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En la mano llevaba una cartera negra, con cerradura de latón y las iniciales KS grabadas en la solapa. Los zapatos eran negros y estaban recién abrillantados. Sus ojos, escrutadores y sorprendentemente oscuros bajo el pelo plateado. Pero la mayor parte de él no era visible. Había nacido y se había criado en la dulce Dinamarca, y el día de su nacimiento supuso un tremendo trabajo tanto para él como para su madre. Cincuenta años después, todavía se apreciaba una pequeña hendidura del fórceps en la parte superior de la frente. Se rascaba a menudo en esa zona, como un recuerdo lejano. Los que pasaban a su lado por la calle tampoco podían ver que padecía de psoriasis, que debajo de la camisa recién planchada había algunas manchas de piel escamosa. Era una ansiedad de su cuerpo que iba y venía. Muy dentro de su universo privado tenía un punto débil. Jamás había exteriorizado el dolor por la pérdida de Elise, sino que había ido creciendo en su interior hasta convertirse en un agujero negro que de vez en cuando le atraía hacia él.

El flujo de personas a su alrededor volvió a hacerse real. En medio de todo lo ligero, luminoso y veraniego se acercaba un hombre que se distinguía de todos los demás. Un hombre de unos veintipocos años bajaba la calle pegado a la pared, a paso rápido. Iba muy abrigado a pesar del calor, con pantalones oscuros y un jersey negro. Llevaba zapatos marrones de cuero con cordones y, alrededor de la garganta, a pesar del sofocante calor de julio, un cuello de punto. Y sin embargo, no era la ropa lo que le distinguía del resto de las personas en la calle bulliciosa. Ni por un instante levantó la cabeza. Su paso rápido y decidido, y el hecho de que no mirara por donde iba, sino que tuviera la mirada clavada en el asfalto, hacía que la gente le cediera el paso. Sejer descubrió al hombre cuando se encontraba a unos quince o veinte metros de distancia y avanzaba a toda prisa. El paso rápido y lo enérgico del hombre, además de su indumentaria tan poco adecuada, despertó su curiosidad. Sejer acababa de pasar por el Banco Fokus y había oído el pequeño clic de la cerradura electrónica, lo que le indicó que justo en ese momento estaban abriendo. El cuello de punto del hombre era grande y doblado varias veces, como una serpiente bajo la barbilla. Podía tratarse, por ejemplo, de una capucha con la que con un solo movimiento de la mano, el hombre podría taparse la cabeza, dejando solo una rendija para los ojos. Llevaba una bolsa al hombro. Y no solo eso: la bolsa estaba abierta y la mano derecha del hombre reposaba dentro de ella. La mano izquierda la tenía metida en el bolsillo. Era imposible ver si llevaba guantes.

Sejer seguía andando. En unos segundos, el hombre estaba a solo unos metros delante de él. Una ocurrencia súbita le hizo acercarse más a la pared y andar de la misma manera que el joven, con la mirada clavada en el asfalto. Decidió seguir así para ver si el otro se echaba a un lado o si simplemente chocaban. Sonreía pensando en sus elucubraciones, y se dio cuenta de que llevaba demasiado tiempo trabajando en la policía. A la vez, había algo en ese hombre que le inquietaba. Aceleró el paso y más que ver, intuyó la figura oscura acercarse. Justo como había pensado: no llegaron a chocar. De repente, el otro desvió sus pasos, se alejó de la pared y lo sorteó, lo que significaba que no iba del todo absorto en sus pensamientos. Estaba atento. Tal vez anduviera así para que nadie le viera la cara ni pudiera recordarla. Pero Sejer la recordaría. Una cara ancha y carnosa, con barbilla redonda y pelo rubio y rizado. Cejas rectas. Nariz corta y ancha.

Ya había pasado. Volvió a acercarse a la pared, andando aún más deprisa. Sejer lo siguió con los ojos entornados, y notó un cosquilleo cuando el hombre entró en el Banco Fokus. Tal vez habían transcurrido treinta segundos desde que oyó el clic de la cerradura. En su mente repasó el local del banco. Tenía allí su nómina. Primero, los clientes tenían que pasar por la puerta de cristal y luego por un pequeño pasillo que giraba a la izquierda, por lo que el local en sí no era visible desde la calle peatonal. Dentro, el mostrador quedaba a la izquierda, las estanterías con los impresos, junto a la salida, y a la derecha había un sofá de cuatro o cinco plazas. En total, había sitio para cinco empleados detrás del mostrador, en las horas de más afluencia. En ese momento, lo más probable es que hubiera solo uno, porque no había mucho público a esa hora tan temprana. El cliente, ya despachado, tenía luego la posibilidad de salir por otra puerta que daba a la plaza. Por ejemplo, un atracador podía estacionar un vehículo allí, dejar las llaves puestas, dar la vuelta a la manzana, entrar por la puerta de cristal, atracar el banco y a continuación desaparecer en solo unos segundos. En la calle peatonal no era posible aparcar un vehículo sin llamar la atención. En cambio, el banco disponía de cuatro plazas de aparcamiento delante de la entrada que daba a la plaza. Sejer permaneció de pie, con la mirada fija, incapaz de calmarse. Con un resignado encogimiento de hombros volvió decidido sobre sus pasos. No tendría por qué contárselo a nadie. Abrió la puerta, avanzó por el pequeño pasillo y llegó a los mostradores. Ya había dos clientes dentro, el hombre de la bolsa y una joven. Una empleada del banco se estaba poniendo las gafas, dispuesta a inclinarse sobre el teclado de su ordenador. El hombre de la bolsa estaba de espaldas, rellenando un impreso. No levantó la vista cuando Sejer entró en el local. Parecía tener mucha prisa.

Sejer miró confuso a su alrededor. Tenía que inventarse una razón para estar allí, así que, muy resuelto, cogió de un soporte en la pared un folleto sobre un plan de pensiones. Luego volvió a salir. Ya está bien, se dijo severamente. Además, iba ya unos minutos tarde y no tenía por costumbre llegar al trabajo en el último momento. Se encontró de nuevo en la calle peatonal y empezó a andar aún más deprisa rumbo a los juzgados. Pasó por la joyería, por la floristería Brunner y Pino Pino, donde Elise solía comprarse la ropa. Aquel vestido rojo, por ejemplo. Al cabo de un instante, podía avistar el tejado de los juzgados. Justo en ese momento se oyó un tiro a cierta distancia, pero sin embargo, muy claro. Alguien empezó a chillar.

La mayor parte de la gente se detuvo. Solo algunos se encogieron de hombros y continuaron andando echando rápidas miradas por encima del hombro. Otros se apretaron contra las paredes de los edificios del lado opuesto al banco. Una madre puso un brazo protector alrededor de su hijo. Un anciano, tal vez sordo, miró extrañado a su alrededor, preguntándose por qué todo el mundo se detenía. Se quedó boquiabierto al ver a Sejer, que llegaba disparado por la calle, con la cartera colgando. Corría bien, pero el maletín le entorpecía el ritmo y le hacía parecer desmañado. Una mujer salió tambaleándose del banco. Se apoyó contra la pared y se tapó la cara con las manos. Sejer la reconoció, era la cajera. En ese instante, la mujer se desplomó y se quedó sentada sobre el asfalto.

– Policía -dijo Sejer sin aliento-. ¿Qué ha pasado? ¿Hay heridos?

– ¿Policía?

La mujer lo miró asombrada.

– Me ha atracado -dijo jadeando-. Me ha atracado y ha salido corriendo hacia la plaza. Ha huido en un coche blanco.

Sejer abrió los ojos de par en par al oír la continuación del relato.

– Se ha llevado a una chica.

– ¿Qué dice?

– La ha tomado como rehén. Salió del banco y se metió en el coche.

– ¿Se ha llevado a una rehén?

– ¡Le puso el revólver en la oreja!

Sejer miró atónito la plaza. El agua salía de la fuente en escasos chorros y las palomas turcas picoteaban migas en paz y tranquilidad. No tenían por qué preocuparse. Sejer dejó a la mujer y se acercó a dos jóvenes que estaban discutiendo enérgicamente junto a la fuente, desde donde se tenía una buena vista del banco y la calle principal.