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—Lo comprendo.

—¿Cree usted que han conseguido arrancarle el secreto del K-Ochenta y ocho?

—En su bando tienen a un hombre llamado Azarín. Es muy diestro en esas cosas.

«¿Cómo puedo saberlo yo hasta que no haya hablado con Martino? Pero Azarín es condenadamente diestro. Y me pregunto si todos esos rumores no debieran ser evitados a toda costa.»

Al otro lado de la entrada con portillo dos faros resplandecieron, giraron hacia un lado y se detuvieron. La portezuela trasera de un Tatra fue abierta bruscamente, y al mismo tiempo uno de los guardias soviéticos se acercó a la entrada con portillo y empujó la barrera. El sargento de la PM aliada dio una orden para que sus hombres quedasen en posición de firmes.

Rogers y el representante del Ministerio de Asuntos Exteriores descendieron de su coche.

Un hombre se apeó del Tatra y se aproximó a la entrada con portillo. Vaciló en la línea fronteriza y después caminó de prisa entre las dos filas de hombres de la PM.

—¡Santo Dios! — musitó el representante del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Las luces de los faros arrancaron como una llovizna de reflejos azulados del hombre, que acababa de cruzar la frontera. En su mayor parte era metal.

Traía uno de los informes y parduscos trajes civiles soviéticos, zapatos toscos y camisa a rayas pardas. Las mangas del traje eran demasiado cortas, y por ellas sobresalían mucho sus manos. Una era de carne y la otra no. Su cráneo era un ovoide de pulido metal completamente sin facciones, exceptuando una reja en el lugar donde debiera haber estado su boca, y unas cavidades en forma de media luna, curvándose hacia arriba en los extremos, por donde sus ojos atisbaban. Al final de las dos filas de soldados se inmovilizó, y pareció sentirse incómodo. Rogers se acercó a él, y le tendió la mano.

—¿Lucas Martino?

El hombre asintió con la cabeza.

—Sí.

Era su mano derecha la que se encontraba en buenas condiciones. La tendió y Rogers se la estrechó. Su apretón fue fuerte y ansioso.

—Me alegra encontrarme aquí.

—Mi nombre es Rogers. Este señor es mister Haller, del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Haller estrechó mecánicamente la mano de Martino, mirándolo con fijeza.

—¿Cómo está usted? — preguntó Martino.

—Muy bien, gracias — balbuceó el representante del Ministerio de Asuntos Exteriores —. ¿Y usted?

—El coche está ahí, mister Martino — terció Rogers —. Pertenezco a la oficina de Seguridad del sector. Le agradecería que viniese conmigo. Cuanto antes le entreviste, antes habrá acabado todo esto.

Rogers tocó el hombro de Martino y le empujó ligeramente hacia el sedán.

—Sí, desde luego. No hay necesidad alguna de que nos demoremos.

El hombre caminó con el mismo paso rápido de Rogers y montó en el coche antes que él. Haller penetró por el otro lado para colocarse junto a Martino, y entonces el conductor hizo girar el coche y emprendió la marcha hacia la oficina de Rogers. Detrás de ellos, los hombres de la PM se instalaron en sus jeeps y los siguieron. Rogers miró hacia atrás a través de la ventanilla trasera del coche. Los guardias fronterizos soviéticos los seguían con la mirada.

Martino permanecía rígidamente sentado contra el tapizado, las manos sobre el regazo.

—Es maravilloso regresar — dijo con voz esforzada.

—Cualquiera pensaría así — dijo Haller —. Después de lo que esos…

—Creo que mister Martino no ha dicho lo que considera que se espera digan las personas que se encuentran en su situación. Dudo muchísimo que le parezca maravilloso nada.

Haller observó con cierta sorpresa a Rogers.

—Ha sido usted completamente rudo, mister Rogers.

—Me siento rudo.

Martino miró al uno y después al otro.

—Por favor, que no sea yo quien les obligue a discutir — dijo. — Lamento ser causa de disturbio. ¿No será de alguna ayuda el que les diga que sé qué aspecto ofrezco y que por ahora estoy acostumbrado a él?

—Lo siento — repuso Rogers —. No era mi propósito enzarzarme en una disputa a causa de usted.

—Por favor, acepte mis excusas también — añadió Haller —. Me doy cuenta de que, a mi propia manera, también yo he sido tan rudo como mister Rogers.

Martino dijo:

—Y de esta manera, nos hemos ofrecido excusas los unos a los otros.

«Así es», pensó Rogers. «Todo el mundo está contrito.»

Ascendieron por la rampa que servía de puerta lateral del edilicio donde estaba instalada la oficina de Rogers, y el conductor detuvo el coche.

—Muy bien, Mister Martino, aquí es donde nos apeamos — dijo Rogers —. Haller, ¿usted comenzará a trabajar en seguida en su oficina?

—Inmediatamente, mister Rogers.

—De acuerdo. Supongo que su jefe y mi jefe podrán comenzar a establecer un plan de acción con respecto a esto.

—Estoy completamente seguro de que el papel de mi ministerio en este caso ha concluido una vez que mister Martino ha regresado a salvo — replicó delicadamente mister Haller —. Mi intención es irme a la cama después de que haya hecho mi informe. Buenas noches, Rogers. Ha sido un placer trabajar con usted.

—Gracias.

Se estrecharon la mano brevemente. Rogers se apeó del coche detrás de Martino y penetró con él a través de la puerta lateral.

—Se ha desembarazado de mí más bien de prisa, ¿no? — comentó Martino mientras Rogers le dirigía hacia una escalera que conducía al sótano.

Rogers gruñó:

—Por esta puerta, por favor, mister Martino.

Salieron a un estrecho corredor con puertas a ambos lados, con un linóleo gris en el suelo y paredes de cemento pintadas. Rogers se detenía durante un momento en cada una de las puertas y las miraba.

—Creo que esta servirá. Por favor entre conmigo, mister Martino.

Se sacó del bolsillo un manojo de llaves y abrió la puerta.

La habitación era pequeña. Había una litera colocada contra una de las paredes, pulcramente hecha con una almohada blanca y una manta del ejército muy estirada. Había también una mesa pequeña y una silla. Una lámpara iluminaba la habitación, y en una de las paredes había dos puertas, una que conducía a un reducido tocador y la otra a un compacto cuarto de baño.

Martino miró en torno suyo.

—¿Aquí es donde celebra siempre sus entrevistas con los que regresar del otro lado de la frontera? — preguntó suavemente.

Rogers sacudió la cabeza.

—Me temo que no. Tendré que pedirle que por el momento permanezca aquí.

Salió de la habitación sin darle a Martino tiempo a reaccionar. Cerró la puerta y le echó la llave. Se tranquilizó un poco. Se reclinó contra la sólida puerta de metal y encendió un cigarrillo, con sólo un ligero temblor en la punta de los dedos. Después echó a andar rápidamente pasillo abajo hacia el ascensor automático para subir al piso donde se encontraba su oficina. Cuando encendió las luces, torció la boca al pensar en lo que dirían sus hombres cuando comenzara a llamarlos, obligándolos con ello a abandonar la cama.

Tomó el aparato telefónico que había sobre su mesa. Pero primero tenía que hablar con Deptford, el jefe del distrito. Marcó el número.

Deptford contestó en seguida.

—¿Diga?

Rogers había esperado encontrarlo despierto.

—Rogers, mister Deptford.

—Hola, Shawn. Estaba esperando su llamada. ¿Ha ido todo bien con Martino?

—No, señor. Necesito que un equipo de emergencia se presente aquí lo más de prisa posible. Necesito a un… no sé cómo demonios lo llaman… un hombre entendido en aparatos mecánicos en miniatura, con tantos ayudantes competentes como le permitan. También deseo que venga un experto en el arte de la vigilancia. Y un psicólogo. Ambos deben traer también el personal necesario, y convenientemente autorizado. Quiero que estos tres hombres claves vengan aquí esta noche o mañana por la mañana. La cantidad de hombres que van a necesitar es una cosa que deben decidir ellos mismos, pero deseo disponer de las autorizaciones para que ningún sello rojo les impida iniciar su trabajo. Lamento muchísimo el que a nadie se le haya ocurrido jamás ahondar en el personal clave lleno de alergias a la droga de la verdad.