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– De cuándo acá tan curioso -repuso la Chunga, sin dignarse mirarlo.

– Pues un día alguien te la va a romper, por ser tan simpática.

– Apuesto que no serás tú -bostezó la Chunga, acomodada de nuevo en el mostrador, una fila de barriles con un tablón encima.

Los cuatro inconquistables cruzaron el arenal hasta la carretera, pasaron frente al Club de los blanquitos de Piura y caminaron en dirección al Monumento a Grau. La noche estaba tibia, quieta y con muchas estrellas. Olía a algarrobos, a cabras, a caca de piajeno, a fritura, y Lituma, sin poder quitarse de la cabeza la imagen de Palomino Molero ensartado y despedazado, se preguntó si se arrepentía de haberse hecho cachaco y de no vivir ya en la bohemia de un inconquistable. No, no se arrepentía. Aunque fuera jodido trabajar, ahora comía todos los días y su vida estaba libre de la incertidumbre de antes. José, el Mono y Josefino silbaban un vals, haciendo contrapunto, y él trataba de imaginar el acento arrullador y la melodía envolvente con que, según todos, cantaba boleros el flaquito. En la puerta del Variedades se despidió de sus primos y de Josefino. Les mintió: el camionero de la International regresaría a Talara más temprano que otras veces y no quería quedarse sin movilidad. Trataron de sablearle unos soles, pero no les aflojó ni medio.

Echó a andar hacia la Plaza de Armas. En el trayecto, divisó en una esquina al poeta Joaquín Ramos, de monóculo, tirando a la cabra a la que llamaba su gacela. La Plaza estaba llena de gente, como si fuera a haber retreta. Lituma no prestó atención a los transeúntes y, de prisa, como quien va a una cita de amor, cruzó el Viejo Puente hacia Castilla. La idea había tomado cuerpo mientras bebía cerveza donde la Chunga. ¿Y si la señora no estaba? ¿Y si, para olvidar su desgracia, se había mudado a otra ciudad?

Pero encontró a la mujer en la puerta de su casa, sentada en un banquito, tomando el fresco de la noche mientras desgranaba unas mazorcas en una batea. Por la puerta abierta de la casita de barro se veía, en la habitación iluminada por una lámpara de querosene, el escaso mobiliario: sillas de paja, algunas desfondadas, una mesa, unos porongos, un cajón que debía hacer las veces de aparador, y una foto coloreada. «El flaquito», pensó.

– Buenas -dijo, deteniéndose frente a la mujer. Advirtió que estaba descalza y con el mismo vestido negro que tenía esa mañana, en la Comisaría de Talara.

Ella murmuró…«Buenas noches» y lo miró sin reconocerlo. Unos perros escuálidos se olisqueaban y gruñían alrededor. A lo lejos, había un bordoneo de guitarras.

– ¿Podría conversar un ratito con usted, Doña Asunta? -preguntó, con voz respetuosa-. Sobre su hijito Palomino.

En la media penumbra, Lituma alcanzó a ver la cara surcada de arrugas y sus ojitos casi cubiertos por los abultados párpados, escudriñándolo con desconfianza. ¿Habría tenido así los ojos siempre o se le hincharían en los últimos días de tanto llorar?

– ¿No me reconoce? Soy el guardia Lituma, del Puesto de Talara. El que estaba allá cuando el Teniente Silva le tomó la declaración.

La señora se persignó, gruñendo algo incomprensible, y Lituma la vio ponerse de pie, trabajosamente. Entró a la casa arrastrando la batea llena de granos de maíz y el banquito. La siguió, y, apenas estuvo bajo techo, se quitó la gorra. Lo impresionaba pensar que éste había sido el hogar del flaquito. Lo que estaba haciendo no era una diligencia ordenada por su superior sino una iniciativa propia; con tal que no le trajera dolores de cabeza.

– ¿La encontraron? -musitó la mujer, con la misma voz temblorosa que en Talara, mientras hacía la declaración. Se dejó caer en una silla y como Lituma la miraba sin comprender, alzó la voz-: La guitarra de mi hijo. ¿La encontraron?

– Todavía no -dijo Lituma, recordando. La señora Asunta había insistido muchísimo, mientras hipaba y respondía a las preguntas del Teniente Silva, en que le entregaran la guitarra del flaquito. Pero, después que la señora partió, ni él ni el Teniente se acordaron del asunto-. No se preocupe. Tarde o temprano la encontraremos y se la traeré personalmente.

Ella volvió a santiguarse y a Lituma le pareció que lo exorcizaba. «Le recuerdo su desgracia», pensó.

– El quiso dejarla aquí y yo le dije llévatela, llévatela -la oyó salmodiar, con su boca en la que apenas sobrevivía uno que otro diente-. No, mamacita, en la Base no tendré tiempo de tocar, no sé si habrá un ropero para guardarla. Que se quede aquí, tocaré cuando venga a Piura. No, no, hijito, llévatela, para que te entretengas, para que te acompañes cuando cantes. No te prives de tu guitarra que te gusta tanto, Palomino. Ay, ay, ay, pobre mi hijito.

Arrancó a llorar y Lituma lamentó haber venido a traer malos recuerdos a la mujer. Balbuceó algunas palabras de consuelo, rascándose el pezcuezo. Para hacer algo, se sentó. Sí, la fotografía era de él, haciendo su primera comunión. Contempló largo rato la carita alargada y angulosa del niño moreno, con el pelo bien asentado, vestido de blanco, un cirio en la mano derecha, un misal en la izquierda y un escapulario en el pecho. El fotógrafo le había enrojecido las mejillas y los labios. Un churre enclenque, de carita arrobada, como si estuviera viendo al Niño-Dios.

– Ya en esa época cantaba lindísimo -gimoteó Doña Asunta, señalando la fotografía-. El Padre García lo hacía cantar en el coro a él solito y en la misma misa lo aplaudían.

– Todos dicen que tenía una voz regia -comentó Lituma-. Que hubiera sido un artista, uno de esos que cantan por la radio y hacen giras. Todos lo dicen. Los artistas no deberían hacer servicio militar, deberían estar exceptuados.

– Palomino no tenía que hacer el servicio militar -dijo la señora Asunta-. Estaba exceptuado.

Lituma le buscó los ojos. La señora se santiguó y se puso a llorar de nuevo. Mientras la oía llorar, Lituma observaba los insectos que revoloteaban en torno a la lámpara. Eran decenas, se precipitaban zumbando contra el vidrio una y otra vez, tratando de alcanzar la llama. Querían suicidarse, los brutos.

– El brujo ha dicho que cuando la encuentren, los encontrarán a ellos -gimoteó Doña Asunta-. Los que tienen su guitarra son los que lo mataron. ¡Asesinos! ¡Asesinos!

Lituma asintió. Tenía ganas de fumar, pero, prender un cigarro, ante el dolor de esta señora, le parecía una irreverencia.

– ¿Su hijito estaba exceptuado del servicio militar? -preguntó tímidamente.

– Hijo único de madre viuda -recitó Doña Asunta-. Palomino era el único porque los otros dos se me murieron. Es la ley.

– Es verdad, se cometen muchos abusos -Lituma volvió a rascarse el cuello, convencido de que iba a recomenzar el llanto-. ¿O sea que no tenían derecho a levarlo? Qué atropello. Si no lo levan, estaría vivo, seguro.

Doña Asunta negó, mientras se secaba los ojos con el ruedo de la falda. A lo lejos seguía oyéndose el bordoneo de guitarra y a Lituma le vino la fantástica idea de que quien tocaba, allá en la oscuridad, acaso a la orilla del río, mirando la luna, era el flaquito.

– No lo levaron, fue de voluntario -gimoteó Doña Asunta-. Nadie lo obligó. Se hizo avionero porque quiso. Él mismo buscó su desgracia.

Lituma se la quedó observando, en silencio. Era una mujer bajita, sus pies descalzos apenas rozaban el suelo.

– Tomó su ómnibus, se fue a Talara, se presentó en la Base y dijo que quería hacer su servicio militar en la Aviación. ¡Pobrecito! Buscó su muerte, señor. Él solito, él solito. ¡Pobre Palomino!

– ¿Y por qué no le contó eso al Teniente Silva, allá en Talara? -dijo Lituma.

– ¿Acaso me preguntó? Yo contesté todo lo que me preguntaron.

Era cierto. Si Palomino tenía enemigos, si lo habían amenazado, si lo había oído discutir o pelearse con alguien, si sabía de alguno que tuviera motivo para querer hacerle daño, si le había dicho que pensaba escaparse de la Base. La señora respondió dócilmente a todas las preguntas: no, nadie, nunca. Pero, era verdad, al Teniente no se le había ocurrido preguntarle si el flaquito entró al servicio porque salió sorteado o como voluntario.