– Yo voy bien, gracias -dije imitando su modo de hablar, pero no pareció darse cuenta-. Exactamente, ¿en qué puedo serle útil, Herr Shields?
– Bueno, con su amigo Becker a punto de ir a juicio, francamente me gustaría saber qué clase de detective es usted. Me preguntaba si habría encontrado algo pertinente al caso; si su cliente iba a conseguir algo a cambio de sus cinco mil dólares. -Se detuvo, esperando que yo hablara y, al ver que no decía nada, continuó con bastante más impaciencia-. Bien, ¿qué me responde? ¿Ha encontrado la prueba vital que salvará a Becker de la soga? ¿O tendrá que dejar que lo cuelguen?
– He encontrado al testigo de Becker, si eso es lo que quiere decir, Shields. Solo que no tengo nada que lo relacionecon Linden. Por lo menos, todavía no.
– Bueno, será mejor que trabaje deprisa, Gunther. Cuando empiezan, los juicios en esta ciudad suelen ir bastante rápidos. Detestaría ver que consigue probar que un muerto era inocente. Estará de acuerdo en que eso resulta muy desagradable. Desagradable para usted, desagradable para nosotros, pero, sobre todo, desagradable para el ahorcado.
– Supongamos que pudiera tenderle una trampa a ese tipo para que usted lo arrestara como testigo material de los hechos.
Era un intento casi desesperado, pero pensé que valía la pena probarlo.
– ¿No hay otro medio de que comparezca ante el tribunal?
– No. Por lo menos, eso le daría a Becker alguien a quien señalar.
– Me pide que ensucie un suelo reluciente -dijo Shields con un suspiro-. Detesto no dar una oportunidad a la otra parte. Le diré lo que vamos a hacer. Hablaré con mi oficial ejecutivo, el mayor Wimberley, y veré qué me aconseja. Pero no puedo prometerle nada. Lo más probable es que el mayor me diga que le eche un par de cojones y consiga que lo condenen y al diablo con su testigo. Tenemos mucha presión para llegar a un resultado rápido, ¿sabe? Al general no le gusta que asesinen a los oficiales estadounidenses en esta ciudad. Hablo del general de brigada Alexander O. Gorder, al mando del 796. Un cabrón de mucho cuidado. Estaremos en contacto.
– Gracias, Shields. Aprecio lo que hace.
– No me dé las gracias todavía, amigo -dijo.
Colgué el auricular y cogí la carta. Después de usarla para abanicarme y para limpiarme las uñas, la abrí.
Kirsten nunca había sido muy buena escribiendo cartas. Se le daban mejor las postales, solo que no era probable que una postal de Berlín lograra ilusionarme. ¿Una vista de la iglesia Kaiser-Wilhelm en ruinas, o del Teatro de la Ópera destruido por las bombas? ¿Quizá el cobertizo de las ejecuciones en Plotzensee? Pensé que pasaría mucho, mucho tiempo antes de que se enviaran postales desde Berlín. Desdoblé el papel y empecé a leer:
Querido Bernie:
Espero que recibas esta carta, pero las cosas aquí están tan difíciles que quizá no lo hagas, en cuyo caso trataré de enviarte un telegrama, aunque solo sea para decirte que todo va bien. Sokolovsky ha exigido que la policía militar soviética controle todo el tráfico desde Berlín hacia el oeste, y eso puede significar que el correo no pase.
Lo que preocupa de verdad a la gente aquí es que esto se convierta en un asedio a gran escala de la ciudad, en un intento por echar a los estadounidenses, los británicos y los franceses de Berlín; aunque no creo que a nadie le importara dejar de ver a los franceses. A nadie le importa que los estadounidenses y los británicos nos den órdenes, por lo menos lucharon y nos vencieron. Pero ¿los franchutes? Son unos hipócritas. La mentira de un ejército francés victorioso es casi demasiado difícil de soportar para los alemanes.
Se dice que los norteamericanos y los ingleses no se quedarán de brazos cruzados viendo cómo Berlín cae en manos de los ivanes. De los británicos no estoy tan segura. Tienen las manos muy ocupadas en Palestina ahora mismo (todos los libros sobre el nacionalismo sionista han desaparecido de las librerías y las bibliotecas de Berlín, algo que resulta demasiado familiar). Pero justo cuanto te enteras de que los británicos tienen cosas más importantes que hacer, oyes que han destruido más barcos alemanes. ¡El mar está lleno de peces que podríamos comer y están haciendo estallar los barcos! ¿Es que quieren salvarnos de los rusos para poder matarnos de hambre?
Se siguen oyendo rumores de canibalismo. Por Berlín se cuenta la historia de que la policía acudió a una casa en Kreuzberg donde los vecinos de la planta baja habían oído un terrible escándalo y descubierto sangre que goteaba a través del techo. Irrumpieron en el piso y encontraron a una pareja de viejos comiendo la carne cruda de una corista a la que habían recogido de la calle y matado a pedradas. Puede que sea verdad y puede que no, pero tengo la terrible sensación de que sí que lo es. Lo quesí es cierto es que la moral se ha hundido a un nivel aún más bajo. El cielo está lleno de aviones de transporte y las tropas de las cuatro potencias están cada vez más nerviosas.
¿Recuerdas a Karl, el hijo de Frau Fersen? Volvió de un campo de prisioneros ruso la semana pasada, pero muy mal de salud. Parece que el doctor ha dicho que el pobre chico tiene los pulmones destrozados. La madre me ha contado lo que su hijo le ha explicado de su estancia en Rusia. ¡Suena espantoso! ¿Por qué nunca me hablaste de eso, Bernie? Quizá yo habría sido más comprensiva. Quizá podría haberte ayudado. Soy consciente de que no he sido muy buena esposa para ti desde la guerra. Y ahora que ya no estás aquí, es algo que parece más difícil de soportar. Por eso he pensado que cuando vuelvas podríamos usar parte del dinero que dejaste -¡cuánto dinero!, ¿es que robaste un banco?- para irnos de vacaciones a algún sitio. Dejar Berlín durante una temporada y pasar tiempo juntos.
Entretanto, he gastado parte del dinero en reparar el techo. Sí, ya sé que pensabas hacerlo tú mismo, pero también sé que le ibas dando largas. En cualquier caso, ahora ya está hecho y ha quedado muy bonito.
Vuelve pronto para verlo. Te echo de menos.
Tu esposa que te quiere, Kirsten
«Tanto peor para mi grafólogo imaginario», me dije, feliz, y me serví lo que quedaba del vodka de Traudl. Esto tuvo el efecto inmediato de disolver mi miedo a llamar a Liebl para informarle de mi casi imperceptible progreso. «Al diablo con Belinsky», pensé, y decidí pedirle a Liebl su opinión sobre si sería mejor o no para los intereses de Becker tratar de conseguir que arrestaran inmediatamente a König, para que se viera obligado a prestar declaración.
Cuando Liebl por fin contestó parecía alguien que llegara al teléfono después de caerse por un tramo de escaleras. Su actitud normalmente directa e irascible sonaba acobardada y la voz se aguantaba en precario al borde mismo de una crisis nerviosa.
– Herr Gunther -dijo, y tragó saliva para alcanzar un silencio más decoroso. Luego lo oí respirar hondo mientrasrecuperaba el control de sí mismo-. Ha habido un accidente terrible. Fräulein Braunsteiner ha resultado muerta.
– ¿Muerta? -repetí atónito-. ¿Cómo?
– La ha atropellado un coche -dijo Liebl en voz baja.
– ¿Dónde?
– Prácticamente a la puerta del hospital donde trabajaba. Parece que fue instantáneo. No pudieron hacer nada por ella.
– ¿Cuándo ha sucedido?
– Hace solo un par de horas, después de acabar su turno de guardia. Por desgracia, el conductor no se detuvo.
Esa parte podía haberla adivinado yo solo.
– Probablemente se asustó. Posiblemente iba bebido. ¿Quién sabe? Los austríacos son tan malos conductores…
– ¿Alguien vio el accidente?
Las palabras sonaron casi con ira en mi boca.
– Hasta ahora no se han encontrado testigos. Pero alguien cree recordar que vio un Mercedes negro que iba demasiado rápido, un poco más allá de la Alser Strasse.
– Dios -dije con voz débil-, eso está casi a la vuelta de la esquina. Pensar que quizá incluso haya oído el chirriar de los neumáticos.