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Madre mía. Aquel tío estaba completamente chalado. Levanté una mano para detenerle.

– No voy a jugar a juegos de guerra. Sólo soy una amiga de la familia que se preocupa por las cosas de Evelyn. Ya nos vamos. Y le sugiero que haga lo mismo -y le sugiero que se tome una pastilla. Una pastilla muy grande.

Les abrí camino a Lula y a Kloughn, pasando por delante de Abruzzi y Darrow, y fui hacia la puerta. Nos metimos en el coche y nos marchamos de allí.

– Hostias -dijo Lula-. ¿Qué ha sido eso? Estoy totalmente aterrada. Eddie Abruzzi tiene los mismos ojos que Ramírez. Y Ramírez no tenía corazón. Creía que había olvidado todo aquello, pero al ver esos ojos he vuelto a revivirlo. Ha sido como volver a estar con Ramírez. Ya te digo, estoy aterrorizada. Me han dado sudores fríos. Estoy hiperventilando, eso es lo que me pasa. Necesito una hamburguesa. No, espera un momento. Acabo de comerme una hamburguesa. Necesito otra cosa. Necesito… necesito… necesito ir de compras. Necesito zapatos.

A Kloughn le brillaban los ojos.

– O sea, que Ramírez y Abruzzi son unos delincuentes, ¿verdad? Y Ramírez ha muerto, ¿no? ¿A qué se dedicaba? ¿Era un asesino profesional?

– Era boxeador profesional.

– Recórcholis. Aquel Ramírez. Recuerdo haber leído cosas sobre él en los periódicos. Recórcholis, tú eres la que mató a Benito Ramírez.

– Yo no le maté -dije-. Estaba en mi escalera de incendios, intentando entrar, y alguien le disparó.

– Sí. Ella casi nunca le dispara a nadie -dijo Lula-. Y la verdad es que a mí me da igual. Yo lo que tengo es que salir de aquí. Necesito aire de centro comercial. Podría respirar mejor si tuviera aire de centro comercial.

Llevé a Kloughn de nuevo a la lavandería y dejé a Lula en la oficina. Ella salió disparada en su Trans Am rojo y yo subí a hacerle una visita a Connie.

– ¿Recuerdas al fulano que detuviste ayer? -dijo Connie-. ¿Martin Paulson? Ya está en la calle. Cometieron algún error en su primer arresto y han desestimado el caso.

– Deberían encerrarle sólo por estar vivo.

– Parece ser que, cuando le soltaron, sus primeras palabras como hombre libre fueron ciertas alusiones poco afectuosas hacia ti.

– Estupendo -me desplomé en el sofá-. ¿Sabías que Eddie Abruzzi era el jefe de Benito Ramírez? Nos lo hemos encontrado en casa de Evelyn. Y hablando de eso, hay una ventana rota que tenemos que arreglar. Está en la parte de atrás.

– Ha sido un crío con una pelota de béisbol, ¿verdad? -dijo Connie-. Y después de que le vieras romper la ventana salió corriendo y no sabes quién es. Espera. Mejor todavía. No le has visto en ningún momento. Cuando llegaste la ventana ya estaba rota.

– Exactamente. Bueno, ¿qué me puedes contar de Abruzzi?

Connie tecleó su nombre en el ordenador. En menos de un minuto, empezó a aparecer la información. La dirección de su domicilio, direcciones anteriores, historial laboral, esposas, hijos, antecedentes policiales. Lo imprimió todo y me entregó la hoja.

– Podemos encontrar la marca de pasta de dientes que usa y el tamaño de su huevo derecho, pero llevaría un poco más de tiempo.

– Muy tentador, pero creo que no necesito saber el tamaño de sus huevos, por ahora.

– Apuesto a que son grandes.

Me puse las manos sobre los oídos.

– ¡No te escucho! -la miré de reojo-. ¿Qué más sabes de él?

– No sé mucho. Sólo que es el propietario de unos cuantos edificios en el Burg y en el centro de la ciudad. He oído decir que no es buena persona, pero no conozco ningún detalle. No hace mucho fue arrestado, acusado de un delito menor de actividades delictivas. La acusación no prosperó debido a la ausencia de testigos vivos. ¿Por qué quieres saber cosas de Abruzzi? -preguntó Connie.

– Curiosidad morbosa.

– Hoy me han entrado dos casos. A Laura Minello la arrestaron por hurto hace un par de semanas y ayer no se presentó en el juzgado.

– ¿Qué había robado?

– Un BMW nuevo. Rojo. Se lo llevó del concesionario a plena luz del día.

– ¿Para probarlo?

– Sí. Sólo que no le dijo a nadie que se lo llevaba, y lo estuvo probando cuatro días, hasta que la pillaron.

– Una mujer con esa iniciativa es digna de respeto.

Connie me entregó dos expedientes.

– El segundo que no se ha presentado en el juzgado ha sido Andy Bender. Es reincidente en violencia doméstica. Creo recordar que ya le detuviste en otra ocasión. Probablemente estará en casa, borracho como una cuba, sin enterarse de si es lunes o viernes.

Hojeé el expediente de Bender. Connie tenía razón. Ya había tenido que vérmelas con él. Era un negado delgaducho. Y un bebedor de la peor especie.

– Es el fulano aquel que me siguió con la sierra mecánica -dije.

– Sí, pero tómalo por el lado positivo. Al menos no tenía pistola.

Puse los dos expedientes en mi bolso.

– Quizá podrías meter el nombre de Evelyn Soder en tu ordenador y ver si te cuenta sus secretos más ocultos.

– Los secretos más ocultos suponen una búsqueda de cuarenta y ocho horas.

– Ponlo en mi cuenta. Tengo que irme pitando. Necesito hablar con el Mago.

– El Mago no contesta a su busca -dijo Connie-. Dile que me llame.

El Mago es Ranger. Es el Mago porque hace magia. Pasa misteriosamente a través de puertas cerradas con llave. Parece que lee el pensamiento. Es capaz de no comer postre. Y puede producirme un calentón con sólo tocarme con la punta de un dedo. No estaba muy segura de si debía llamarle. En aquel momento teníamos una relación extraña, llena de dobles sentidos y de tensión sexual sin resolver. Pero también éramos socios, o algo parecido, y él tenía unos contactos que yo nunca podría tener. La búsqueda de Annie iría infinitamente más rápida con la colaboración de Ranger.

Entré en el coche y marqué el número de Ranger en el teléfono móvil. Le dejé un mensaje en el contestador y empecé a leer el expediente de Bender. No parecía que hubiera pasado nada nuevo desde la última vez que le vi. Seguía sin trabajo. Seguía pegando a su mujer. Y todavía vivía en las viviendas sociales del otro extremo de la ciudad. No iba a ser difícil encontrar a Bender. Lo difícil iba a ser meterle a la fuerza en el CR-V.

Oye, me dije, no tiene sentido ponerse negativa de entrada. Míralo por el lado positivo, ¿vale? Sé una de esas personas que ven la botella medio llena. A lo mejor el señor Bender está arrepentido de no haberse presentado en el juzgado. A lo mejor se alegra de verme. A lo mejor se le ha quedado la sierra mecánica sin combustible.

Puse el coche en marcha y me dispuse a cruzar la ciudad. Era una tarde agradable y las viviendas de protección oficial parecían habitables. Los jardines yermos de delante de las casas desprendían un optimismo que sugería que tal vez este año creciera en ellos algo de hierba. A lo mejor los contenedores de la acera dejaban de rezumar aceite. A lo mejor caía un billete de lotería con un premio grande. Pero, claro, a lo mejor no.

Aparqué delante de la casa de Bender y me quedé observando un rato. A falta de una expresión más acertada, esta parte del suburbio podría describirse como de apartamentos con jardín. Bender vivía en el bajo. Con su esposa maltratada y, afortunadamente, sin hijos.

Una especie de bazar al aire libre, por llamarlo de alguna manera, ofrecía sus mercancías a poca distancia. El bazar estaba formado por dos coches, un viejo Cadillac y un Oldsmobile nuevo. Los dueños los habían aparcado en la acera y vendían bolsos, camisetas, DVD y Dios sabe qué más, expuestos en los maleteros. Unas cuantas personas deambulaban a su alrededor.

Rebusqué en el bolso y encontré el cilindro de tamaño mini del spray de pimienta. Lo agité para asegurarme de que estuviera en buenas condiciones y me lo guardé en el bolsillo del pantalón para tenerlo a mano. Saqué un par de esposas de la guantera y me las coloqué por la parte trasera de los vaqueros, bajo la pretina del pantalón. Muy bien; ya estaba equipada como una auténtica cazarrecompensas. Me acerqué a la puerta de Bender, inspiré profundamente y llamé.

La puerta se abrió y Bender me miró a la cara.

– ¿Qué?

– ¿Andy Bender?

Se inclinó hacia mí entornando los ojos.

– ¿La conozco de algo?

No pierdas el tiempo, me dije mientras buscaba las esposas a mi espalda. Muévete rápido y cógele por sorpresa.

– Stephanie Plum -dije sacando las esposas y cerrándole una alrededor de la muñeca izquierda-. Agente de fianzas. Tenemos que ir a la comisaría y que le den una nueva fecha para el juicio.

Le puse una mano en el hombro y le hice girar para ponerle la otra esposa en la muñeca derecha.

– Eh, espera un momento -dijo él, dando un tirón-. ¿Qué coño es esto? No voy a ir a ningún sitio.