Tragó saliva y dio una larga calada al cigarrillo.
– ¿Quieres saber algo? -siguió-. Creo que me acostaría con todo el ejército británico para que los rusos no pudieran reclamarme. Y eso incluye a los que tienen sífilis. -Trató de sonreír-. Pero da la casualidad de que tengo un amigo médico que me ha conseguido unos frascos de penicilina y me pongo una dosis de vez en cuando solo por si acaso.
– Eso suena caro.
– Como digo, es un amigo. No me cuesta nada que se pudiera gastar en la reconstrucción. -Cogió la tetera-. ¿Quieres un poco más de té?
Negué con la cabeza. Tenía muchas ganas de salir de aquella habitación.
– Vayamos a alguna parte -sugerí.
– De acuerdo. Es mejor que quedarse aquí. ¿Qué tal cabeza tienes para las alturas? Porque solo hay un sitio al que se puede ir en Viena un domingo.
El parque de atracciones del Prater, con su enorme noria, los carruseles y la montaña rusa, resultaba un tanto incongruente en la parte de Viena que, por ser la última en caer en manos del Ejército Rojo, todavía mostraba los mayores efectos de la guerra y era la prueba más clara de que estábamos en un sector, por lo demás, poco atractivo.
Tanques y cañones despanzurrados seguían esparcidos por los campos vecinos, mientras que en las ruinosas paredes de todas las casas a lo largo de la Ausstellungsstrasse aparecía escrita con tiza y en caracteres cirílicos la palabra Atak'ivat (registrada) que en realidad significaba «saqueada».
Desde lo alto de la noria, Veronika me señaló los pilares del Puente del Ejército Rojo, la estrella encima del obelisco cercano y, más allá, el Danubio. Luego, mientras nuestra góndola iniciaba su lento descenso hacia el suelo, me metió la mano debajo del abrigo y me cogió las pelotas, pero apartó la mano enseguida cuando yo suspiréincómodo.
– Quizá habrías preferido el Prater antes de los nazis -dijo malévola-, cuando todos aquellos muñecos venían aquí a buscar clientes.
– No es eso en absoluto -dije riendo.
– Quizá sea eso lo que querías decir cuando comentaste que yo podría ayudarte.
– No, es solo que soy un tipo nervioso. Vuelve a probar en otra ocasión, cuando no estemos a sesenta metros del suelo.
– Un manojo de nervios, ¿eh? Pensaba que habías dicho que no te importaban las alturas.
– Mentí. Pero tienes razón, sí que necesito tu ayuda.
– Si tu problema es el vértigo, entonces la posición horizontal es el único tratamiento que estoy cualificada para prescribir.
– Estoy buscando a alguien, Veronika; una chica que solía andar por el Casanova.
– ¿Para qué van los hombres al Casanova si no es para buscar a una chica?
– Es una chica en particular.
– Puede que no te hayas dado cuenta, pero ninguna de las chicas del Casanova es nada en particular. -Me lanzó una mirada penetrante, como si de repente desconfiara de mí-. Pensaba que hablabas como los de arriba. Toda esa propaganda sobre los contagios y demás. ¿Trabajas con aquel estadounidense?
– No, soy investigador privado.
– ¿Cómo el Hombre Delgado?
Se echó a reír cuando asentí.
– Pensaba que eso solo era cosa de las películas. Y quieres que yo te ayude con algo que estás investigando, ¿es así?
Volví a asentir.
– No me veo mucho en el papel de Myrna Loy -dijo-, pero te ayudaré si puedo. ¿Quién es esa chica que andas buscando?
– Se llama Lotte. No sé su apellido. Puede que la hayas visto con un tipo llamado König. Lleva bigote y un terrier pequeño.
Veronika asintió lentamente.
– Sí, los recuerdo. En realidad, conozco bastante bien a Lotte. Se llama Lotte Hartmann, pero hace semanas que noaparece por allí.
– ¿No? ¿Sabes dónde está?
– No exactamente. Se fueron a esquiar juntos, Lotte y Helmut König, su schätzi. En algún sitio del Tirol austríaco, me parece.
– ¿Cuándo fue eso?
– No lo sé. Hará dos o tres semanas. Parece que König tiene un montón de dinero.
– ¿Sabes cuándo van a volver?
– No tengo ni idea. Lo que sé es que ella dijo que estaría fuera por lo menos un mes si todo iba bien entre ellos. Conociendo a Lotte, eso significa que dependería de lo bien que él se lo hiciera pasar.
– ¿Estás segura de que va a volver?
– Sería necesaria una avalancha para impedir que Lotte volviera aquí. Es vienesa hasta las orejas; no sabe vivir en otro sitio. Supongo que quieres que tenga los ojos bien abiertos para saber cuándo vuelven.
– Eso es -dije-. Naturalmente, te pagaría.
– No es necesario -dijo encogiéndose de hombros, y apretó la nariz contra la ventana-. La gente que me salva la vida tiene derecho a todo tipo de generosos descuentos.
– Debo advertirte que puede ser peligroso.
– No tienes que decírmelo -dijo con calma-. Conozco a König. Es suave y encantador en el club, pero a mí no me engaña. Es de esos tipos que no se quita las nudilleras metálicas ni para irse a confesar.
Cuando estuvimos de nuevo en tierra firme, utilicé algunos cupones para comprar una bolsa de lingos, unos buñuelos húngaros fritos espolvoreados con ajo, en uno de los tenderetes cercanos a la noria. Después de este modesto almuerzo, cogimos el tren Lilliput hasta el Estadio Olímpico y volvimos paseando por la nieve a través de los bosques de Hauptallee.
Mucho más tarde, cuando volvíamos a estar en su habitación, dijo:
– ¿Sigues estando nervioso?
Tendí la mano hacia sus pechos en forma de calabaza y noté que la blusa estaba húmeda de sudor. Me ayudó a desabotonársela y, mientras yo gozaba del peso de su seno en la mano, se desabrochó la falda. Me aparté para que pudiera quitársela por los pies y cuando la hubo dejado en el respaldo de una silla, la cogí de la mano y la atraje hacia mi.
Durante un breve momento, la abracé con fuerza, disfrutando de su respiración entrecortada y cálida en el cuello, antes de bajar la mano hacia la curva de su trasero, la parte superior de las apretadas medias y luego la suave y fresca carne entre los muslos. Y una vez que ella se las ingenió para desprenderse de la escasa ropa que quedaba para cubrirla, la besé y permití que un intrépido dedo disfrutara de una corta exploración de sus partes ocultas.
En la cama no dejó de sonreír mientras yo trataba lentamente de medir sus profundidades. Al ver sus ojos abiertos, que solo eran soñadores, como si no fuera capaz de olvidar mi satisfacción en su busca de la suya propia, descubrí que estaba demasiado excitado para que me importara mucho más allá de lo que parecía cortés. Cuando, finalmente, ella sintió que la herida que estaba abriendo en ella se volvía más apremiante, levantó los muslos hasta el pecho y, bajando las manos, se abrió con las palmas, como si tensara un trozo de tela para que penetrara la aguja de la máquina de coser, a fin de que me viera periódicamente absorbido con fuerza hacia su interior. Al cabo de un momento, me doblé sobre ella mientras la vida activaba su propulsión independiente y trepidante.
Aquella noche nevó mucho y luego la temperatura cayó hasta las alcantarillas, helando toda Viena, para conservarla para un día mejor. Soñé, no con una ciudad perdurable, sino con la ciudad que iba a venir.