Sonreí y asentí, agradecido. No me cabía ninguna duda de que iba a encontrar algo muy interesante de verdad.
El Neuer Markt apenas parecía una plaza de mercado. Había una serie de mesas dispuestas como en una terraza de café. Había clientes tomando café, camareros que no parecían inclinados a servirlos y pocos indicios de alguna cafetería donde pudiera conseguirse café. Parecía algo muy provisional, incluso para los relajados estándares de la reconstruida Viena. Había también algunas personas mirando, casi como si se hubiera cometido un delito y todos estuvieran esperando la llegada de la policía. Pero yo no hice mucho caso y, al oír tocar las once en el cercano campanario, me apresuré hacia la iglesia.
Por suerte para el zoólogo, quienquiera que fuese, que le había dado nombre a los famosos monos, el hábito de los monjes capuchinos destacaba bastante más que su muy sencilla iglesia en Viena.[2] Comparada con la mayoría de lugares de culto en la ciudad, en la Kapuzinerkirche parecía como si hubieran estado coqueteando con el calvinismo en los días en que la construyeron. Eso o que el tesorero de la Orden se había escapado con el dinero de los canteros: no había ni una sola talla. La iglesia era lo suficientemente común como para que yo pasara de largo sin ni siquiera reconocerla. Podía haberlo hecho una segunda vez de no ser por un grupo de soldados estadounidenses que estaban allado de una portalada y a quienes oí mencionar a «los fiambres». Mi nueva familiaridad con el inglés tal como lo hablaban los enfermeros del hospital militar me dijo que este grupo tenía intención de visitar el mismo sitio que yo.
Pagué un schilling por la entrada a un viejo monje gruñón y entré en un largo y aireado corredor que supuse que sería parte del monasterio. Una estrecha escalera conducía a la cripta.
En realidad no era una cripta, sino ocho que se comunicaban y que eran mucho menos sombrías de lo que había esperado. El interior era sencillo, pintado de blanco con las paredes recubiertas en parte con mármol, y contrastaba fuertemente con la opulencia de su contenido.
Aquí estaban los restos de más de cien Habsburgo con sus famosas mandíbulas, aunque la guía que había tenido la precaución de llevar conmigo decía que los corazones se conservaban en unas urnas situadas debajo de la catedral de San Esteban. No se podrían encontrar pruebas más abundantes de la mortalidad real en ningún otro lugar al norte de El Cairo. Parecía que no faltaba nadie, salvo el archiduque Fernando, que estaba enterrado en Graz, sin duda picado con el resto porque hubieran insistido en que visitara Sarajevo.
La rama más pobre de la familia, la de Toscana, estaba amontonada en simples féretros de plomo, uno encima de otro como botellas en una botillería, al fondo de la cripta más grande. Casi esperaba ver a un viejo abriendo un par de cajas para probar un nuevo mazo y juego de estacas. Como es natural, los Habsburgo con un ego mayor merecían los sarcófagos más grandiosos. Esos enormes ataúdes de cobre, morbosamente ornamentados, parecían no carecer de nada salvo camiones oruga y cañones para conquistar Stalingrado. Solo el emperador José II había mostrado algo parecido a la contención en la caja elegida, y solo una guía vienesa podría haber descrito el ataúd de cobre como «excesivamente sencillo».
Encontré al coronel Poroshin en la cripta de Francisco José. Me sonrió cálidamente cuando me vio y me dio unas palmadas en la espalda:
– Ya lo ve, yo tenía razón. Usted sabe leer cirílico, después de todo.
– Y quizá usted sepa leerme la mente.
– Seguro -dijo-. Se está preguntando qué podemos tener que decirnos mutuamente, después de todo lo que ha sucedido. Y menos aún en un lugar como este. Está pensando que, en otro lugar, quizá trataría de matarme.
– Debería estar en el teatro, Palkovnik; podría ser otro profesor Schaffer.
– Me parece que se confunde. El profesor Schaffer era hipnotizador, no leía la mente. -Se golpeó con los guantes la palma de la otra mano, con el aire de alguien que se ha anotado un punto-. No soy un hipnotizador, Herr Gunther.
– No se subestime. Consiguió hacerme creer que yo era investigador privado y que tenía que venir a Viena para tratar de librar a Emil Becker de la acusación de asesinato. Una fantasía hipnótica donde las haya.
– Una sugestión poderosa, quizá -dijo Poroshin-, pero usted actuó según su propia y libre voluntad. -Suspiró-. Una lástima lo del pobre Emil. Se equivoca si piensa que no confiaba en que demostrara que era inocente. Pero empleando un término del ajedrez, fue mi gambito vienés: tiene una primera apariencia pacífica, pero la secuela está llena de sutilezas y posibilidades agresivas. Lo único que se necesita es un caballo fuerte y valiente.
– Y ese era yo, supongo.
– Tochno, exactamente. Y ahora la partida está ganada.
– ¿Le importa explicarme cómo?
Poroshin señaló el ataúd que estaba a la derecha del más elevado, que contenía al emperador Francisco José.
– El príncipe heredero Rodolfo -dijo-. Se suicidó en el famoso pabellón de caza de Mayerling. La historia es bien conocida, pero los detalles y los motivos siguen estando poco claros. Casi de lo único que podemos estar seguros es de que yace en esta tumba. Para mí, saber esto con seguridad es suficiente. Pero no todos los que creemos que se han suicidado están realmente tan muertos como el pobre Rodolfo. Tomemos a Heinrich Müller. Probar que sigue vivo, bueno, eso es algo que vale la pena. La partida estuvo ganada cuando supimos eso con seguridad.
– Pero yo mentí sobre ese asunto -dije con aire indiferente-. Nunca vi a Müller. La única razón de que se loseñalara a Belinsky fue que quería que él y sus hombres vinieran a ayudarme a salvar aVeronika Zartl, la chocolatera del Oriental.
– Sí, admito que los acuerdos de Belinsky con usted dejaban mucho que desear en su concepción. Pero da la casualidad de que sé que ahora está mintiendo. Verá, Belinsky sí que estaba en Grinzing con un grupo de agentes. Por supuesto, no eran estadounidenses, sino mis propios hombres. Todos los vehículos que salían de Grinzing eran seguidos, incluyendo el suyo. Cuando Müller y sus amigos descubrieron que usted se había escapado, cayeron presas del pánico y huyeron casi inmediatamente. Nosotros nos limitamos a seguirlos, a una discreta distancia, hasta que pensaron que volvían a estar a salvo. Desde entonces hemos podido identificar positivamente a Herr Müller por nosotros mismos. Así que usted no ha mentido.
– Pero ¿por qué no lo detuvieron? ¿De qué les sirve si está en libertad?
Poroshin adoptó una expresión astuta.
– En mi trabajo, no siempre es político arrestar a alguien que es nuestro enemigo. A veces puede ser muchísimo más valioso si se le deja moverse a sus anchas. Desde el principio de la guerra, Müller fue un agente doble. Hacia finales de 1944 estaba, naturalmente, ansioso por desaparecer completamente de Berlín e ir a Moscú. Bueno, ¿puede imaginárselo, Herr Gunther? El jefe de la fascista Gestapo viviendo y trabajando en la capital del socialismo democrático. Si las agencias de espionaje británica o estadounidense hubieran descubierto una cosa así, sin duda habrían filtrado esa información a la prensa mundial en algún momento políticamente oportuno. Y luego se habrían sentado cómodamente a ver como enrojecíamos de vergüenza. Así pues, se decidió que Müller no podía venir a Moscú.
»El único problema era que sabía mucho de nosotros. Por no mencionar el paradero de docenas de espías de la Gestapo y la Abwehr en toda la Unión Soviética y Europa oriental. Había que neutralizarlo antes de poderle negar la entrada en nuestra casa. Así que lo engañamos para que nos diera los nombres de todos esos agentes y, al mismotiempo, empezamos a pasarle nuevas informaciones que, aunque no eran de ninguna ayuda para las prácticas bélicas de Alemania, podían demostrar ser de un considerable interés para los estadounidenses. No es necesario decir que esa información era falsa.