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– Annie también es un caballo -dijo Mary Alice-. Annie es un caballo marrón, sólo que no galopa tan rápido como yo.

La abuela se acercó a la puerta principal movida por su radar del Burg. Una buena ama de casa del Burg nunca se pierde nada que ocurra en la calle. Una buena ama de casa del Burg puede escuchar sonidos procedentes de la calle inapreciables para el oído humano normal.

– Fíjate -dijo la abuela-. Mabel tiene visita. Alguien que no había visto nunca.

Mi madre y yo nos unimos a la abuela junto a la puerta.

– Un buen coche -dijo mi madre.

Era un Jaguar negro. Nuevecito. Sin una sola gota de barro ni una mota de polvo encima. Una mujer salió de detrás del volante. Iba vestida con pantalones de cuero negro, botas de cuero negro de tacón alto y una chaqueta corta de cuero negro que se adaptaba a sus formas. Sabía quién era. Había coincidido con ella en una ocasión. Era el equivalente femenino de Ranger. Según tenía entendido, ella, lo mismo que Ranger, se dedicaba a una multitud de actividades, entre las cuales se incluían -sin limitarse a ellas- la de guardaespaldas, cazarrecompensas e investigadora privada. Se llamaba Jeanne Ellen Burrows.

4

A VISITANTE DE Mabel se parece a Catwoman -dijo la abuela-. Sólo le faltan las orejas puntiagudas y los bigotes.

Y el traje de gata era de Donna Karan.

– La conozco -dije-. Se llama Jeanne Ellen Burrows y seguro que tiene alguna relación con la fianza de custodia. Voy a hablar con ella.

– Yo también -dijo la abuela.

– No. No es una buena idea. Quédate aquí. En seguida vuelvo.

Jeanne Ellen me vio acercarme y se detuvo en la acera. Le ofrecí la mano.

– Stephanie Plum -dije.

Su apretón de manos era fuerte.

– Ya me acuerdo.

– Me imagino que te ha contratado alguien relacionado con la fianza.

– Steven Soder.

– A mí me ha contratado Mabel.

– Espero que no tengamos una relación de adversarias.

– Yo también lo espero -dije.

– ¿Hay alguna información que quieras compartir conmigo?

Me tomé un instante para pensarlo y decidí que no tenía ninguna información que compartir.

– No.

Su boca se curvó formando una sonrisa pequeña y cortés.

– Vale, muy bien.

Mabel abrió la puerta y se nos quedó mirando.

– Ésta es Jeanne Ellen Burrows -dije a Mabel-. Trabaja para Steven Soder. Le gustaría hacerte unas preguntas. Yo preferiría que no las contestaras -empezaba a sentir unas vibraciones extrañas ante la desaparición de Evelyn y Annie y no quería que Annie fuera entregada a Steven hasta haber oído las razones de Evelyn para marcharse.

– Hablar conmigo iría en su beneficio -dijo Jeanne Ellen a Mabel-. Su bisnieta puede estar en peligro. Yo puedo ayudar a encontrarla. Se me da muy bien encontrar a gente.

– También a Stephanie se le da bien encontrar a gente -contestó Mabel.

La pequeña sonrisa volvió a aparecer en la cara de Jeanne Ellen.

– Yo soy mejor -dijo.

Era cierto. A Jeanne Ellen se le daba mejor. Yo confiaba más en la suerte ciega y la insistencia recalcitrante.

– No lo sé -dijo Mabel-. No me siento a gusto actuando contra la voluntad de Stephanie. Usted parece una jovencita muy agradable, pero preferiría no hablar con usted de este tema.

Jeanne Ellen le dio su tarjeta a Mabel.

– Si cambia de opinión, llámeme a alguno de estos teléfonos.

Mabel y yo vimos cómo se metía en el coche y se alejaba en él.

– Me recuerda a alguien -dijo Mabel-. Y no logro saber a quién.

– A Catwoman -contesté.

–  ¡Sí! Eso es, pero sin orejas.

Me fui de casa de Mabel, les conté lo de Jeanne Ellen a mi madre y a mi abuela, cogí una galleta para el camino y me dirigí a casa, haciendo primero una parada rápida en la oficina.

Lula entró detrás de mí.

– Espera a ver las botas que me he comprado. Me he comprado unas botas de motera -tiró el bolso y la chaqueta en el sofá y abrió una caja de zapatos-. Fíjate. ¿Son o no son la bomba?

Eran unas botas negras con gruesos tacones altos y un águila cosida a un lado. Connie y yo estuvimos de acuerdo. Aquellas botas eran la bomba.

– Bueno, ¿y tú qué has hecho? -me preguntó Lula-. ¿Me he perdido algo interesante?

– Me he encontrado con Jeanne Ellen Burrows.

Connie y Lula se quedaron boquiabiertas a la vez. A Jeanne Ellen no se la veía con frecuencia. Casi siempre trabajaba por la noche y era tan escurridiza como el humo.

– Cuenta -dijo Lula-. Necesito enterarme de todo.

– Steven Soder la ha contratado para que encuentre a Evelyn y Annie.

Connie y Lula intercambiaron miradas.

– ¿Lo sabe Ranger? -preguntó Connie.

Corrían muchos rumores sobre Ranger y Jeanne Ellen. Uno de ellos decía que vivían juntos en secreto. Otro aseguraba que eran mentor y pupila. Estaba claro que en un momento u otro habían mantenido cierta relación. Y yo estaba bastante segura de que ya no existía, aunque con Ranger era difícil estar segura de nada.

– Esto va estar muy bien -dijo Lula-. Ranger, tú y Jeanne Ellen Burrows. Si yo fuera tú, me iría a casa a arreglarme el pelo y a ponerme un poco de rímel. Y pararía en la tienda Harley para comprarme unas botas de éstas. Necesitarás un par de botas de éstas para pisarle el terreno a Jeanne Ellen.

Mi primo Vinnie asomó la cabeza por la puerta de su despacho.

– ¿Estáis hablando de Jeanne Ellen Burrows?

– Stephanie se la ha encontrado hoy -dijo Connie-. Están trabajando en el mismo caso, en terrenos contrarios.

Vinnie me sonrió.

– ¿Te vas a enfrentar a Jeanne Ellen? ¿Estás loca? ¿No se tratará de uno de mis NCT (No Compareciente ante el Tribunal), verdad?

– Es una fianza de custodia infantil -dije-. La bisnieta de Mabel.

– ¿La Mabel que vive al lado de tus padres? ¿Esa Mabel más vieja que la pana?

– Esa misma. Evelyn y Steven se divorciaron y ella se ha llevado a la niña.

– Y Jeanne Ellen está trabajando para Steven Soder. Lógico. Seguramente el depósito lo hizo Sebring, ¿verdad? Sebring no puede ir tras Evelyn, pero puede aconsejarle a Soder que contrate a Jeanne Ellen. Además, es exactamente el tipo de caso que ella aceptaría. Una niña desaparecida. A Jeanne Ellen le encanta tener una causa que defender.

– ¿Cómo sabes tanto de ella?

– Todo el mundo la conoce -dijo Vinnie-. Es una leyenda. Madre mía, te van a dar para el pelo.

Aquel rollo con Jeanne Ellen empezaba a fastidiarme.

– Me tengo que ir -dije-. Tengo mucho que hacer. Sólo he venido a llevarme un par de esposas.

Las cejas de todos los presentes se alzaron un par de centímetros.

– ¿Necesitas otro par de esposas? -dijo Vinnie.

Le lancé mi mirada de síndrome premenstrual.

– ¿Supone algún problema para ti?

– No, por Dios. Voy a pensar que se trata de sadomasoquismo. Voy a imaginarme que en algún sitio tienes a un tío encadenado y en pelotas. Es más tranquilizador que pensar que uno de mis fugitivos anda por ahí con tus esposas puestas.

Aparqué al final del estacionamiento, cerca del contenedor de basura, y recorrí andando la corta distancia que me separaba de la entrada trasera del edificio de apartamentos donde vivo. El señor Spiga acababa de aparcar su Oldsmobile de hace veinte años en uno de los codiciados espacios para discapacitados, cercano a la puerta, con su tarjeta de discapacitado orgullosamente expuesta en el parabrisas. Tenía setenta años, estaba jubilado de su trabajo en la fábrica de botones y, salvo por su adicción al laxante Metamucil, disfrutaba de una salud excelente. Afortunadamente para él, su mujer es ciega de verdad y está imposibilitada por una operación de cadera que salió mal. En este aparcamiento una tarjeta de discapacidad no es que sea gran cosa. La mitad de los habitantes del edificio se han sacado un ojo o han metido el pie debajo de un coche para conseguir la calificación de discapacitado. En Jersey, muchas veces el aparcamiento es más importante que la visión.

– Bonito día -dije al señor Spiga.

Sacó una bolsa de la compra del asiento trasero.

– ¿Has comprado carne picada últimamente? ¿Quién pone estos precios? ¿Cómo puede la gente permitirse el lujo de comer? ¿Y por qué es tan roja la carne? ¿Te has fijado alguna vez que sólo es roja por fuera? La rocían con algo para que parezca fresca. La industria cárnica se está yendo al carajo.

Le abrí la puerta.

– Y otra cosa -dijo-: A la mitad de los hombres de este país les están creciendo los pechos. Te digo que es por todas las hormonas que les dan a las vacas. Bebes la leche de esas vacas y te crecen los pechos.

Ay, pensé yo, si fuera tan fácil…

Las puertas del ascensor se abrieron y la señora Bestler asomó la cabeza.

– Sube -dijo.

La señora Bestler tenía unos doscientos años y le gustaba jugar a ascensorista.

– Segunda planta -dije.

– Segunda planta, bolsos de señora y trajes de vestir -canturreó, dándole al botón.