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La mano derecha de Martino temblaba. Tendió la izquierda. Los dedos de metal, muy mal controlados, destrozaron el cigarrillo.

Vio a Azarín fruncir el ceño durante un momento, y en ese momento Martino casi gritó, tan angustiado se sentía por haber ofendido al hombre con lo que había hecho. Pero le costó hacer un esfuerzo para activar en su cerebro los mecanismos vocales, y su cerebro lo detectó y, le detuvo.

«Debo recordar que tengo otros amigos», pensó. «Debo recordar que Edith y Bárbara morirán si complazco a este amigo.»

Lleno de pánico se dio cuenta de que Edith y Bárbara no eran ya sus amigas, que probablemente no le recordaban, puesto que nadie le recordaba, o reparaba en él o se preocupaba de él, excepto Azarín.

«Debo recordar», pensó. «Debo recordar ofrecer mis excusas a Edith y Bárbara si alguna vez salgo de aquí. Debo recordar que tengo que salir de aquí.»

Azarín sonrió una vez más.

—¿Un vaso de té?

«Debo pensar en ello», se dijo. «Si tomo té, tendré que abrir la boca. Si lo hago, ¿seré capaz de cerrarla de nuevo?»

—No tenga miedo, doctor en ciencias Martino. Ahora todo está en orden. Nos sentaremos, hablaremos y yo le escucharé.

Se sintió empezar a hacerlo. «Debo recordar aquella vez que no fui a la clase… y a Johnson», pensó frenéticamente.

«¿Por que?», se preguntó.

«Porque el K-Ochenta y ocho no debía ser un soborno.»

«¿Qué quería decir eso?»

Se oyó pensar a sí mismo fascinado, absorto en ese fenómeno de dos impulsos opuestos en un solo mecanismo, y se preguntó cómo lo conseguía exactamente, qué clase de circuitos se hallaban mezclados en ello y si operaban en verdad simultáneamente o si usaban alternativamente los mismos componentes.

—¿Está usted jugando conmigo? — gritó Azarín —. ¿Qué hace usted detrás de esa máscara? ¿Se ríe de mí?

Martino miró sorprendido a Azarín. ¿El qué? ¿Qué había hecho?

No pudo preguntarse cuánto tiempo había llevado completar toda una serie de pensamientos. No le parecía que hubiese transcurrido mucho tiempo desde la última pregunta de Azarín, y tampoco comprendía que cualquier hombre que le mirase no podía ver otra cosa sino una figura de cara grave e implacable, con un brazo de metal yaciendo tranquilamente, pero siempre en disposición de aplastar.

—¡Martino, no le he traído aquí para que haga comedias!

Los ojos de Azarín se entrecerraron súbitamente. Martino creyó advertir miedo debajo de la cólera, y eso le dejó muy perplejo.

—¿Ha planeado Rogers esto? ¿Le ha enviado deliberadamente?

Martino empezó a sacudir la cabeza, intentó explicarse. Pero se reprimió. Se le ocurrió la idea dé que no había necesidad de hablar con aquel hombre, que había atraído ya toda la atención de Azarín.

El teléfono sonó, con la chillona insistencia con que siempre sonaba cuando el telefonista ponía en comunicación a Novoya Moskva.

Azarín tomó el aparato y escuchó.

Martino le observó sin la menor curiosidad mientras los ojos de Azarín se abrían cada vez más. Al cabo de un rato, Azarín depositó el aparato, y Martino continuó con su misma actitud de siempre. La abatida voz de Azarín murmuró:

—Heywood, su compañero de universidad, se ha ahogado seiscientas millas demasiado pronto.

Y Martino no tuvo noción alguna de lo que había querido decir.

Martino permanecía inmóvilmente sentado en el Tatra cuando se acercaban a la línea fronteriza. El hombre del S.S.S. que había a su lado, un asiático llamado Yung, se daba demasiada prisa en interpretar cada uno de sus movimientos como una invitación a practicar su inglés convencional. «Tres meses malgastados», pensaba Martino. «Todo el programa debe estar atascado ahora. Sólo espero que no hayan tratado de reconstruir aquella particular configuración»

Recorrió su mente en busca del modificado sistema que casi estaba seguro había concebido en el hospital. Durante las dos últimas semanas había intentado desesperadamente recordarlo, mientras trabajaban en él Kothu y un terapista. Pero no había conseguido en absoluto aferrarlo. Varias veces había creído lograrlo, pero su memoria era fragmentaria e inútil.

«Bien, pensó cuando el coche se detuvo, el terapista me ha dicho que tendría complicaciones durante algún tiempo. Pero acabaré por recordarlo.»

—Ya hemos llegado, doctor Martino — dijo alegremente Yung, sin abrir la portezuela.

—Sí.

Miró la entrada con portillo y a los guardias soviéticos. Más allá, pudo ver a los soldados aliados. De un coche descendieron dos hombres.

Empezó a caminar hacia ellos. «Habrá problemas», se recordaba a sí mismo. «Estos hombres no están acostumbrados a mi aspecto. Les costará tiempo habituarse.»

Pero tenía la seguridad de que acabarían habituándose. Porque creía que un hombre era algo más que una serie de rasgos. Pronto empezaría a trabajar. Eso le mantendría atareado. Si no podía recordar la idea que se le había ocurrido en el hospital, siempre podría trabajar en otra cosa.

«Lo he pasado muy mal», pensó mientras cruzaba el portillo. «Pero no he perdido nada.»

FIN