, se oían ruidos, y por la chimenea surgía un humo que ascendía directamente hacia el mismísimo cielo.

No hacía mucho, al tonto Irma Higa, de la aldea Bienabierta (que la gente conoce con el nombre de Gañades), se le ocurrió por pura estupidez acercarse una noche a la citada isba y mirar por una ventana. Cuando regresó a su casa estaba idiota perdido, pero después de serenarse un poco contó que en la isba ardía una luz muy clara, y que junto a una mesa ordinaria estaba sentado con los pies sobre un banco un hombre que bebía directamente de un barrilito sujetándolo con una sola mano. Aquel individuo tenía la cara llena de manchas y bolsas que le colgaban hasta casi la cintura. Sin duda era el mismísimo San Miki antes de convertirse a la fe, cuando, como es bien sabido, era polígamo, borracho y blasfemo. Para mirarlo había que dominar el miedo. Por la ventana salía un olor dulzón que angustiaba, y por los árboles de alrededor de la isba danzaban sombras. De todo el distrito vino gente a escuchar lo que contaba el tonto, hasta que por fin un día vinieron los milicianos, le retorcieron los brazos hasta ponerle los codos junto a los omoplatos, y se lo llevaron consigo a Arnakar. A pesar de esto no se dejó de hablar de la isba, que desde entonces comenzó a ser llamada la Guarida del Borracho.

Rumata, tras abrirse paso a través de las matas de helechos gigantes, desmontó junto al cobertizo de la Guarida del Borracho y ató las bridas a uno de los ídolos. En la casa había luz, y la entreabierta puerta pendía de un solo gozne. El padre Kabani estaba sentado ante la mesa, completamente postrado. La habitación apestaba a alcohol y en la mesa, entre huesos roídos y trozos de nabo cocidos, se destacaba una enorme jarra de arcilla.

— Buenas noches, padre Kabani — dijo Rumata, cruzando el umbral.

— Bienvenido — respondió el padre Kabani con voz ronca, que parecía salir de lo más profundo de un cuerno de caza.

Rumata se acercó a la mesa haciendo sonar las espuelas, tiró los guantes sobre el banco y volvió a mirar al padre Kabani. Este seguía sentado sin moverse, con el rostro apoyado en las manos. Sus peludas cejas entrecanas colgaban sobre sus carrillos lo mismo que la hierba seca sobre un acantilado. Cada vez que respiraba, las ventanas de su abultada nariz daban salida a un aire saturado de alcohol no asimilado.

— ¡Yo lo inventé, yo! — dijo de pronto, haciendo esfuerzos por levantar la ceja derecha y mirando a Rumata con un ojo nublado —. ¡Yo mismo! ¿Y para qué? — Extrajo la mano derecha de debajo de su mejilla y agitó un peludo índice —. Y, a pesar de todo, no tengo la culpa… Yo lo inventé… pero no tengo la culpa… ¿Eh? De acuerdo, de acuerdo, he fallado, así que no inventemos nada más, que nadie tenga nuevas ideas y… ¡Oh, al diablo con todo!…

Rumata se desabrochó el cinto y se soltó la espada.

— Adelante, adelante — dijo.

— ¡La caja! — vociferó el padre Kabani, y después hizo una larga pausa mientras movía de una manera extraña los carrillos.

Rumata, sin quitarle ojo de encima, pasó sobre el banco un pie con la bota de montar llena de polvo y se sentó, poniendo la espada a su lado. — La caja… — repitió el padre Kabani con voz abatida —. Decimos que inventamos cosas. Pero en realidad todo está inventado desde hace muchísimo tiempo. Alguien lo inventó todo hace una enormidad de años, lo metió en una caja, le hizo un agujero en la tapa y se fue… Se fue a dormir… ¿Y qué ocurrió entonces? Llega el padre Kabani, cierra los ojos, mete una mano por el agujero — mientras decía esto, el padre Kabani contempló su mano — y… ¡zas! ¡lo inventé!

Yo inventé esto, dice, y el que no lo crea es un imbécil… Meto la mano una vez, ¿y que sale? Un alambre espinoso. ¿Para qué? Para que los lobos no entren en los rediles.

Vuelvo a meter la mano… ¡dos! ¿Y qué? Una cosa muy ingeniosa, un instrumento para picar la carne. ¿Para qué? Para hacer picadillo fino y que la carne sea tierna. ¡Bravo!

Meto otra vez la mano… ¡tres! Agua ardiente. ¿Para qué? Para que prenda la leña húmeda. ¡Ah!

El padre Kabani calló y empezó a inclinarse hacia adelante, como si alguien tirara de él sujetándolo por el pescuezo.

Rumata cogió la jarra, olió su contenido y se echó varias gotas en el dorso de la mano.

Las gotas tenían un color lila y olían a fuel. Sacó su pañuelo y se limpió bien la mano. En el pañuelo quedaron unas manchas de grasa. La despeinada cabeza del padre Kabani tropezó con la mesa y volvió a levantarse al instante.

— El que puso todo eso en la caja sabía para qué servía… ¿Alambre espinoso para los lobos? Eso es lo que yo creía, imbécil. Pero era para cercar las minas y evitar que se fugaran de ellas los reos del Estado. ¡Yo no quiero eso! ¡Yo también soy reo del Estado!