Выбрать главу

Hizo un movimiento para alejarse de mí, perdió el equilibrio, se escoró hacia un lado y se dio contra una mesa auxiliar. Una lámpara y un cenicero se estrellaron contra el suelo. Bender los miró pasmado.

– Me has roto la lámpara -dijo, con la cara enrojecida y los ojos achinados-. No me hace ninguna gracia que me hayas roto la lámpara.

– ¡Yo no he roto la lámpara!

– He dicho que la has roto. ¿Eres dura de oído?

Levantó la lámpara del suelo y la tiró contra mí. Yo me aparté y la lámpara pasó por mi lado y fue a dar contra la pared.

Metí rápidamente la mano en el bolsillo, pero Bender me inmovilizó antes de que pudiera hacerme con el spray. Era unos centímetros más alto que yo, delgado y nervudo. No es que fuera especialmente fuerte, pero era peligroso como una serpiente. Y estaba enardecido por el odio y la cerveza. Rodamos por el suelo unos instantes, dándonos patadas y arañazos. Él intentaba hacerme daño y yo intentaba librarme de él, pero ninguno de los dos estábamos teniendo mucho éxito.

La habitación era un batiburrillo de cosas, con montones de periódicos, platos sucios y latas de cerveza vacías. Nos golpeábamos contra sillas y mesas, tirando platos y latas al suelo y rodando luego por encima de ellos. Una lámpara de pie cayó al suelo, seguida de una caja de pizza.

Logré escapar de su abrazo y ponerme en pie. Él se lanzó tras de mí, blandiendo un cuchillo de cocina. Supongo que debía de estar entre el montón de basura que cubría el suelo de la sala. Solté un grito y me di la vuelta. No tenía tiempo de sacar el spray de pimienta.

Se movía con una rapidez sorprendente, teniendo en cuenta que llevaba una cogorza de cuidado. Salí corriendo a la calle. Y él me siguió pisándome los talones. Dejé de correr cuando He gamos al mercadillo de objetos robados y puse el Cadillac entre Bender y yo, mientras recuperaba el aliento.

Uno de los vendedores se me acercó.

– Tengo unas camisetas muy bonitas -me dijo-. Exactamente iguales que las que venden en Gap. Y las tengo en todas las tallas.

– No me interesa -dije.

– Las llevo a muy buen precio.

Bender y yo bailábamos alrededor del coche. Primero se movía él y luego me movía yo, luego se movía él, y luego me movía yo. Mientras, intentaba sacar el spray de pimienta del bolsillo. El problema era que los pantalones eran demasiado ajustados, el spray estaba en el fondo del bolsillo y las manos me sudaban y me temblaban.

Había un sujeto sentado en el capó del Oldsmobile.

– Andy -gritó-, ¿por qué persigues a esa chica con un cuchillo?

– Porque me ha fastidiado el almuerzo. Yo estaba tan tranquilo comiendo mi pizza y viene ella y me la destroza entera.

– Ya lo veo -dijo el tipo del Oldsmobile-. Tiene pizza por todas partes. Parece que se ha revolcado en ella.

Había otro fulano sentado en el Oldsmobile.

– Pervertida -dijo éste.

– Chicos, ¿por qué no me echáis una mano? -pedí-. Haced que tire el cuchillo. Llamad a la policía. ¡Haced algo!

– Oye, Andy -dijo uno de los hombres-, que quiere que tires el cuchillo.

– La voy a destripar como a un pescado -aulló Bender-. Voy a hacerla filetes como si fuera una trucha. Ninguna zorra va a entrar en mi casa y fastidiarme la comida sin más.

Los dos tíos del Oldsmobile sonreían.

– Andy necesita un cursillo de control de la ira -dijo uno de ellos.

El de las camisetas seguía a mi lado.

– Sí, y tampoco sabe mucho de pesca. Ese cuchillo no es de cortar pescado.

Por fin logré sacar el spray de pimienta del bolsillo. Lo agité y lo dirigí hacia Bender.

Los tres hombres se movilizaron de inmediato, cerrando los maleteros de golpe y alejándose de nosotros.

– Oye, haz el favor de tener presente para dónde sopla el viento -dijo uno de ellos-. No necesito que me limpien las fosas nasales. Y tampoco quiero que se me estropee la mercancía. Soy un hombre de negocios, ¿entiendes lo que te digo? Y éstas son mis existencias.

– Esa mierda no me asusta -dijo Bender, siguiéndome alrededor del Cadillac, cuchillo en ristre-. Me encanta. Échamelo. Me han echado tanto spray de pimienta que me he hecho adicto.

– ¿Qué llevas en la muñeca? -preguntó a Bender uno de los hombres-. Parece un grillete. ¿Os habéis metido tú y tu señora en el rollo del sadomasoquismo?

– Son mis esposas -dije-. Ha violado su compromiso de libertad bajo fianza.

– Oye, yo te conozco -me dijo uno de ellos-. Recuerdo que vi tu foto en un periódico. Tú incendiaste una funeraria y ardió hasta las cejas.

– ¡No fue culpa mía!

Otra vez sonreían todos.

– ¿No te siguió Andy el año pasado con una sierra mecánica? ¿Y ahora todo lo que llevas es ese spray de pimienta de nena? ¿Dónde tienes la pistola? Probablemente seas la única en todo el barrio que no lleva pistola.

– Dame las llaves -dijo Bender al tío de las camisetas-. Me largo de aquí. Esto se está convirtiendo en un auténtico muermo.

– No he acabado las ventas.

– Ya venderás en otro momento.

– Mierda -dijo el fulano, y le lanzó las llaves.

Bender se metió en el coche y salió disparado.

– ¿Qué pasa? -pregunté-. ¿Por qué le has dado las llaves?

El de las camisetas se encogió de hombros.

– El coche es suyo.

– No consta ningún coche en el inventario de la fianza -dije.

– Supongo que Andy no lo cuenta todo. Además, es de reciente adquisición.

Reciente adquisición. Probablemente lo robó la noche anterior, al mismo tiempo que las camisetas.

– ¿Estás segura de que no quieres una camiseta? Tenemos más en el Oldsmobile -dijo. Abrió el maletero y sacó un par de camisetas-. Mira. Éste es el modelo con escote en pico. Incluso tienen un poco de lycra. Estarías guapísima con esta camiseta. Te marcaría las tetas.

– ¿Cuánto? -pregunté.

– ¿Cuánto tienes?

Volví a meter la mano en el bolsillo del pantalón y saqué dos dólares.

– Hoy es tu día de suerte -dijo el tipo-, ya que la tengo rebajada a dos dólares.

Le entregué el dinero, pillé la camiseta y me encaminé fatigosamente a mi CR-V.

Aparcado justo enfrente del mío había un estilizado coche negro. Apoyado en él, un hombre me miraba y sonreía. Era Ranger. Llevaba el pelo negro retirado de la cara y recogido en una coleta. Vestía pantalones de trabajo negros, botas Bates negras y una camiseta negra que se amoldaba a los músculos que había desarrollado cuando estaba en las Fuerzas Especiales.

– Parece que has estado de compras -dijo.

Tiré la camiseta dentro del CR-V.

– Necesito ayuda.

– ¿Otra vez?

Tiempo atrás le había pedido a Ranger que me ayudara a atrapar a un sujeto llamado Eddie DeChooch. Estaba acusado de traficar con cigarrillos de contrabando y me estaba dando toda clase de problemas. Ranger, que tiene mentalidad de mercenario, había establecido como precio por ayudarme pasar una noche juntos, como él quisiera. Toda la noche. Y él podía decidir las actividades de esa noche. No es que fuera exactamente un sacrificio, puesto que Ranger me atrae como la luz a las polillas. Pero la idea me asustaba. A ver, es el Mago, ¿verdad? Prácticamente tengo un orgasmo con sólo estar a su lado. ¿Qué pasaría con una penetración real? Dios mío, mi vagina entera acabaría incendiándose. Eso sin mencionar que todavía no estoy muy segura de si continúo comprometida con Morelli o no.

Al final resultó que necesité la ayuda de Ranger para llevar cabo la captura. Y habría sido una captura perfecta, si no llega a ser por un par de detalles… como que DeChooch perdió una oreja de un disparo. Ranger se llevó a DeChooch al pabellón vigilado de presidiarios del hospital St. Francis y yo me retiré a mi apartamento y me metí en la cama, con ánimo de no pensar más en los duros acontecimientos del día.

Lo que ocurrió después aún sigue vivido en mi memoria. A la una de la mañana el cerrojo de la puerta de mi casa se deslizó y oí cómo la cadena de seguridad se descolgaba. Conocía a mucha gente capaz de abrir una cerradura. Pero sólo conocía a uno que supiera soltar una cadena de seguridad desde fuera.

Ranger se plantó en la puerta de mi dormitorio y golpeó suavemente en el quicio.

– ¿Estás despierta?

– Ahora sí. Me has dado un susto de muerte. ¿Nunca te has planteado llamar a un timbre?

– No quería sacarte de la cama.

– Bueno, ¿y qué pasa? -pregunté-. ¿Está bien DeChooch?

Ranger se soltó la funda de la pistola y la dejó caer en el suelo.

– DeChooch está perfectamente, pero tú y yo tenemos asuntos pendientes.

¿Asuntos pendientes? Oh, Dios mío, ¿se refería al precio que había fijado por la captura? La habitación daba vueltas delante de mis ojos e, involuntariamente, me apreté la sábana contra el pecho.

– Es algo repentino -dije-. Quiero decir que no esperaba que fuera esta noche. Ni siquiera sabía si iba a ser alguna noche. No estaba segura de que lo hubieras dicho en serio. No es que me vaya a echar atrás de lo que habíamos acordado, pero, hum, lo que intento decir es que…