– No es un espejismo, Emmanuèle.
– Ta gueule, mon pote -dijo Emmanuèle manoteando entre sus innúmeras faldas para encontrar la otra botella.
Después se perdieron en otras cosas, Emmanuèle le contó de una ahogada que Célestin había visto a la altura de Grenelle, y Oliveira quiso saber de qué color tenía el pelo, pero Célestin no había visto más que las piernas que en ese momento salían un poco del agua, y se había mandado mudar antes de que la policía empezara con su maldita costumbre de interrogar a todo el mundo. Y cuando se bebieron casi toda la segunda botella y estaban más contentos que nunca, Emmanuèle recitó un fragmento de La mort du loup, y Oliveira la introdujo rudamente en las sextinas del Martín Fierro. Ya pasaba uno que otro camión por la plaza, empezaban a oírse los rumores que Delius, alguna vez… Pero hubiera sido vano hablarle a Emmanuèle de Delius a pesar de que era una mujer sensible que no se conformaba con la poesía y se expresaba manualmente, frotándose contra Oliveira para sacarse el frío, acariciándole el brazo, ronroneando pasajes de ópera y obscenidades contra Célestin. Apretando el cigarrillo entre los labios hasta sentirlo casi como parte de la boca, Oliveira la escuchaba, la dejaba que se fuera apretando contra él, se repetía fríamente que no era mejor que ella y que en el peor de los casos siempre podría curarse como Heráclito, tal vez el mensaje más penetrante del Oscuro era el que no había escrito, dejando que la anécdota, la voz de los discípulos la transmitiera para que quizá algún oído fino entendiese alguna vez. Le hacía gracia que amigablemente y de lo más matter of fact la mano de Emmanuèle lo estuviera desabotonando, y poder pensar al mismo tiempo que quizá el Oscuro se había hundido en la mierda hasta el cogote sin estar enfermo, sin tener en absoluto hidropesía, sencillamente dibujando una figura que su mundo no le hubiera perdonado bajo forma de sentencia o de lección, y que de contrabando había cruzado la línea del tiempo hasta llegar mezclada con la teoría, apenas un detalle desagradable y penoso al lado del diamante estremecedor del panta rhei, una terapéutica bárbara que ya Hipócrates hubiera condenado, como por razones de elemental higiene hubiera igualmente condenado que Emmanuèle se echara poco a poco sobre su amigo borracho y con una lengua manchada de tanino le lamiera humildemente la pija, sosteniendo su comprensible abandono con los dedos y murmurando el lenguaje que suscitan los gatos y los niños de pecho, por completo indiferente a la meditación que acontecía un poco más arriba, ahincada en un menester que poco provecho podía darle, procediendo por alguna oscura conmiseración, para que el nuevo estuviese contento en su primera noche de clochard y a lo mejor se enamorara un poco de ella para castigar a Célestin, se olvidara de las cosas raras que había estado mascullando en su idioma de salvaje americano mientras resbalaba un poco más contra la pared y se dejaba ir con un suspiro, metiendo una mano en el pelo de Emmanuèle y creyendo por un segundo (pero eso debía ser el infierno) que era el pelo de Pola, que todavía una vez más Pola se había volcado sobre él entre ponchos mexicanos y postales de Klee y el Cuarteto de Durrell, para hacerlo gozar y gozar desde fuera, atenta y analítica y ajena, antes de reclamar su parte y tenderse contra él temblando, reclamándole que la tomara y la lastimara, con la boca manchada como la diosa siria, como Emmanuèle que se enderezaba tironeada por el policía, se sentaba bruscamente y decía:
On faisait rien, quoi, y de golpe bajo el gris que sin saber cómo llenaba los portales Oliveira abría los ojos y veía las piernas del vigilante contra las suyas, ridículamente desabotonado y con una botella vacía rodando bajo la patada del vigilante, la segunda patada en el muslo, la cachetada feroz en plena cabeza de Emmanuèle que se agachaba y gemía, y sin saber cómo de rodillas, la única posición lógica para meter en el pantalón lo antes posible el cuerpo del delito reduciéndose prodigiosamente con un gran espíritu de colaboración para dejarse encerrar y abotonar, y realmente no había pasado nada pero cómo explicarlo al policía que los arreaba hasta el camión celular en la Plaza, cómo explicarle a Babs que la inquisición era otra cosa, y a Ossip, sobre todo a Ossip, cómo explicarle que todo estaba por hacerse y que lo único decente era ir hacia atrás para tomar el buen impulso, dejarse caer para después poder quizá levantarse, Emmanuèle para después, quizá…