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Así que no fue la primera persona aquel día en pensar que Noreen Tucker sería más útil a la humanidad si se la borrase del planeta.

Sentada en la parte delantera del autocar, Victoria Wilder-Scott se había pasado la mayor parte del viaje a través de la campiña explayándose sobre las bellezas de Abinger Manor. Se encontraba en plena perorata cuando el autocar se metió por un camino arbolado.

– Así pues, la familia continuó siendo incondicionalmente monárquica hasta el fin. En la torre norte verán ustedes el escondite donde se ocultó Carlos I antes de escapar al continente. Y en esa larga galería se les desafiará a que encuentren una puerta secreta que queda totalmente disimulada. Fue por esa puerta por donde el rey Carlos emprendió la huida aquella fatídica noche. Y debido a la continuada lealtad que la familia mostró hacia él, más tarde se le concedió al propietario de la casa el título de conde. Ese título ha ido pasando de generación en generación, como es natural, y aunque el actual conde sólo viene a la finca los fines de semana, su madre, que por cierto es a su vez hija del sexto conde de Asherton, vive habitualmente aquí, por lo que no sería sorprendente que nos tropezáramos con ella. Tiene fama de mezclarse a menudo con los visitantes. Es una mujer un poco excéntrica… cosa que sucede con frecuencia con esta clase de personas.

Cuando el autocar dobló la última curva de la carretera y los miembros de la clase de Historia de la Arquitectura Británica vislumbraron por primera vez la mansión de Abinger Manor, un murmullo de admiración se elevó entre los alumnos fuera lo que fuese lo que en aquel momento les pasaba por la cabeza. Victoria Wilder-Scott se volvió en el asiento encantada al advertir aquella reacción.

– Se lo había prometido, ¿no? -les recordó-. Este lugar no decepciona jamás.

Al otro lado del foso, tachonado de lechos de lirios, se alzaban, a ambos lados de la entrada principal del edificio, dos torres con almenas. Tenían una altura de cinco plantas y encima de las mismas unas chimeneas altas e increíblemente decoradas coronaban los tejados a dos aguas, muy inclinados. Las ventanas salientes, un añadido posterior a la casa, sobresalían por encima del foso y proporcionaban a los moradores de la misma una vista del extenso jardín. Éste estaba bordeado por un lado con un alto seto de tejo y por el otro con una pared de ladrillo junto a la cual se hallaba un arriate de plantas perennes: lavanda, áster y claveles. La clase de Historia de la Arquitectura Británica disponía de un cuarto de hora para recorrerlo a su antojo antes de comenzar la visita programada, y hacia allí se dirigieron todos en grupo.

No eran los únicos visitantes de la casa solariega aquella mañana. Un gran autocar turístico llegó a los alrededores de la mansión inmediatamente detrás de ellos, y de él bajó un grupo numeroso de turistas alemanes que inmediatamente se unieron a Polly Simpson en la tarea de sacar fotografías de la fachada de la mansión. Dos familias llegaron a la vez en sendos Range Rover y de inmediato emprendieron camino hacia el laberinto, en el que se perdieron y empezaron a llamarse a gritos para ayudarse a encontrar el camino. Y un Bentley plateado se unió a los demás vehículos momentos después, rodando casi sin hacer ruido hasta detenerse.

De este último vehículo bajó una atractiva pareja: el hombre, alto y rubio, vestía de esa manera informal pero llena de estilo que da la impresión de dinero; la mujer, morena y ágil, bostezaba como si hubiera realizado la mayor parte del viaje dormida.

Los demás visitantes de Abinger Manor de aquel Día en Cuestión no lo sabían, pero aquellos dos recién llegados eran Thomas Lynley y lady Helen Clyde, su futura esposa. Y tenían derecho a estar allí, ya que la principal moradora en la actualidad de Abinger Manor era la anteriormente mencionada y temible condesa viuda, tía Augusta para Lynley, quien deseaba que su sobrino comprobase por sí mismo que era posible abrir las puertas de la propiedad al público sin que ello supusiera un desastre. Quería que él hiciese lo mismo con la enorme finca que poseía en Cornualles, pero de momento no había conseguido gran cosa en su afán por convencerlo.

– No todos somos la duquesa de Devonshire -solía decirle Lynley con amabilidad.

– Pues si un insignificante Mitford es capaz de hacer una cosa así y de salir adelante, puedes estar seguro de que yo también puedo hacerlo -le respondía ella.

Pero no se fueron a buscar a tía Augusta, aunque bien habrían podido hacerlo dado el parentesco. En lugar de eso Thomas Lynley y Helen Clyde se reunieron con los demás en el jardín y admiraron lo que había conseguido hacer su tía para mantener bellas las flores a pesar de la sequía.

Naturalmente, los demás no tenían manera de saber que aquel Thomas Lynley que paseaba en silencio con el brazo ligeramente echado por encima de los hombros de su futura esposa era en realidad un miembro de la familia que ahora habitaba una sola ala del majestuoso edificio que visitaban. Pero más importante aún, sobre todo considerando los acontecimientos que habían de tener lugar en aquel edificio, era que los visitantes no tenían manera de saber que el trabajo de aquel hombre se desarrollaba en New Scotland Yard, donde era inspector. En cambio, lo que advirtieron fue lo que la gente en general veía cuando miraba a Thomas Lynley y a Helen Clyde: mucho dinero cuidadosamente gastado, una apariencia y una ropa en absoluto ostentosas, ese silencio educado y lleno de deferencias que se consigue con años de buena educación, y unos lazos de amor entre ellos que parecían amistad, porque había sido precisamente de la amistad de donde había florecido aquel amor.

En otras palabras, resultaban bastante llamativos y estaban un poco fuera de lugar en medio de las demás personas que aquel día visitaban Abinger Manor.

Cuando sonó el timbre que indicaba el comienzo de la visita, el grupo se congregó ante la puerta principal. Salió a recibirlos una muchacha de aire decidido, que aparentaba unos veinticinco años, con la barbilla llena de granos y los ojos demasiado maquillados. Los acompañó hasta el interior del edificio, se aseguró de cerrar con llave la puerta cuando hubieron entrado todos por si acaso alguien sentía la tentación de largarse de allí con alguna preciosa, por no decir portátil, bagatela de las que allí había, y empezó a hablar en un inglés peculiar que sugería que la habían preparado a fondo para dirigirse a extranjeros. Hablaba con palabras simples, pronunciadas de una manera sencilla y con muchas pausas.

Se hallaban, les dijo, en el pasillo original de la casa solariega. La pared de madera que tenían a la izquierda era la original. Podrían admirar el trabajo de talla que tenía cuando pasaran por el otro lado de la misma. Les pidió que hicieran el favor de permanecer agrupados y de no traspasar las zonas acordonadas… Se permitía hacer fotografías, pero solamente si no utilizaban el flash.

Todo fue bien al principio. El grupo guardaba un respetuoso silencio y sacaba fotografías sin utilizar el flash. Las únicas preguntas que se hicieron fueron las que formuló Victoria Wilder-Scott, y si la guía proporcionó alguna respuesta incorrecta, nadie se dio cuenta.

Así fue como llegaron al Gran Salón, una sala magnífica que era tal como Victoria Wilder-Scott les había comentado a sus alumnos. Mientras la guía les iba explicando las características del salón, el grupo se afanaba por centrar la atención en el alto techo abovedado, en la galería de los trovadores y su intrincado calado, en los tapices, en los retratos, en las chimeneas y en las alfombras. Las cámaras enfocaban y disparaban sin cesar. En ocasiones se elevaron murmullos de admiración entre los visitantes. En algún lugar de la sala un reloj dio delicadamente las diez y media.