– La ropa es lo de menos, cuando la vuelva a ver andá a saber lo que tendrá puesto. Estará desnuda, o andará con su chico en brazos cantándole Les amants du Havre, una canción que no conocés.
– No te creas -dijo Talita-. La pasaban bastante seguido por Radio Belgrano. La-lá-la, la-lá-la…
Oliveira dibujó una bofetada blanda, que acabó en caricia. Talita echó la cabeza para atrás y se golpeó contra la pared del pasillo. Hizo una mueca y se frotó la nuca, pero siguió tarareando la melodía. Se oyó un click y después un zumbido que parecía azul en la penumbra del pasillo. Oyeron subir el montacargas, se miraron apenas antes de levantarse de un salto. A esa hora quién podía… Click, el paso del primer piso, el zumbido azul. Talita retrocedió y se puso detrás de Oliveira. Click. El piyama rosa se distinguía perfectamente en el cubo de cristal enrejado. Oliveira corrió al montacargas y abrió la puerta. Salió una bocanada de aire casi frío. El viejo lo miró como si no lo conociera y siguió acariciando la paloma, era fácil comprender que la paloma había sido alguna vez blanca, que la continua caricia de la mano del viejo la había vuelto de un gris ceniciento. Inmóvil, con los ojos entornados, descansaba en el hueco de la mano que la sostenía a la altura del pecho, mientras los dedos pasaban una y otra vez del cuello hasta la cola, del cuello hasta la cola.
– Vaya a dormir, don López -dijo Oliveira, respirando fuerte.
– Hace calor en la cama -dijo don López-. Mírela cómo está contenta cuando la paseo.
– Es muy tarde, váyase a su cuarto.
– Yo le llevaré una limonada fresca -prometió Talita Nightingale.
Don López acarició la paloma y salió del montacargas. Lo oyeron bajar la escalera.
– Aquí cada uno hace lo que quiere -murmuró Oliveira cerrando la puerta del montacargas-. En una de ésas va a haber un degüello general. Se lo huele, qué querés que te diga. Esa paloma parecía un revólver.
– Habría que avisarle a Remorino. El viejo venía del sótano, es raro.
– Mirá, quedate un momento aquí vigilando, yo bajo al sótano a ver, no sea que algún otro esté haciendo macanas.
– Bajo con vos.
– Bueno, total éstos duermen tranquilos.
Dentro del montacargas la luz era vagamente azul y se bajaba con un zumbido de science-fiction. En el sótano no había nadie vivo, pero una de las puertas del refrigerador estaba entornada y por la ranura salía un chorro de luz. Talita se paró en la puerta, con una mano contra la boca, mientras Oliveira se acercaba. Era el 56, se acordaba muy bien, la familia tenía que estar al caer de un momento a otro. Desde Trelew. Y entre tanto el 56 había recibido la visita de un amigo, era de imaginar la conversación con el viejo de la paloma, uno de esos seudodiálogos en que al interlocutor lo tiene sin cuidado que el otro hable o no hable siempre que esté ahí delante, siempre que haya algo ahí delante, cualquier cosa, una cara, unos pies saliendo del hielo. Como acababa de hablarle él a Talita contándole lo que había visto, contándole que tenía miedo, hablando todo el tiempo de agujeros y de pasajes, a Talita o a cualquier otro, a un par de pies saliendo del hielo, a cualquier apariencia antagónica capaz de escuchar y asentir. Pero mientras cerraba la puerta de la heladera y se apoyaba sin saber por qué en el borde de la mesa, un vómito de recuerdo empezó a ganarlo, se dijo que apenas un día o dos atrás le había parecido imposible llegar a contarle nada a Traveler, un mono no podía contarle nada a un hombre, y de golpe, sin saber cómo, se había oído hablándole a Talita como si fuera la Maga, sabiendo que no era pero hablándole de la rayuela, del miedo en el pasillo, del agujero tentador. Entonces (y Talita estaba ahí, a cuatro metros, a sus espaldas, esperando) eso era como un fin, la apelación a la piedad ajena, el reingreso en la familia humana, la esponja cayendo con un chasquido repugnante en el centro del ring. Sentía como si se estuviera yendo de sí mismo, abandonándose para echarse -hijo (de puta) pródigo- en los brazos de la fácil reconciliación, y de ahí la vuelta todavía más fácil al mundo, a la vida posible, al tiempo de sus años, a la razón que guía las acciones de los argentinos buenos y del bicho humano en general. Estaba en su pequeño, cómodo Hades refrigerado, pero no había ninguna Eurídice que buscar, aparte de que había bajado tranquilamente en montacargas y ahora, mientras abría una heladera y sacaba una botella de cerveza, piedra libre para cualquier cosa con tal de acabar esa comedia.
– Vení a tomar un trago -invitó-. Mucho mejor que tu limonada.
Talita dio un paso y se detuvo.
– No seas necrófilo -dijo-. Salgamos de aquí.
– Es el único lugar fresco, reconocé. Yo creo que me voy a traer un catre.
– Estás pálido de frío -dijo Talita, acercándose-. Vení, no me gusta que te quedes aquí.
– ¿No te gusta? No van a salir de ahí para comerme, los de arriba son peores.
– Vení, Horacio -repitió Talita-. No quiero que te quedes aquí.
– Vos… -dijo Oliveira mirándola colérico, y se interrumpió para abrir la cerveza con un golpe de la mano contra el borde de una silla. Estaba viendo con tanta claridad un boulevard bajo la lluvia, pero en vez de ir llevando a alguien del brazo, hablándole con lástima, era a él que lo llevaban, compasivamente le habían dado el brazo y le hablaban para que estuviera contento, le tenían tanta lástima que era positivamente una delicia. El pasado se invertía, cambiaba de signo, al final iba a resultar que La Piedad no estaba liquidando. Esa mujer jugadora de rayuela le tenía lástima, era tan claro que quemaba.
– Podemos seguir hablando en el segundo piso -dijo ilustrativamente Talita-. Traé la botella, y me das un poco.
– Oui madame, bien sûr madame -dijo Oliveira.
– Por fin decís algo en francés. Manú y yo creíamos que habías hecho una promesa. Nunca…
– Assez -dijo Oliveira-. Tu m’as eu, petite, Céline avait raison, on se croit enculé d’un centimètre et on l’est déjà de plusieurs mètres.
Talita lo miró con la mirada de los que no entienden, pero su mano subió sin que la sintiera subir, y se apoyó un instante en el pecho de Oliveira. Cuando la retiró, él se puso a mirarla como desde abajo, con ojos que venían de algún otro lado.
– Andá a saber -le dijo Oliveira a alguien que no era Talita-. Andá a saber si no sos vos la que esta noche me escupe tanta lástima. Andá a saber si en el fondo no hay que llorar de amor hasta llenar cuatro o cinco palanganas. O que te las lloren, como te las están llorando.
Talita le dio la espalda y fue hacia la puerta. Cuando se detuvo a esperarlo, desconcertada y al mismo tiempo necesitando esperarlo porque alejarse de él en ese instante era como dejarlo caer en el pozo (con cucarachas, con trapos de colores), vio que sonreía y que tampoco la sonrisa era para ella. Nunca lo había visto sonreír así, desventuradamente y a la vez con toda la cara abierta y de frente, sin la ironía habitual, aceptando alguna cosa que debía llegarle desde el centro de la vida, desde ese otro pozo (¿con cucarachas, con trapos de colores, con una cara flotando en un agua sucia?), acercándose a ella en el acto de aceptar esa cosa innominable que lo hacía sonreír. Y tampoco su beso era para ella, no ocurría allí grotescamente al lado de una heladera llena de muertos, a tan poca distancia de Manú durmiendo. Se estaban como alcanzando desde otra parte, con otra parte de sí mismos, y no era de ellos que se trataba, como si estuvieran pagando o cobrando algo por otros, como si fueran los gólems de un encuentro imposible entre sus dueños. Y los Campos Flegreos, y lo que Horacio había murmurado sobre el descenso, una insensatez tan absoluta que Manú y todo lo que era Manú y estaba en el nivel de Manú no podía participar de la ceremonia, porque lo que empezaba ahí era como la caricia a la paloma, como la idea de levantarse para hacerle una limonada a un guardián, como doblar una pierna y empujar un tejo de la primera a la segunda casilla, de la segunda a la tercera. De alguna manera habían ingresado en otra cosa, en ese algo donde se podía estar de gris y ser de rosa, donde se podía haber muerto ahogada en un río (y eso ya no lo estaba pensando ella) y asomar en una noche de Buenos Aires para repetir en la rayuela la imagen misma de lo que acababan de alcanzar, la última casilla, el centro del mandala, el Ygdrassil vertiginoso por donde se salía a una playa abierta, a una extensión sin límites, al mundo debajo de los párpados que los ojos vueltos hacia adentro reconocían y acataban.