Выбрать главу

– Veronika es una buena chica -añadió el camarero-. Para ser una chocolatera.

La lluvia descargaba contra el centro de la ciudad empujada desde el este y el sector ruso. Se convirtió en granizo al contacto con el frío aire de la noche y azotó los cuatro flancos de la Patrulla Internacional cuando aparcaron frente al Casanova. Con apenas un gesto de saludo al portero y sin decir una palabra pasaron a mi lado y entraron en busca de vicios soldadescos, esa manifestación acomodaticia de lujuria exacerbada por la combinación de país extranjero, mujeres hambrientas y una provisión inagotable de cigarrillos y chocolate.

En el ya familiar Schottenring crucé para pasar a la Währinger Strasse y me dirigí hacia el norte a través de IaRooseveltplatz bajo la sombra lunar de las torres gemelas de la Votivkirche, que, pese a su enorme altura, que taladraba el cielo, había logrado, no se sabía cómo, sobrevivir a todas las bombas. Estaba a punto de entrar en la Berggasse por segunda vez aquel día cuando, procedente de un gran edificio en ruinas al otro lado de la calle, oí a alguien gritar pidiendo socorro. Diciéndome que no era asunto mío, me detuve sólo un segundo, con intención de proseguir mi camino. Pero luego volví a oír el grito, una voz de contralto casi reconocible.

Noté el miedo en la piel mientras andaba rápidamente en dirección al sonido. Había un montón de escombros amontonados contra la abombada pared del edificio y, después de trepar a lo alto, miré por el hueco vacío de una ventana de arco al interior de una sala semicircular con las proporciones de un pequeño teatro.

Eran tres los que forcejeaban en el pequeño espacio iluminado por la luna junto a una pared recta frente a las ventanas. Dos eran soldados rusos, sucios y andrajosos, que reían a carcajadas mientras trataban de arrancarle la ropa a una tercera figura: una mujer. Supe que era Veronika incluso antes de que ella levantara la cabeza hacia la luz. Chilló, y el ruso que le sujetaba los brazos y los dos faldones del vestido que su camarada, arrodillado sobre los pies de Veronika, había rasgado, la abofeteó con fuerza.

– Pakazhitye, dushka, enséñamelo, cariño -dijo entre grandes risotadas bajando de un tirón la ropa interior de Veronika hasta sus temblorosas rodillas. Se puso en cuclillas para admirar su desnudez-. Pryekrasnaya, precioso – dijo, como si estuviera contemplando un cuadro, y luego metió la cara entre el vello pubico-. Vkoosnaya, tozhe, sabroso, además -dijo con un gruñido.

El ruso volvió la cara desde las piernas de la chica al oír mis pasos entre los escombros que cubrían el suelo y, al ver el trozo de tubería de plomo que yo llevaba en la mano, se levantó poniéndose al lado de su amigo, que empujó aVeronika a un lado.

– Sal de aquí, Veronika -grité.

Sin necesitar que la animara, cogió el abrigo y corrió hacia una de las ventanas, pero el ruso que la había lamido parecía tener una idea diferente y la agarró por la melena. En aquel mismo momento balanceé la tubería golpeando un lado de su repugnante cabeza con un sonido metálico y adormeciéndome el brazo con la vibración del golpe. Empezaba a pensar que le había dado demasiado fuerte cuando noté una tremenda patada en las costillas y luego un furibundo rodillazo en la entrepierna. La tubería se me cayó al suelo lleno de trozos de ladrillo y noté el sabor a sangre en la boca mientras la seguía lentamente. Doblé las piernas contra el pecho y me quedé inmóvil esperando que la enorme bota del hombre me alcanzara de nuevo y acabara conmigo. En lugar de ello oí un golpe sordo, corto y mecánico como el sonido de una remachadora, y cuando la bota golpeó de nuevo, lo hizo muy por encima de mi cabeza. Con una pierna todavía en el aire, el hombre osciló durante un momento como un bailarín de ballet borracho y luego cayó muerto a mi lado, con la frente trepanada limpiamente por una bala certera. Gemí y cerré los ojos un momento. Cuando volví a abrirlos y me incorporé apoyándome en el antebrazo, había un tercer hombre acuclillado frente a mí y durante un segundo escalofriante me apuntó directamente a la cara con el cañón con silenciador de su Luger.

– Jódete, boche -dijo, y luego, sonriendo, me ayudó a levantarme-. Iba a zurrarte yo mismo, pero parece que esos dos ivanes me han ahorrado el trabajo.

– Belinsky -resollé, sujetándome las costillas-. ¿Tú qué eres? ¿Mi ángel de la guardia o qué?

– Sí. Es una vida maravillosa. ¿Estás bien, boche?

– Lo del pecho iría mejor si dejara de fumar. Sí, estoy bien. ¿De dónde diablos has salido?

– ¿No me habías visto? Estupendo. Después de lo que dijiste de seguir a alguien, me leí un libro sobre el asunto.Me disfracé de nazi para que no te fijaras en mí.

Miré alrededor.

– ¿Has visto adonde ha ido Veronika?

– ¿Quieres decir que conoces a la dama? -Zigzagueó hasta el soldado que yo había derribado con la tubería y que yacía sin sentido en el suelo-. Creía que eras un don Quijote.

– Solo la conozco desde anoche.

– Antes de tropezarte conmigo, supongo. -Belinsky contempló al soldado un momento, luego le apuntó con la Luger en la nuca y apretó el gatillo-. Está fuera -dijo sin demostrar más emoción que si hubiera disparado contra una botella de cerveza.

– Joder -dije entre dientes, abrumado por su exhibición de insensibilidad-. Habrías sido útil en un grupo de combate.

– ¿Qué?

– He dicho que espero que perdieras el tranvía anoche por mi culpa. ¿Tenías que matarlo?

Se encogió de hombros y empezó a desenroscar el silenciador de la Luger.

– Dos muertos son mejor que uno vivo para testificar en los tribunales. Créeme, sé lo que digo. -Golpeó la cabeza del iván con la punta del zapato-. De todos modos, a estos ivanes no los echarán en falta. Son desertores.

– ¿Cómo lo sabes?

Belinsky señaló dos fardos de ropa y equipo que había en el suelo al lado de la puerta y, junto a ellos, los restos de una fogata y una comida.

– Parece que llevaban un par de días escondidos por aquí. Supongo que se aburrían y les apetecía un poco de… – buscó la palabra adecuada en alemán y luego, sacudiendo la cabeza, completó la frase en inglés-… coño. -Enfundó la Luger y dejó caer el silenciador en el bolsillo del abrigo-. Si los encuentran antes de que las ratas los devoren, los polis imaginarán que fue el MVD quien lo hizo. Pero yo apuesto por las ratas. Viena tiene las ratas más enormes que hayas visto nunca. Suben directamente desde las cloacas. Bien pensado, por como huelen esos dos, yo diría quetambién han estado allá abajo. La cloaca principal sale en el Stadt Park, justo al lado de la comandancia soviética y el sector ruso. -Se encaminó hacia la ventana-. Venga, boche, vamos a buscar a esa chica tuya.

Veronika estaba un poco más abajo de la Währinger Strasse, lista para echar a correr como alma que lleva el diablo si hubieran sido los dos rusos quienes salieran del edificio.

– Cuando he visto entrar a tu amigo, he esperado para ver qué pasaba -explicó.

Se había abotonado el abrigo hasta el cuello y, salvo un pequeño moretón en la mejilla y las lágrimas en los ojos, no habría dicho que parecía una chica que había escapado por los pelos de que la violaran. Volvió, nerviosa, la mirada hacia el edificio con una pregunta en los ojos.

– No te preocupes -dijo Belinsky-. No volverán a molestarnos.

Cuando Veronika acabó de darme las gracias por salvarla y a Belinsky por salvarme a mí, los dos la acompañamos hasta el edificio medio derrumbado de la Rotenturmstrasse donde tenía una habitación. Allí nos dio las gracias de nuevo y nos invitó a subir, una invitación que rechazamos, y solo después de que le prometiera visitarla por la mañana logramos convencerla de que cerrara la puerta y se fuera a la cama.

– Por el aspecto que tienes, diría que no te sentaría mal una copa -dijo Belinsky-. Déjame invitarte. El Bar Renaissance está a la vuelta de la esquina. Es un lugar tranquilo y podremos hablar.