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A la joven Isabel la habían sacado de Londres y la habían trasladado a Yorkshire, claramente por razones de seguridad, antes de que Enrique Tudor llevara a cabo la invasión. Allí estuvo residiendo en Sheriff Hutton, una fortaleza situada en lo más profundo de la campiña, donde la lealtad al rey Ricardo era una constante en la vida de los campesinos. Isabel estaría bien protegida, por no decir bien vigilada, en Yorkshire. Igual que lo estarían sus hermanos.

– ¿Todavía sigues loco por Lizzie? -Le preguntó Bernie al tiempo que soltaba una risita-. Joder, hay que ver lo que hablabas de esa Isabel.

Malcomí reprimió la rabia que sentía, pero no dejó de maldecir en silencio al otro hombre deseándole tormento eterno. Bernie sentía una profunda aversión por cualquiera que quisiera hacer algo en la vida. Todas esas personas le recordaban que él había desperdiciado la suya.

Bernie debió de notarle algo a Malcolm en la cara, porque tras pedir el tercer whisky, le dijo:

– No, no, no me hagas caso, sólo bromeaba. Pero bueno, cuéntame, ¿qué haces aquí hoy? ¿Eras tú el que estaba en el campo de batalla cuando he pasado en el coche?

Malcolm se dio cuenta de que Bernie ya sabía que era él. Pero hablar de ello servía para recordarles a ambos la pasión de Malcolm y el dominio que Bernie ejercía sobre la misma. Le entraron ganas de subirse a la mesa y gritar: «Me tiro a la mujer de este imbécil dos días a la semana, tres o cuatro veces si soy capaz. Llevaban dos meses casados cuando me la cepillé por primera vez, seis días después de que nos presentaran».

Pero que perdiese el control de aquella manera era precisamente lo que Bernie Perryman pretendía de su viejo amigo Malcolm Cousins. Quería hacerle pagar por no ayudarlo en los exámenes de acceso a la universidad, por no dejarle copiar. Aquel hombre tenía memoria de elefante y un espíritu muy rencoroso. Pero Malcolm también.

– No sé, Malkie -dijo Bernie moviendo a ambos lados la cabeza mientras le servían el tercer whisky. Lo cogió con mano poco firme y se humedeció los labios con la lengua inerte-. No parece muy natural que Lizzie entregase a esos niños para que los decapitasen. Al fin y al cabo, eran sus propios hermanos. Aunque fuese para convertirse en reina de Inglaterra. Además los muchachos ni siquiera se encontraban cerca de ella, ¿no? Todo eso no son más que especulaciones, si quieres saber mi opinión. Especulaciones, pero ninguna prueba.

«Nunca, nunca le cuentes a un borracho tus secretos ni tus sueños», pensó Malcolm.

– Fue Isabel de York -repitió-. Ella fue la responsable en última instancia.

Sheriff Hutton no se encontraba a excesiva distancia de las abadías de Rievaulx, Jervaulx y Fountains. Y esconder a la gente en abadías, conventos, monasterios y prioratos era una gran tradición en aquella época. Las mujeres solían ser las que más frecuentemente recibían un billete de ida hacia la vida ascética. Pero dos niños disfrazados de novicios habrían quedado fuera del alcance de Enrique Tudor si éste accedía al trono de Inglaterra mediante la conquista.

– Habría llegado a oídos de Tudor que los niños se encontraban vivos -le explicó Malcolm-. De manera que cuando se prometió en matrimonio con Isabel ya sabría que los niños estaban todavía con vida.

Bernie asintió.

– Pobres pilluelos -dijo fingiendo lástima-. Y le echaron la culpa de ello al pobre y viejo Ricardo. ¿Cómo se las arreglaría ella para echarles el guante, Malkie? ¿Crees que haría un trato con Tudor?

– Isabel quería convertirse en reina, no ser sólo la hermana del rey. Y no había más que una manera de conseguirlo. Y hay que tener en cuenta que Enrique había buscado esposa en otra parte al mismo tiempo que estaba en tratos con Isabel Woodville. La chica debió de enterarse de ello. Y sabía lo que significaba.

Bernie asintió solemnemente, como si le importase algo lo que había podido ocurrir, hacía más de quinientos años, una noche de agosto a escasamente doscientos metros del pub en el que se encontraban. Se metió entre pecho y espalda el tercer whisky doble y se dio una palmada en el estómago como quien acaba de hartarse de comer.

– He dejado la iglesia bien bonita para mañana -le informó a Malcolm-. Fíjate, es asombroso, si uno lo piensa bien. Los Perryman llevamos arreglando la iglesia de St. James doscientos años. Es como el pedigrí de la familia, ¿no te parece? Extraordinario, diría yo.

Malcolm lo miró sin inmutarse.

– Sí, completamente extraordinario, Bernie -comentó.

– ¿Has pensado alguna vez lo diferente que habría sido tu vida si tu padre, tu abuelo y tu bisabuelo se hubiesen encargado de cuidar la iglesia de St. James? Quizás yo sería tú y tú serías yo. ¿Qué te parece eso?

Lo que Malcolm pensaba no podía decírselo al hombre que tenía sentado delante de él. Muérete, pensó. Muérete antes de que te mate yo.

– ¿Quieres que estemos juntos, cariño?

La mujer le hizo la pregunta a Malcolm respirándole en la oreja.

Otro sábado. Otras tres horas tirándose a Betsy. Malcolm se preguntó cuánto tiempo más se vería obligado a continuar con aquella charada.

Tenía ganas de decirle que se apartase, pues aquella mujer era capaz de provocar claustrofobia con más eficacia que una bolsa de plástico. Pero a aquellas alturas de su relación él ya sabía que una demostración de intimidad post coito era tan importante para lograr el objetivo que perseguía como una actuación de primera categoría entre las sábanas. Y ya que su edad, sus inclinaciones y su energía se combinaban para hacer que su rendimiento bajase un grado cada vez que se hundía entre los bien rellenos muslos de Betsy, Malcolm comprendía que lo prudente era permitirle que se pegase a él, que lo abrazase y le hiciese arrumacos todo el tiempo que él aguantara sin ponerse a chillar una vez consumado entre ellos el acto primordial.

– Ya estamos juntos -le respondió acariciándole el pelo. Lo tenía duro al tacto, como alambre, de tanto decolorárselo y ponerse laca-. A no ser que te refieras a que quieres repetir. Y en ese caso necesito un poco de tiempo para recuperarme. -Volvió la cabeza y le dio un beso en la frente-. Es que me dejas agotado, ésa es la verdad, querida Bets. Eres suficiente mujer para satisfacer a una docena de hombres.

Ella emitió una risita.

– A ti te encanta hacerlo.

– No, eso no. Eres tú. Me encantas tú, te deseo y no puedo vivir sin ti.

A veces pensaba cómo era posible que se le ocurriesen todas las tonterías que le decía a su amante. Era como si una parte primitiva de su cerebro, la reservada para seducir mujeres, entrara a funcionar de modo automático en cuanto Betsy se metía en su cama.

La mujer le pasó los dedos por el vello del pecho. Malcolm se preguntó, y no por primera vez, por qué sería que cuando un hombre se quedaba calvo el vello empezaba a brotarle en el resto del cuerpo hasta cuadriplicarse.

– Me refiero a estar juntos de verdad, cariño. ¿Lo deseas? ¿Nosotros dos juntos? ¿Para siempre? ¿Lo deseas más que nada en el mundo?

La sola mención de esa idea hacía que Malcolm se sintiera como aprisionado en, hormigón.

– Querida Bets -comenzó; y al decirlo se las arregló para que la voz le temblase convenientemente-. No. Por favor. No empecemos otra vez.

Y la atrajo bruscamente hacia sí porque sabía que eso era lo que ella deseaba. Enterró la cara en la curva que formaban el hombro y el cuello de la mujer. Respiró por la boca para evitar inhalar el litro de Shalimar que se había echado Betsy. Hizo los gimoteos propios de un hombre desesperado. Dios, qué no haría él por el rey Ricardo.

– He estado navegando en Internet -le comunicó ella en voz baja mientras le acariciaba la nuca-. En la biblioteca del instituto. Lo hice el jueves y el viernes durante toda la hora de comer, cariño.