Desde que conozco a Lula nunca la he visto meterle un cargador por el culo a nadie. Las bravuconadas injustificadas son una de las cualidades que más valoramos los cazarrecompensas.
– Necesito un día libre -dije-. Sobre todo, necesito un día sin Bender.
Una de las cosas buenas que tienen los hámsters es que les puedes contar cualquier cosa. Los hámsters no te juzgan, mientras les des de comer.
– No tengo vida propia -dije a Rex-. ¿Cómo he llegado a este punto? Antes era una persona muy interesante. Era divertida. Y ahora, fíjate en mí. Son las dos de la tarde del domingo y he visto Los cazafantasmas dos veces. Ni siquiera llueve. No hay excusa, salvo que soy aburrida.
Le eché una mirada al contestador. A lo mejor estaba estropeado. Levanté el auricular del teléfono y escuché el tono de llamada. Apreté el botón del contestador y una voz me dijo que no tenía mensajes. Estúpido invento.
– Necesito un hobby -me dije.
Rex me lanzó una mirada de «sí, claro». ¿Ganchillo? ¿Jardinería? ¿Pintura decorativa? No, creo que no.
– Bueno, y ¿qué te parecen los deportes? Podría jugar al tenis -no, espera un momento, ya intenté jugar al tenis y era una calamidad. ¿Y golf? No, también era una calamidad jugando al golf.
Llevaba vaqueros y camiseta y tenía el botón superior del pantalón desabrochado. Demasiadas magdalenas. Me puse a pensar en que Steven Soder me había llamado fracasada. Puede que tuviera razón. Cerré los ojos con fuerza para ver si era capaz de verter una lágrima de autocompasión. No hubo suerte. Metí el estómago y me abroché el pantalón. Dolor. Y un rollo de grasa cayó sobre la cintura. Nada atractivo.
Entré decidida en el dormitorio y me puse pantalones cortos y zapatillas de deporte. No era ninguna fracasada. Sólo tenía un pequeño michelín en la cintura. Vaya una cosa. Un poco de ejercicio y aquella grasa desaparecería. Y además disfrutaría del beneficio extra de las endorfinas. No sabía exactamente lo que eran las endorfinas, pero sabía que eran buenas y que las proporcionaba el ejercicio.
Me subí al CR-V y fui hasta el parque de Hamilton Township. Podría haber ido corriendo desde casa pero eso no tenía ninguna gracia. En Jersey no perdemos la menor oportunidad de sacar el coche. Además, mientras conducía me iba preparando. Necesitaba concienciarme para aquello del ejercicio. Esta vez iba a tomármelo muy en serio. Iba a correr. Iba a sudar. Iba a tener un aspecto genial. Iba a sentirme genial. A lo mejor hasta me aficionaba a correr.
Era un maravilloso día de cielo azul y el parque estaba abarrotado. Encontré un sitio al final del aparcamiento, cerré bien el CR-V y me fui trotando al circuito de footing. Hice unos ejercicios de estiramiento para calentar y empecé a correr a trote suave. A los doscientos metros recordé por qué nunca hacía aquello. Lo odiaba. Odiaba correr. Odiaba sudar. Odiaba las zapatillas enormes y espantosas que llevaba.
Conseguí llegar a la marca de los quinientos metros, en la que tuve que parar, gracias a Dios, debido a una punzada en el costado. Me miré el michelín. Allí seguía.
Recorrí un kilómetro y me desplomé en un banco. Este se asomaba a un estanque en el que la gente pasaba remando en barcas. Una familia de patos nadaba junto a la orilla. Al otro lado del estanque podía ver el aparcamiento y un quiosco de bebidas. En aquel quiosco habría agua. En mi banco no había agua. Diantres, ¿a quién quería engañar? No quería agua. Lo que quería era una Coca-Cola. Y un paquete de Cracker Jacks.
Estaba observando a los patos, pensando en que hubo momentos en la historia en que los michelines se consideraban sexys y que era una pena no haber vivido en aquellos tiempos, cuando, de repente, una bestia prehistórica enorme, peluda y amarillenta se me echó encima y hundió su hocico en mi entrepierna. Socorro. Era Bob, el perro de Morelli. En un principio, Bob había venido a vivir a mi casa, pero tras algunas idas y venidas, decidió que prefería vivir con Morelli.
– Se ha puesto nervioso al verte -dijo Morelli, sentándose a mi lado.
– Creí que le ibas a llevar a una escuela para perros.
– Y lo llevé. Aprendió a sentarse, a estarse quieto y a rodar. Pero el curso no incluía olisqueo de entrepierna -me miró de arriba abajo-. Rostro ruborizado, un leve sudor en la frente, el pelo recogido en una coleta, zapatillas de deporte. A ver si lo adivino: has estado haciendo ejercicio.
– ¿Y?
– Oye, me parece estupendo. Sólo que me sorprende. La última vez que salí a correr contigo tomaste un desvío hacia la pastelería.
– Estoy pasando una página de mi vida.
– ¿No te puedes abrochar los vaqueros?
– No, si además quiero respirar.
Bob divisó un pato en la orilla y corrió tras él. El pato se metió en el agua y Bob se hundió hasta las orejas. Se volvió y nos miró aterrado. Posiblemente era el único labrador del mundo que no sabía nadar.
Morelli entró en el lago y arrastró a Bob hasta la orilla. Bob se sacudió en la hierba y salió corriendo inmediatamente detrás de una ardilla.
– Eres todo un héroe -dije a Morelli.
Él se quitó los zapatos y se enrolló los pantalones hasta las rodillas.
– He oído que tú también has hecho alguna heroicidad últimamente. Butch Dziewisz y Frankie Burlew estaban anoche en el bar de Soder.
– No fue culpa mía.
– Claro que fue culpa tuya -dijo Morelli-. Siempre es culpa tuya.
Puse los ojos en blanco.
– Bob te echa de menos.
– Bob debería llamarme de vez en cuando. Y dejarme un mensaje en el contestador.
Morelli se recostó en el banco.
– ¿Qué hacías en el bar de Soder?
– Quería hablar con él de Evelyn y Annie, pero no estaba de buen humor.
– ¿Le cambió el humor antes o después de que le pegaran con el bolso?
– La verdad es que estuvo más suave después de que Lula le atizara.
– Aturdido fue la palabra que utilizó Butch.
– Aturdido puede que fuera la más acertada. No nos quedamos para comprobarlo.
Bob regresó de su cacería de ardillas y le ladró a Morelli.
– Bob está nervioso -dijo Morelli-. Le he prometido que daríamos una vuelta al lago. ¿En qué dirección vas tú?
Tenía un kilómetro si volvía sobre mis pasos y tres si seguía dando la vuelta al lago con Morelli. Estaba muy bien con sus pantalones enrollados y me sentía irresistiblemente tentada. Desgraciadamente, tenía una ampolla en el talón, seguía notando la punzada en el costado y sospechaba que no estaba de lo más atractiva.
– Voy hacia el aparcamiento -contesté.
Hubo un momento incómodo, en el que esperaba que Morelli prolongara el rato que habíamos pasado juntos. Me habría gustado que me acompañara al coche. La verdad es que le echaba de menos. Echaba de menos la pasión y las bromas cariñosas. Ya no me tiraba del pelo. Ya no intentaba mirar por debajo de mi camisa o de mi falda. Estábamos en un periodo de reflexión y no tenía la menor idea de cómo acabar con aquello.
– Procura tener cuidado -dijo Morelli.
Nos miramos el uno al otro durante un instante y nos fuimos cada uno por nuestro lado.
7
FUI cojeando HASTA el quiosco y compré una Coca-Cola y un paquete de Cracker Jacks. Los Cracker Jacks no se pueden considerar comida basura, porque son maíz y cacahuetes, y todos conocemos su alto valor nutritivo. Y, además, llevan un premio dentro.
Recorrí el corto espacio que me separaba de la orilla del agua, abrí el paquete y un ganso vino corriendo y me picó en la rodilla. Di un salto hacia atrás, pero él siguió acercándose a mí, graznando y picándome. Tiré una palomita de maíz lo más lejos que pude y el ganso fue tras ella. Grave error por mi parte. Al parecer, tirar un Cracker Jack es el equivalente, en ganso, a mandar una invitación para una fiesta. De repente me encontré rodeada de gansos que venían corriendo de todos los rincones del parque, con sus estúpidas patas palmeadas, meneando sus gordos culos de ganso, agitando sus grandes alas de ganso, y con sus ojos negros y diminutos de ganso fijos en el paquete de Cracker Jacks. Se peleaban entre ellos y se lanzaban sobre mí, graznando, chillando y golpeándose violentamente para ganar una posición privilegiada.
– ¡Escapa corriendo, querida! Dales las palomitas -gritó una ancianita desde un banco contiguo-. ¡Tírales la caja o esos monstruos te comerán viva!
Agarré el paquete con fuerza.
– No he llegado al premio. El premio sigue dentro del paquete.
– ¡Olvídate del premio!
Se acercaban más y más gansos, volando desde el otro lado del lago. Demonios, a mí me parecía que venían hasta de Canadá. Uno de ellos me golpeó de lleno en el pecho y me tiró al suelo. Di un grito y solté la caja de palomitas. Los gansos la atacaron sin consideración a la vida, humana o gansa. El ruido era ensordecedor. Las alas me golpeaban y sus uñas me desgarraban la camiseta.
Aquel frenesí gastronómico me pareció que duraba horas, pero en realidad debió de durar como un minuto. Los gansos se fueron tan rápidamente como habían venido, y todo lo que quedó fueron plumas y cagadas de ganso. Enormes y gelatinosos pegotes de caca de ganso… hasta donde alcanzaba la vista.