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En el Puesto encontró al Teniente sin camisa, en su escritorio, empapado de sudor. Con una mano se abanicaba y en la otra sostenía un telegrama, muy cerca de sus anteojos. Lituma adivinó, bajo los cristales oscuros, los ojos del oficial moviéndose sobre las líneas del telegrama.

– Lo cojonudo de todo esto es que nadie se cree que el Coronel Mindreau mató a la muchacha y luego se mató -dijo-. Hablan las cojudeces más grandes, mi Teniente. Que fue un crimen por el contrabando, que por espionaje, que metió la mano el Ecuador. Y hasta que fue por cosas de rosquetes. Figúrese la estupidez.

– Malas noticias para ti -dijo el Teniente, volviéndose hacia él-. Te han transferido a un puestecito medio fantasma, en el departamento de Junín. Tienes que estar allá en el término de la distancia. Te pagan el ómnibus.

– ¿A Junín? -dijo Lituma, mirando hipnotizado el telegrama-. ¿Yo?

– A mí también me trasladan, pero aún no sé adónde -asintió el Teniente-. A lo mejor allá, también.

– Eso debe estar lejísimos -balbuceó Lituma.

– Ya ves, pedazo de huevón -lo amonestó su jefe, con cierto afecto-. Tanto que querías aclarar el misterio de Palomino Molero. Ya está, te lo aclaré. Y qué ganamos. Que te manden a la sierra, lejos de tu calorcito y de tu gente. Y a mí tal vez a un hueco peor. Así se agradecen los buenos trabajos en esta Guardia Civil a la que tuviste la cojudez de meterte. Qué va a ser de ti allá, Lituma, dónde se ha visto gallinazo en puna. Me muero de pena sólo de pensar en el frío que vas a sentir.

– Jijunagrandísimas -filosofó el guardia.

Fin