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– Nada.

– Bien -le pasó los dedos por el cabello-. ¿Qué te parece que nos vistamos y vayamos a cenar?

Pero ella sabía lo que tenía que hacer. Inspiró profundamente, para darse valor, y soltó el aire muy despacio.

– Brandon, tenemos que dejar de hacer eso.

– Dejar de hacer ¿qué? -se inclinó para mirarla a los ojos-. ¿Cenar?

– Hablo en serio.

– ¿De cenar? -le acarició la espalda-. Yo también. Me muero de hambre.

– Brandon.

– ¿Sí, Kelly? -le besó la cabeza y ella notó que sus labios se curvaban con una sonrisa.

– Sabes a qué me refiero -le agarró la mano-. Tenemos que dejar de, ya sabes, romper las normas, de practicar el sexo.

– ¿En serio?

– Sabes que sí -lo miró con solemnidad y apretó su mano-. Ya hablamos de ello. Se suponía que íbamos a parar cuando llegara tu familia.

– Eso no funcionó -soltó una risita y le besó el hombro.

– Después dijimos que pararíamos cuando llegara Roger -dijo Kelly estirando el cuello para facilitarle el acceso-. Está aquí, y hay que vernos.

– Sí, hay que vernos -le alzó el pelo para seguir depositando besos en su piel.

– Has sido muy generoso ayudándome con todo esto. Hemos estado juntos casi todas las noches durante una semana, y ha sido maravilloso. Estoy disfrutando más que en toda mi vida -agitó las pestañas y desvió la mirada para que él no viera la confusión y dolor de sus ojos-. Pero ahora tenemos que parar antes de que…

– Antes… ¿de qué, Kelly?

«Antes de que nos enamoremos. Antes de que te canses de mí», pensó ella, pero no lo dijo.

– Antes de que los empleados de servicio del hotel descubran lo que está ocurriendo.

Brandon sabía que tendría que alegrarse de que le recordara las normas básicas, una vez más. Sin embargo, mirando a Kelly, sabía que entre ellos estaba ocurriendo algo a lo que no estaba dispuesto a renunciar. No era solo cuestión de sexo. Era más. Ella le gustaba, quería estar con ella. Cuando se separaban la echaba de menos. Sabía que eso no duraría, nunca duraba. Pero mientras lo estuvieran pasando bien, no tenía sentido dejarlo.

Brandon sabía que nunca sería el hombre que ella necesitaba. Kelly estaba hecha para el amor, el matrimonio y la familia. Una familia de verdad, de esas que él no había conocido.

Era cierto que Sally lo había salvado y que, junto con Adam y Cameron, habían creado un fuerte vínculo familiar. Pero antes de Sally, lo único que Brandon asociaba con la familia era el dolor. Eso persistía en su memoria, lo perseguía. Le recordaba que nunca estaría a la altura del ideal de hombre que Kelly buscaba.

Aun así, podían disfrutar el uno del otro mientras durara la atracción.

– Mira -dijo, acariciando su mejilla-, puede que sea una locura, pero no quiero dejar de verte. Lo estoy pasando muy bien. Y tú también estás disfrutando, ¿no?

– Sí, claro -le sonrió-. Sabes que sí.

– Entonces, de momento, eso es lo único que importa -la atrajo hacía él y selló sus palabras besándole los labios.

Capítulo 8

La mañana siguiente, Kelly asomó la cabeza al despacho de Brandon.

– Voy a llevar estas facturas al conserje. ¿Necesitarás algo mientras esté fuera?

Brandon, que estaba al teléfono, le indicó que no mediante gestos.

Kelly, mientras caminaba por la soleada terraza hacia el vestíbulo, pensó en la noche anterior. Brandon y ella habían salido del hotel y conducido a Santa Helena para disfrutar de una deliciosa hamburguesa con queso y patatas fritas. Tal vez fuera por la compañía, pero no recordaba haberlo pasado tan bien nunca. Habían reído y compartido historias como si fueran una pareja auténtica en una cita real. Pero no lo eran. Solo disfrutaban del sexo y a veces cenaban juntos.

– ¿Pero no es eso lo que conlleva salir con alguien? -murmuró Kelly-. ¿Sexo y cena?

Al fin y al cabo, cualquiera que los observara pensaría que eran una joven pareja de enamorados.

Pero no estaban enamorados. En absoluto.

Como había dicho Brandon, mientras siguieran disfrutando el uno del otro, ¿por qué parar?

– Estamos divirtiéndonos -se dijo, tomando el sendero que rodeaba el edificio principal-. Así que déjalo estar -añadió, para acallar a su conciencia.

– ¿Kelly?

– Oh -había estado tan sumida en sus pensamientos que no había visto que Roger estaba delante de ella, a menos de un metro-. Hola, Roger, ¿qué planes tenéis esta mañana?

– Hemos reservado el Pabellón -dijo, señalando hacia la zona termal-, para realizar ejercicios de consolidación de equipo.

El Pabellón era un chalé que se utilizaba para bodas, cenas y pequeñas conferencias. Estaba detrás de la zona termal, escondido entre olivos y robles, por lo que resultaba muy íntimo. Era uno de los lugares favoritos de Kelly.

– Muy interesante -dijo con educación-. Espero que la actividad tenga éxito.

– Escucha, Kelly, he estado pensando en ti toda la noche -se acercó y agarró su brazo-. Te he echado mucho de menos. ¿Crees que podríamos…?

– ¿Roger? -llamó una voz femenina-. ¿Vienes?

Kelly se dio la vuelta y vio a la reina del hielo. Ese día lucía un severo traje negro con blusa gris y zapatos de diez centímetros de tacón. Solo le faltaba el látigo para parecer una dominatriz.

– Hola, Ariel -dijo Roger, con poco entusiasmo.

– No podemos empezar sin ti.

Kelly pensó que era guapa, excepto por dos surcos verticales entre las cejas que se acentuaban cuando estaba molesta, y parecían tirar de sus cejas, dándole apariencia de bruja de cómic.

Kelly se avergonzó de sí misma por pensar eso. Al fin y al cabo, si Ariel estaba interesada por Roger, no se merecía más que su compasión.

– Adelántate y empieza -Roger la despidió con un ademán-. Iré enseguida -la observó marcharse y volvió a dirigirse a Kelly-. Lo que intento decirte es que creo que tú y yo podríamos…

– Ah, aquí estás -dijo Brandon complacido-. Buenos días, Hempstead. Espero que haya dormido bien.

– Pienso dormir aún mejor esta noche -dijo Roger sin quitarle los ojos de encima a Kelly.

– Buena suerte -Brandon le dio una palmada en la espalda-. Recomiendo una cerveza fría antes de acostarse. Funciona de maravilla. Vamos, Kelly, ¿no ibas a ver al conserje? -maniobró para meterse entre los dos y liberó el brazo de Kelly, que Roger aún sujetaba-. Nos veremos, Hempstead.

– ¿Estás loco? -le susurró Kelly, cuando estuvieron a una distancia prudencial.

– ¿Le has oído? -gruñó Brandon-. El tipo alucina. Cree que vas a acabar en su cama esta noche.

– Sí, lo sé. Y no me importa dejar que lo crea.

– ¿Por qué? -se detuvo y la miró fijamente.

– Porque me sentiré muy bien al decirle que no -contestó ella.

– ¿No? -repitió él.

– ¿En serio crees que me acostaría con ese tipo?

– No -repuso él lentamente, como si no se lo hubiera planteado antes-. Pero él no lo sabe.

– Correcto, y dejaremos que siga así -sonrió al ver que Brandon la miraba desconcertado-. No hablemos más de Roger. Tengo que ir a entregar estas facturas.

La noche siguiente, Brandon se preguntó por enésima vez por qué no le había dado un puñetazo en la cara a Roger en cuanto lo conoció.

El encargado del bar de vinos se había puesto enfermo, y lo estaba sustituyendo un camarero del restaurante. El hotel estaba repleto y Brandon, que no quería fallos, había decidido supervisar el bar hasta las diez, la hora de cierre. El bar del restaurante seguía abierto hasta medianoche.

Naturalmente, Roger había elegido esa noche para tomarse una copa de más. Estaba claro, el hombre era un asno pomposo que no sabía beber, pero como era el jefe nadie le llevaba la contraria ni lo arrastraba a su habitación. Por si eso fuera poco, cuanto más bebía Roger, más orgulloso de sí mismo se sentía. En ese momento debía considerarse el mismo Fred Astaire, porque había agarrado y hecho girar en redondo a Sherry, la camarera. Sherry, toda una profesional, había conseguido equilibrar la bandeja de bebidas que llevaba en la mano.