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El fabulador crea una estructura, compone una máquina y dentro mete la vida como un aceite que va a lubricar su invento. El novelista noveliza la vida, le da una estructura falsa que la vida no tiene, mientras que el cronista nos va dejando ver cómo la vida desnuda se noveliza a sí misma, se estructura, se explica. La crónica es una fenomenología del espíritu y la novela es una dictadura. Aparte otras distinciones profesionales que pudiéramos hacer ahora, me interesa reseñar este carácter último y apasionante de la crónica y las memorias, que no son sino la lectura que un hombre le hace a la vida, mientras que la novela es lo que un hombre habilidoso hace con la vida.

Aprendo más del curso de un río que de la geometría de un estanque. En la gran crónica seguimos el curso libre y fluvial de la vida, mientras que la novela es vida estancada, vida a la que el novelista ha impuesto una estructura previa. Quizá en este sentido dice el gran José Plá -excepcional cronista y memorialista- que el hombre que lee novelas después de los treinta años es un cretino.

La novela es lectura de adolescencia (y perdón por estas generalidades, que quizá no lo son tanto) porque el adolescente prefiere soñar la vida a descifrarla y cree todavía que la vida es reducible a novela. El adolescente necesita soluciones, la juventud es impaciente, y la novela da vida resuelta: mal o bien, feliz o infelizmente, pero resuelta. El hombre que va pasando de la juventud a la madurez es el que descubre esa cosa obvia y difícil de que la vida es muy peculiar, muy curiosa, muy inaprehensible, y le interesa más el curso de la vida que el curso de una novela. La novela es el género burgués por excelencia -aparte su carácter realista, de que ya hemos hablado- porque la novela da resuelto el problema de la vida, para bien o para mal, da vida conclusa, explicada, y lo que la burguesía no quiere son incertidumbres.

La novela tradicional equivale a los sistemas filosóficos cerrados. Tranquiliza al lector con su simetría, que se supone reflejo y prueba de la tan deseada simetría del mundo. Al percatarse de esta servidumbre burguesa de la novela, los novelistas se han creado el truco de la novela abierta, por pudor intelectual, pero una novela nunca es abierta, puesto que su apertura depende de la voluntad del autor. El broche de la novela, aunque sea abierta, es siempre el autor, como el broche del universo es Dios, para el buen creyente, para el buen lector de novelas.

Consciente o inconsciente de todo esto, Ramón trata, por una parte, de hacer novelas diferentes, como ya hemos visto -y seguiremos viendo más adelante-, y por otra (aquí sí que pone fervor y acendramiento) trata de atender a la novela viva de la vida que le rodea, a la historia de su tiempo. Literato tan literato, ve siempre el presente como una novela, y prueba de ello es un diario novelesco que escribió para los periódicos, durante algún tiempo, con el trenzado de las noticias de cada día. Mejor que escribir novelas, Ramón prefiere leer cada día la novela de la calle o de la Puerta del Sol, y dice que estar en la Puerta del Sol (circunferencia frustrada) «es el colmo del vivir». Con todo esto me parece que se explica la pasión del escritor por sus contemporáneos, y se explica otro género natural de Ramón, el escritor sin géneros, que en realidad tiene miclass="underline" la crónica.

La crónica tiene una connotación histórica o periodística que la ha convertido en género menor o auxiliar, pero a partir de Quevedo y Torres Villarroel, a partir de Larra en el XIX, la gran crónica de España está hecha por grandes escritores que no son cronistas de profesión, quizá, y que desde luego no son novelistas. Nuestro siglo XX ha tenido grandes cronistas, desde Azorín a Ramón, pasando por Ortega.

No obsta que estos escritores, además, hayan sido otras cosas. Tenían el sentido de la crónica y en todo lo que hacían estaban haciendo crónica de España, crónica de su tiempo, como quería Hegel. En el fondo de la filosofía orteguiana y del lirismo ramoniano hay crónica pululante de España. Quevedo en el XVII, Torres en el XVIII, Larra en el XIX, Ortega o Ramón en el XX, son los grandes cronistas de su tiempo y del tiempo español. No importa que en ellos haya menos datos o precisiones que en otros. En ellos está como en nadie -para eso son mayores escritores- lo que otro gran cronista, Eugenio d'Ors, llamó «las palpitaciones de los tiempos». La crónica, el único género que toma su nombre del nombre mismo del tiempo, es un supergénero o intragénero que no hay que confundir con la crónica de toros o de política. Ramón no hizo otra cosa que monografía y crónica.

Con una cita suya hemos explicado al principio de este capítulo cómo era consciente de asistir al pasado y al presente conjuntamente, pues que conjuntamente está aconteciendo. Y si del clásico obtiene el tiempo absoluto que se identifica ya con la luz, del contemporáneo obtiene el calambre del tiempo inmediato, reciente y fluyente. Esto podría explicar, quizá, la facundia de Ramón, su comunicatividad, su estar con todo el mundo y en todas partes. Un hombre, para él, era una acumulación de presentes, y así entiende y nos transmite siempre a sus retratados, desde Dalí a Silverio Lanza. Ramón es el cronista lírico de casi medio siglo de vida española. Nadie ha hecho un labor tan ancha de documento y puntualidad. Y si esa labor es hoy ignorada u olvidada, esto se debe a que Ramón no se entremetió casi nunca en las lobregueces políticas o financieras de que gustan los comadreadores del pasado, sino que de su tiempo y de los hombres de su tiempo tomó lo más fluyente y verdadero: el tiempo mismo.

13. EL MUSEO SONÁMBULO

En su trajín periodístico, Ramón decide una noche meterse en el Museo del Prado, ir descubriendo los cuadros -retazos de cuadros- a la luz de un farol que lleva en la mano, y escribir con la experiencia un reportaje.

La idea es muy ramoniana y nos descubre por vía de anécdota la manera que tenía Ramón de vivir y gustar el arte. Puede decirse que siempre lo vio así: a farolazos. A golpes de intuición. Escribe libros sobre el Greco, Goya y Solana, e innumerables retratos de artistas modernos, muchos de los cuales se repiten en Ismos. Ramón había obtenido en aquella noche periodística un museo sonámbulo y personal, un museo en movimiento, vivo y azaroso. Había obtenido, sobre todo, una victoria contra el realismo. A golpes de luz, como a golpes de espátula, destruye la coherencia, composición y asunto de la mayoría de los cuadros. Hace a su manera una lectura picassiana de los clásicos: los desbarata.

Lo que aquella noche estaba destruyendo Ramón -aunque quizá no lo entendieran así sus lectores de periódico- era nada menos que el realismo. Los pintores que elige para sus biografías mayores son tres grandes negadores del realismo. Ramón, hombre moderno y posbaudeleriano, sabe que la realidad ha caducado. Sabe, con André Gide, que la piel es lo más profundo, pero todo consiste, precisamente, en profundizar la piel. El realismo se quedaba en la piel de la Historia -los hechos, según dijo Ortega-, y en la piel de los seres. Hay que exigirle a la realidad más de lo que puede dar.

Ramón es puro pensamiento plástico, es un primitivo que jamás ha pensado en abstracto -y cuando lo intenta por escritorios resultados son muy pobres-, de modo que el pensamiento plástico de Ramón, enfrentado al pensamiento plástico que es la pintura, entabla una correspondencia dialéctica de entrevisiones que nunca es geométrica como un juego de espejos, sino enriquecedora por acumulación, iluminadora por abrumación.

Ramón ha definido siempre a un hombre por su cara, más que por su obra. Negar la validez de esta lectura sería negar el arte todo, pues el arte no es otra cosa que lectura de la piel, una lectura del mundo tan válida y profunda como cualquier otra, empero. La pintura, precisamente, legitima el hacer de Ramón, esa fe ciega en que el mundo es un museo sonámbulo -como el Prado en aquella noche de su incursión- donde las almas van asomadas a los rostros. La pintura es cosa mentale, efectivamente, pensamiento del mundo, pero pensamiento plástico.